Andrés estuvo en suspenso, con excitación temblorosa, mientras la señora Lawrence le hablaba muy amistosamente, explicándole que esperaban que fuera sin falta.
Al alejarse del teléfono se dijo a sí mismo, radiante de felicidad, que, después de todo, no había desperdiciado la oportunidad del día anterior, no, no.
Postergó todos sus demás llamados, urgentes o no, y se fué directamente a la casa de Green street. Y allí se encontró por primera vez con José Le Roy. Este lo aguardaba impaciente en el hall adornado con jade. Era un hombre grueso y calvo, bajo y erguido, que apuraba el cigarro, como un hombre que no tiene tiempo que perder.
En un segundo sus ojos traspasaron a Andrés, rápida operación quirúrgica, que terminó a satisfacción mutua. En seguida habló enérgicamente, con una pronunciación colonial:
–Vea, doctor. estoy apurado. La señora Lawrence ha tenido que volverse loca esta mañana siguiéndole la pista. Entiendo que usted es un joven talentoso y serio. También es casado, ¿no'" Bien; ahora, hágase cargo de mi chica. Mejórela, robustézcala, sáquele toda esta maldita histeria de su sistema. No escatime nada. Puedo pagar. Hasta la vista.
José Le Roy era oriundo de Nueva Zelandia. Y a pesar de su dinero, de su casa de la Green Street y de su exótica y pequeña Toppy, no era difícil dar fe a la verdad: su bisabuelo era un tal Miguel Cleary, trabajador agrícola iletrado de los alrededores de Greymouth Harbour, conocido familiarmente de sus "desarrapados" camaradas como "Leary". José Le Roy había hecho frente a la vida, indudablemente, como Joe Leary, niño cuyo primer oficio fué el de ordeñador en las grandes granjas de Greymout. Pero Joe había nacido, según decía, para ordeñar otra cosa que vacas. Y treinta años después en la oficina del último piso del rascacielos de Auckland, era José Le Roy quien ponía su firma al contrato que unificaba las granjas de la isla en una gran compañía de leche condensada.
Era un plan mágico, la Sociedad Cremogen. Por este tiempo los productos de leche condensada eran desconocidos, y estaban comercialmente desorganizados. Fué Le Roy quien vislumbró sus posibilidades, quien condujo su asalto al mercado mundial, anunciándolos como un alimento caído del cielo para niños e inválidos. La esencia del negocio radicaba, no en los productos de Joe, sino en su propia audacia. El exceso de nata de la leche, que había sido arrojada a las alcantarillas o dada a ios cerdos en centenares de haciendas de Nueva Zelandia, era vendida ahora en las ciudades del mundo en las latas de Joe, elegantemente presentadas como Clemogen, Cremax y Cremefat, por un precio triple del de la leche fresca.
Como director de la asociación Le Roy y administrador de los intereses ingleses ora Jack Lawrence, que había sido, bastante ilógicamente, oficial de guardias antes de dedicarse a los negocios en la urbe. Sin embargo, lo que unió a Toppy y a la señora de Lawrence fué algo más que la mera asociación de intereses. Francisca, rica por derecho propio y mucho más en su centro en la elegante sociedad de Londres que Toppy -que a menudo delataba sus antecedentes cerriles-, tenía un complaciente cariño por la niña terrible. Cuando Andrés subió después de su entrevista con Le Roy, ella estaba esperándolo cerca del cuarto de Toppy.
Por lo general, los días siguientes, Francisca estuvo presente a la hora de su visita, ayudándolo con su caprichosa y exigente enferma, pronto a ver cualquier mejoría en Toppy, empeñada en que continuara el tratamiento, preguntando cuándo debían esperar su próxima visita.
Agradecido a la señora Lawrence, era todavía bastante desconfiado para encontrar extraño que esa aristócrata, mujer encumbrada a quien sabía excluyente antes de que negase a ver sus fotografías en las revistas, tuviera siquiera este ligero interés por él.
Su boca ancha y más bien caprichosa, expresaba habitualmente hostilidad hacia las personas que no eran de su intimidad, y, sin embargo, por alguna razón nunca le era hostil a Andrés. Sintió éste un deseo extraordinario, mayor que la curiosidad, de sondear su carácter, su personalidad. Le parecía no saber nada de la verdadera señora Lawrence. Era una delicia observar las mesuradas acciones de sus miembros mientras se movia por la pieza.
Era siempre ágil y ligera, cuidadosa en todo lo que hacía, con una intención en el fondo de sus ojos benévolos, a pesar del gracioso descuido de su conversación.
