XIII

De nuevo la primavera. Y principios del verano. El jardín de Vale View era una mancha de suaves colores, para contemplar los cuales se detenían a menudo los mineros al regresar de su turno. Tales colores se debian príncipalmente a los arbustos floridos que Cristina había plantado el otaño anterior, pues ahora Andrés le prohibía todo trabajo mallual.

–Tú has hecho el jardín -le dijo Andrés autoritariamente-. Ahora siéntate en él.

El sitio favorito de Cristina estaba al final de la pequeña hondonada, donde, junto a una mínúscula cascada, podía escuchar el sedante murmullo del arroyo. El ramaje de un sauce la protegía contra las hileras de casas de encina. La molestia del jardín de Vale View consistía en que se lo dominaba desde la vecindad. No tenían más que sentarse del lado exterior de la casa, para que todas las ventanas fueran ocupadas y corriera el rumor: "¡Eh, muchachos! ¡Vengan a ver! El doctor y su señora están tomando un poco de sol!", En los primeros días, en efecto, una vez que Andrés había deslizado su brazo alrededor de la cintura de Cristina, mientras se paseaban a la orilla del arroyo, había visto el bríllo de un lente enfocando desde el salón del viejo Glyn Joseph. "¡Demonío! – había exclamado vehementemente Andrés-. Ese perro víejo… ha dirigido sobre nosotros su telescopio."

Pero debajo del sauce estaban enteramente protegidos y aquí definía Andrés su política.

–Tú ves, Cristina -jugando con el termómetro; en un exceso de precaución se le acababa de ocurrir tomarle la temperatura-, debemos mantener nuestra tranquilidad. No es como si fuéramos… ¡oh, bien!… gente ordinaria. Después de todo, tú eres la esposa de un médico, y yo soy…, yo soy un médico.!he visto ocurrir esto centenares, a lo menos veintenas de veces antes. Es asunto muy corriente. Un fenómeno de la naturaleza, la supervivencia de la especie, etcétera. Ahora no me interpretes mal, querida; para nosotros es maravilloso, desde luego. Es el hecho de que he comenzado a preguntarme si tú no eras demasiadu pcqueña, demasiado niña todavía…, ¡oh, bien, estoy encantadol Pero no vamos a ponernos sentimentales. Tonterías sentimentales, quiero decir. ¡No, no! Dejemos eso para el matrimonio Smith. Sería más bien idiota para mí, un doctor, comenzar a angustiarme a propósito de esas casillas que estás tejiendo. No. Las miro y me digo: "Espero que abrigarán lo suficiente". Y todas estas conjeturas acerca de cuál será el color de los ojos de él o de ella, o del porvenir que le depararemos, son cosas que están fuera del mapa.

Se detuvo, poniéndose serio, y luego, poco a poco, se díbujó en su rostro una sonrisa reflexiva:

–Me pregunto, Cristina. si será una niña.

Ella rió hasta que le corrieron las lágrimas por las mejillas. Se rió tanto, que él se levantó, preocupado.

–Termina de una vez, Cristina. Te podría ocurrir algo.

–Oh, querido! – se limpió los ojos-. Como idealista sentimental, te adoro. Como cínico, en cambio…, bien.. " no quisiera tenerte en la casa.

El no comprendió del todo lo que ella quiso decir. Pero él sabía que su conducta era científica y prudente. En las tardes, cuando Andrés comprendía que ella debería hacer algún ejercicio, la llevaba a pasear al parque, pues el trepar le estaba severamente prohibido.

Allí se paseaban, escuchaban la banda, observaban a los niños de los mineros que acudían a merendar con sus botellas de agua gaseosa y sus sorbetes.

Una mañana de mayo, temprano: mientras estaban en cama, él advirtió en medio de un sueño ligero, un débil movimiento. Despertó, advirtiendo de nuevo ese suave movimiento, el primero del niño dentro de Cristina. Andrés se quedó quieto, apenas atreviéndose a creerlo, embargado por una oleada de sentimiento, de éxtasis. "¡Oh, diablo! – pensó un instante después-; al fin de cuentas, tal vez no sea yo más que un Smith. Supongo que por esto mantienen la norma de que un médico no puede atender a su propia esposa."