En cuanto se dió cuenta Andrés de que la sugestión había sido de ella -aunque no le dijo nada a Cristina, que todavía barajaba alegremente su presupuesto doméstico en chelines y peniques-. comenzó a preguntarse impacientemente cómo un médico podía cultivar una clientela en las altas esferas sin un automóvil elegante.
Era ridículo que caminase por Green Street, llevando su propio maletín, con sus zapatos empolvados, presentándose sin auto ante el criado que le miraba con aire de superioridad. Tenía un garage de ladrillos en la parte posterior de su casa, lo que reduciría considerablemente el costo de manutención, y había firmas que se especializaban en proporcionar autos a los médicos, firmas admirables que no tenían inconveniente en facilitar amablemente las condiciones de pago.
Tres semanas después, un cupé de capota plegable, flamante y lustroso, se detenía en la calle Chesborough número 9. Descendiendo del asiento de la dirección, Andrés subió corriendo la escalera de su casa. – ¡Cristina! – gritó, procurando ahogar el temblor emocionado de su voz-. ¡Cristina! i Ven a ver algo!
Tenía la intención de deslumbrarla. Y lo consiguió. – ¡Dios mío!;-le tomó el brazo a Andrés-. ¿Es nuestro? ¡Oh, qué hermoso! – ¿Verdad? Míralo, querida; no toques la pintura, podría marcar el barniz -Andrés le sonreía enteramente a su antigua manera-. Grata sorpresa, Cristina, ¿no? Y lo he comprado, he conseguido la licencia y todo lo demás sin decirte una palabra. Distinto del viejo Morris.
Suba, señora, y le haré una demostración. Corre como un pájaro.
Cristina no podía admirar lo bastante el auto mientras él la llevaba, así en cabeza, a dar una vuelta alrededor de la plaza. Cuatro minutos después estaban de vuelta, de pie sobre la acera, deleitando todavía sus ojos Andrés en la contemplación del tesoro. Sus momentos de intimidad, de mutua comprensión y felicidad común eran tan escasos ahora, que ella no quería interrumpir éste. Murmuró:
–Te será tan fácil triunfar ahora, querido Y después recelosa-:
Y si pudiéramos dar una vueltecita por e¡ campo, por ejemplo, los domingos, por los bosques…, i oh, sería maravilloso -Por supuesto respondió Andres, ausente-. Pero, en realidad, es para la profesión.
No podemos andar vagando por ahí, cubriéndolo de barro.
Pensaba en el efecto que haria sobre sus clientes este cupé resplandeciente.
El efecto principal, sin embargo, superó sus expectativas. El jueves de la semana siguiente, al salir de la pesada puerta de cristal y hierro labrado de la Green Street número 17 A, se topó de manos a boca con Freddie Hamson. – ¡Hola, Hamson! – exclamó. No pudo reprimir un estremecimiento de satisfacción a la vista del rostro de Hamson. Al principio éste apenas lo habia reconocido, y al hacerlo, su expresión, después de recorrer varios grados de sorpresa, era todavía francamente de estupor. – ¡Vaya! ¡Hola! – dijo Freddie-. ¿Qué haces por aquí?
–Un paciente -respondió Andrés, volviendo atrás la cabeza en dirección al número 17 A-. Tengo a la hija de Joe Le Rayen mis manos. – jJoe Le Roy!
Esa sola exclamación valía mucho para Manson. Puso una mano de dueñó en la portezuela de su nuevo y hermoso cupé. – ¿En qué dirección vas? ¿Puedo dejarte en alguna parte? Freddie se repuso rápidamente. Rara vez se desconcertaba, y nunca por tiempo prolongado. A la verdad, en treinta segundos su opinión sobre Manson, toda su idea acerca de la utilidad que Manson podía tener para él, habia experimentado una rápida e inesperada revolución.
–Si -sonrió amigablemente-o Iba a Bentinck Strect…, a la casa de Ida Sherrington. Caminando para conservar la línea. Pero iré contigo.
Callaron durante algunos minutos, mientras corrían por la calle Bond. Hamson meditaba. Había saludado efusivamente a Manson a su llegada a Londres, porque esperaba que el trabajo de éste pudiera proporcionarle de vez en cuando alguna consulta de tres guineas en Queen Alme Street. Pero ahora el cambio operado en su antiguo compañero de clase, el auto y, sobre todo, la mención de Joe Le Roy – el nombre tenia para él una significación mundana infinitamente mayor que para Manson-, le mostraban su error. Existían, además, las características idealistas de Andrés, útiles, utilísimas. Mirando astutamente a lo lejos, Freddie vió una base de cooperación entre ellos, mucho mejor y más provechosa. Quiso ir con tíno, por supuesto, pues Manson era un diablo inseguro y suspicaz. – ¿Por qué no vienes conmigo a ver a Ida? Te será útil conocerla, aunque tiene la peor clinica de Londres. Y ciertamente cobra más. – ¿Sí?
–Ven a ver a mi enferma. Es inofensiva… la anciana señora Raeburn. Ivory y yo le estamos haciendo algunos exámenes. Tú eres fuerte en pulmón, ¿no? Examínale su tórax. Le agradará enormemente.
Y serán cinco guineas para ti. – i Cómo!… ¡Tú pretendes!. ¿Pero qué tiene que ver su tórax.
–No mucho -dijo sonriente Freddie-. No te quedes tan espantando. Tal vez tiene algo de bronquitis senil. Y se alegraría de verte. Es así cómo lo hacemos aquí. Ivory, Deedman y yo. Tú debes realmente unirte a nosotros, Manson. No hablaremos ahora de ello… , si, a la vuelta de aquella esquina…, pero te asombrará, ver cómo funciona el sistema.
Andrés detuvo el auto en la casa indicada por Hamson, una casa habitación corriente, alta y estrecha, que evidentemente jamás había sido concebida para su actual destino. A la verdad, considerando la bulliciosa calle, de un tránsito ensordecedor, era difícil imaginar cómo pudiera hallar la paz aquí ana persona enferma. Era precisamente el sitio indicado para provocar más que para curar un trastorno nervioso. Andrés se lo dijo a Hamson mientras subían las gradas de la puerta principal.
–Lo sé, mi querido amigo -convino Freddie, con pronta cordialidad-. Pero son todas lo mismo. Este rinconcito del West End está atestado de ellas. Tú ves, deben sernos cómodas a nosotros -hizo una mueca-; sí, serían ideales en algún sitio tranquilo. pero…, por ejemplo…, ¿qué cirujano recorrería diez millas cada día para ver a su enfermo cinco minutos? ¡Oh, tendrás que conocer con el tiempo los refugios de los enfermos en nuestro pequeño West End! – Pasaron al estrecho hall-. Tienen todas tres olores, como lo observarás: anestésicos, cocina y excrementos…, sucesión lógica… Perdóname, Viejo. Y ahora vamos a ver a Ida.
Con el aire del hombre que conoce el camino, lo llevó a una pequeña oficina del piso bajo, donde una mujer pequeña, con uniforme lila y una toca blanca almidonada, estaba sentada frente a un pequeño escritorio.
–Buenos días, Ida -exclamó Freddie, entre el halago y la familiaridad-. ¿Haciendo sus sumas?
Ella alzó los ojos, los vió y sonrió amablemente. Era baja, robusta y en extremo sanguínea. Pero su brillante cara roja estaba de tal modo cubierta de polvos, que el resultado era un color lila casi igual al de su uniforme. Tenía un aspecto de vitalidad dinámica, de buen humor, de energía. Sus dientes eran postizos y le quedaban mal, el cabello grisáceo. En cierto modo era fácil suponerle un vocabulario grueso, imaginarla desempeñándose admirablemente como empresaria de un club nocturno de segundo orden.
Sin embargo, la clínica de Ida Sherrington era la más a la moda en Londres. La mitad de los pares habían estado en el consultorio de Ida; mujeres de sociedad, personajes del "turf", famosos abogados y diplomáticos. Bastaba tomar el diario de la mañana para enterarse de que todavía otro brillante actor o actriz de la escena o de la pantalla había dejado su apéndice entre las manos maternales de Ida. Vestía a todas sus enfermeras en un delicado tono de malva, le pagaba a su proveedor de vinos doscientas libras al año y a su cocinero el doble de dicha suma. Los precios que les cobraba a sus enfermos eran fantásticos. Cuarenta guineas semanales por una pieza no era una suma poco frecuente. Y amén de eso, venían las extras, la cuenta del farmacéutico -a veces cuestión de libras-, la enfermera especial para la noche, el derecho a pabellón. Pero cuando se le discutía, Ida tenia una respuesta que ella adornaba a menudo con un adjetivo libre y expedito.
Tenía sus preocupaciones, debía pagar sueldos y porcentajes, y a veces sentía como que era ella la esquilmada.
Ida tenía su debilidad por los médicos jóvenes, y saludó amablemente a Manson mientras Freddie decía:
–Mírelo bien. Pronto le enviará tantos pacientes, que usted tendrá que desbordarse sobre el Plaza Hotel.