La semana siguiente creyó oportuno hablarle al doctor Llewel1yn, que debía hacerse cargo del caso, según ambos lo habían decidido desde el principio. Cuando Andrés acudió a él, Llewel1yn se sintió complacido y halagado. Fué al momento e hizo un examen preliminar. En seguida conversó con Andrés en la sala.

–Me alegro de servirlo, Manson -:-díjole, aceptando un cigarrillo-. Siempre pensé que usted no simpatizaba lo suficient conmigo como para pedirme este favor. Créame, haré todo lo que esté de mi parte. De paso, Aberalaw está actualmente algo sofocante. ¿No cree que su mujercita debiera cambiar de aire, mientras pueda?. .

"¿Qué me pasa?", se preguntó Andrés, cuando Llewel1yn se hubo marchado. "¡Me gusta ese hombre! Se ha portada bien. Tiene simpatía y tino. Es un mago en su trabajo. Y hace un año yo deseaba cortarle el cuello. Soy un escocés testarudo, envidioso y zafio."

Cristina no quería salir, pero él insistió suavemente:

–Sé que no quieres dejarme, Cristina. Pero es para mejor.

Tenemos que pensar en todo. ¿Preferirías la playa o tal vez te gustaría ir al norte, adonde tu tía? Tengo cómo enviarte, Cristina. Estamos en buena situación ahora. Había terminado de pagar a la Dotación Glen y la instalación del mobiliario, y tenían en el Banco cerca de cien libras.

Pero ella no pensaba en esto cuando, oprimiéndole la mano, le respondió muy convencida:

–Sí, estamos muy bien, Andrés.

Ya que debía ir, decidió visitar a su tia de Bridlington, y la semana siguiente Andrés la despedía en la estación Alta, con un prolongado abrazo y una canasta de frutas para el viaje.

La echó de menos mucho más de lo que se hubiera imaginado, de tal modo su camaradería se había convertido en parte de su vida. Sus conversaciones, diocusiones, riñas, sus mismos silencios, la manera como él la llamaba cuando regresaba a su casa y aguardaba con el oido atento su alegre respuesta; ahora vino a comprender cuánto significaban para él todas estas cosas. Sin ella la alcoba se convertía en la habitación extraña de un hotel. Sus comidas, preparadas concienzudamente por Jenny según el programa escrito por Cristina, eran bocados apresurados frente a un libro abierto y sostenido verticalmente sobre la mesa.

Vagando por el jardín que ella había hecho, Andrés quedó de pronto sorprendido por la ruinosa condición del puente. Lo molestaba, le parecía una injuria a su Cristina ausente. Varias veces le había hablado de esto al Comité, en el sentido de que el puente se estaba cayendo poco a poco, pero aquellos señores eran difíciles de conmover cuando se trataba de reparar las casas de los Ayudantes. Ahora, sin embargo, en un acceso de sentimiento, se presentó a la oficina y urgió enérgicamente la cuestión. Owen estaba ausente con unos pocos días de permiso, pero e1 empleado le aseguró a Andrés que la cosa ya había sido aprobada por el Comité y entregada al constructor Richard. Sólo porque éste estaba ocupado con otro contrato no se había iniciado ya el trabajo.

En las noches iba a ver a Boland; dos vece visitó a los Vaughan, que lo hacían quedarse para el bridge, y en una ocasión, para gran sorpresa suya, se encontró jugando al golf con Llewellyn. Les escribió cartas a Hamson y a Denny, que al fin había dejado Drineffy y viajaba a Tampico como cirujano de un barco petrolero. Su correspondencia con Cristina era un modelo de brillante reserva. Pero buscaba distracción especialmente en su trabajo.

Sus exámenes clínicos en los pozos de antracita estaban en buen camino por este tiempo. No podía precipitarlos, ya que, fuera de los llamados de sus propios clientes, su oportunidad de examinar a los hombres se producía a medida que ellos iban a los baños de la mina principal al final del turno y era imposible retenerlos más tiempo cuando querían irse a sus casas a comer. Efectuaba un promedio de dos exámenes diarios, y, sin embargo, los resultados ya aumentaban su curiosidad. Sin saltar a una conclusión precipitada, vió que los trastornos pulmonares entre los trabajadores de antracita eran positivamente mayores que los existentes entre los demás trabajadores de las minas de carbón.

Aunque desconfiaba de los libros de texto, en defensa propia, ya que no deseaba descubrir después que no había hecho más que seguir las huellas trazadas por otros, estudió la literatura concerniente al asunto. Su exigüidad lo dejó atónito. Pocos investigadores parecían haberse interesado mayormente por las enfermedades pulmonares profesionales. Zenker había introducido un término altisonante:

"pneumonokoniosis", que comprendía tres formas de fibrosis pulmonar debidas a la inhalación del polvo. La antracosis, por supuesto, la infiltración negra de los pulmones que se advierte en los mineros del carbón, había sido conocida desde hacía largo tiempo y era tenida como innocua por Goldman, en Alemania, y por Trotter, en Inglaterra. Había unos pocos tratados sobre el predominio de las perturbaciones pulmonares entre los fabricantes de piedras de molino, particularmente los franceses, en los afiladores de cuchillos y hachas – "mal del afilador"- y los picapedreros. Había testimonios, casi siempre contradictorios, procedentes de Sudáfrica, respecto de esa piedra roja que ocasiona las enfermedades del trabajo en Rand, la tisis del minero del oro, debida indudablemente a la inhalación del polvo.

También se registraba que los trabajadores del lino y del algodón y los traspaladores de granos se hallaban sometidos a perturbaciones crónicas de los pulmones. ¡Pero fuera de esto, nada!

Andrés abandonó su lectura con una curiosidad febril. Se sentia en la pista de algo definitivamente inexplorado. Pensó en el gran número de trabajadores subterráneos de las grandes minas de antracita, en la vaguedad de la legislación referente a las inhabilitaciones de que sufrian, en la enorme importancia social de este plano de investigaciones. ¡Qué oportunidad, qué oportunidad maravillosa! Un sudor frío corrió por la frente ante el súbito pensamiento de que alguien pudiera adelantársele. Pero desechó este pensamiento.

Paseándose por la sala frente al fuego extinguido mucho después de la merlianoche, de pronto tomó el retrato de Cristina de la repisa de la chimenea. – ¡Cristina! Creo realmente que voy a hacer algo.

En el índice de tarjetas que había comprado para este objeto, comenzó a clasificar cuidadosamente los resultados de sus exámenes.

Aunque nunca reflexionaba en ello, su pericia clínica era ahora notable. Allí, en el vestuario, los hombres comparecían ante él, desnudos hasta la cintura, y con sus dedos y su estetoscopio, sondeaba severamente la oculta patologia de esos pulmones vivos: aquí un sector fibroso, el siguiente un enfisema, luego una bronquitis crónica – reconocida vergonzosamente como "una pequeña tos"-. Localizaba minuciosamente las lesiones sobre el diagrama impreso en el reverso de cada tarjeta.

Al mismo tiempo tomaba muestras de esputos de cada hombre y, trabajando hasta las dos y tres de la madrugada en el mieroscopio de Denny, registraba sus hallazgos en las tarjetas. Encontró que la mayor parte de estas muestras de muco-pus calificada por los mineros como "esputo-blanco", contenía brillantes partículas angulares de sílice.

Quedó asombrado del número de eélulas alveolares, de la frecuencia con que descubría el bacilo de la tuberculosis. Pero fué la presencia, casi constante, de silicio cristalino en las células alveolares y de los fagocitos por doquiera, lo que cautivó su atención. No podía deshacerse de la acentuada idea de que los trastornos de los pulmones, tal vez aun las infecciones concomitantes, dependían fundamentalmente de este factor.

Tal era el límite de su progreso cuando regresó Cristina a fines de junio y le echó los brazos al cuello. – ¡Qué bueno es haber regresado! Sí, soy feliz; pero joh!. no, y tú pareces pálido, mi amor. Creo que Jenny no te ha dado de comer.

El descanso le había hecho provecho a Cristina, estaba bien y sus mejillas tenían un color hermoso. Pero estaba preocupada por él, por su falta de apetito, su constante ansia de fumar.

Le preguntó gravemente; -¿Cuánto tiempo te va a exigir este trabajo especial?

–No lo sé. – Era el día siguiente al regreso de Cristina, un día húmedo, y él estaba inesperadamente irritado- Podría exigirme un año podría exigirme cinco.

–Bien, escúchame. No te estoy corrigiendo, basta uno en la familia; pero, ¿no crees que si tardaras tanto como dices, deberias trabajar sistemáticamente, observar horas regulares, no acostarte tarde y matarte de esa manera?

–Eso no me afecta.

Pero en ciertas cosas Cristina era particularmente insistente, Hizo que Jenny limpiara bien el piso del laboratorio y colocó allí una silla de brazos y un felpudo. Era una pieza fresca en estas, noches cálidas y las tablas de pino tenían un agradable olor resinoso que se mezclaba con las acres esencias de éter de los reactivos que él empleaba. Aqui le gustaba sentarse a Cristina, cosiendo y tejiendo mientras él trabajaba en la mesa. Inclinado sobre el microscopio, se olvidaba enteramente de ella, pero ella estaba allí, y a las once de la noche se levantaba siempre. – ¡Hora de dormir! – ¡Oh! Creo… -mirándola con los ojos encandilados por encima del ocular- ¡Sube tú, Cristina! Te seguiré dentro de un minuto…

–Andrés. Manson, si tú piensas que me voy a acostar sola, en mi estado…

La última frase se había convertído en una muletilla cómica en la intimidad conyugal. Ambos la usaban, indistintamente, por chiste, como un broche de todos sus argumentos. Andrés no podia resistirla.

Se levantaba riendo, se estiraba, hacía girar sus lentes, retiraba las preparaciones.

Hacia fines de julio una epidemia aguda de varicela le dió mucho trabajo y el 3 de agosto se halló con una lista especialmente nutrida que lo mantuvo fuera de casa desde la consulta matinal hasta después de las tres.

Al regresar, exhausto, preparado para esa combinación de lunch y té que sería su comida, divisó el automóvil del doctor Llewellyn en la puerta de su casa. Lo que significaba ese objeto inmóvil lo hizo estremecerse repentinamente Y apresurar con el corazón latiéridole aceleradamente. Subió corriendo la escalera de entrada. abrió la puerta y en el hall se encontró a Llewellyn, Mirándolo con nerviosa ansiedad, balbuceó: -iHola, Llewellyn! No esperaba. verlo tan pronto por aquí.

–No -respondió Llewellyn. Andrés sonrió. – ¿Bien? – En su excitación no pudo hallar mejores palabras, pero la pregunta era obvia en su rostro radiante.

Llewellyn. no sonreía. Dijo después de una angustiosa pausa: – Venga acá un minuto, mi querido amigo. – Y condujo a Andrés a la sala- Toda la mañana hemos estado tratando de encontrarlo.

El modo de Llewellyn, su vacilación, la extraña simpatía de su voz, fueron como un baño helado ¡Ahora Andrés. Balbuceó: -¿Está mal?

Llewellyn miró por la ventana en dirección al puente, como buscando la explicación mejor, la más caritativa. Andrés ya no podía resistir. Apenas respiraba, ahogándosele el pecho en la angustia de la expectación.

–Manson -dijo suavemente Llewellyn-, esta mañana, mientras su esposa atravesaba el puente… cedió una de las planchas en mal estado. Ella está muy bien ahora; pero temo…

Andrés comprendió aun antes de que el otro terminara. Una gran angustia lo oprimía.

–A usted podrá agradarle saber -prosiguió Llewellyn, en un tono de tranquila conmiseración- que lo hicimos todo. Yo acudí al momento, traje a la partera del hospital, hemos estado aquí todo el día.

Hubo un silencio. En la garganta de Andrés estalló un sollozo, luego otro, y otro. Se cubrió los ojos con la mano.

–Por favor. mi querido amigo -le rogó Llewellyn-. ¿Quién podía evitar un- accidente como ése? Le suplico… suba y consuele a su esposa.

Con la cabeza inclinada, ccgido de la baranda, Andrés subió. En el lado exterior de la puerta del dormitorio se detuvo respirando apenas, y luego entró vacilante.