–El Plaza Hotel se desborda sobre mí – replicó Ida, inclinando significativamente la cabeza. – ¡Ja, ja, ja! – rió Freddie-. Está muy bien…, debo decirselo al viejo Deedman. Le gustará a Pablo. Ven, Manson. Subiremos a la cumbre.
El ascensor repleto, precisamente lo bastante grande para dar cabida a una camilla de ruedas colocada diagonalmente, los llevó al cuarto piso. El corredor era angosto. Junto a las puertas había vasijas y jarrones de flores marchitas en la cálida atmósfera. Entraron a la habitación de la señora Raeburn.
Era una mujer de más de sesenta años, que, acomodada sobre sus almohadas, aguardaba la visita del doctor con un papelito en la mano, en el que había anotado algunos sintomas experimentados durante la noche, juntamente con las preguntas que tenía que hacer. Andrés la clasificó certeramente como hipocondríaca de edad, la enferma del trocito de papel, de Charcot.
Sentado sobre la cama, Freddie le conversó, le tomó el pulso – no más-, la escuchó y la reconfortó alegremente. Le dijo que Ivory vendría con los resultados de algunos exámenes altamente científicos, por la tarde. Le pidió que le permitiera a su colega el doctor Manson, especialista en pulmón, que la auscultara. La señora Raeburn se sintió halagada. Le encantó. Resultó que había estado durante dos años en manos de Hamson. Era rica, carecía de parientes y compartía su tiempo entre hoteles selectos y aristocráticos, y clínicas del West End. – ¡Hombre! – exclamó Freddie cuando salieron de la pieza-. No te imaginas qué mina de oro ha sido para nosotros esta vieja. Qué de libras le hemos extraído!
Andrés no respondió. El ambiente de este sitio lo enfermaba.
Estaban enteramente sanos los pulmones de la anciana dama, y sólo su conmovedora mirada de gratitud hacia Freddie salvaba todo aquello de ser francamente deshonesto. Trató de persuadirse. ¿Por qué sería él tan intransigente? Nunca triunfaría continuando intolerante, aferrado a sus convicciones. Y Freddie se lo había dado a entender bondadosamente al proporcionarle la oportunidad de examinar a esta enferma.
Le dió un amistoso apretón de manos a Hamson antes de subir a su cupé. Y a fin del mes, cuando recibió un cheque por cinco guineas, prolijamente escrito, de la señora Raeburn, juntamente con sus mejores agradecimientos, se rió de sus tontos escrúpulos, Ahora se regocijaba de recibir cheques, y para su gran satisfacción le llegaban en número cada vez mayor.
El consultorio había experimentado un aumento prometedor.
Adquirió ahora una expansión rápida y casi eléctrica en todas direcciones, lo que tuvo por efecto que Andrés se dejase arrastrar más rápidamente por la corriente. En cierto sentido era víctima de su propia energía. Siempre había sido pobre. En el pasado su individualismo obstinado sólo le había procurado derrotas. Ahora podía justificarse a sí mismo con las sorprendentes demostraciones de su éxíto material.
Poco después del llamado urgente del Laurier's, tuvo una entrevista sumamente halagadora con el señor Winch, y desde entonces, nuevas chicas de la tienda y aun algunas de las clientas vinieron a consultarlo. Acudían principalmente con achaques triviales; sin embargo, una vez que una joven lo había visitado, era difícil que no volviera frecuentemente…; su manera era tan bondadosa, tan amable, tan viva. Aumentaron las entradas de su consultorio. Pronto procuró que se pintara nuevamente el frente de la casa, y con ayuda de una de esas firmas de proveedores de médicos -impacientes por ayudar a los jóvenes profesíonales a ampliar sus entradas-, pudo reamoblar el consultorio y la sala de operaciones con un nuevo diván, un sillón giratorio tapizado, y varios elegantes botiquines y vitrinas de cristal y esmalte blanco.
La evidente prosperidad de la casa recién pintada de color crema, de su auto, de este resplandeciente equipo moderno, se impusieron pronto al vecindario, reconquistándole muchos de los clientes "acomodados" que habían consultado al doctor Foy en el pasado, pero lo habían abandonado gradualmente a medida que el anciano y su consultorio decayeron progresivamente.
Se habían terminado para Andrés los días de espera de ínactividad forzosa. Las consultas de la tarde excedían a su capacidad de trabajo; sonaba la campanilla de la puerta delantera, rechinaba la puerta de la salita de operaciones, los pacientes aguardaban a ambos lados, obligándole a multiplicarse y apresurarse entre las dos habitaciones. No había otro recurso. Se vió en la necesidad de organizar las cosas de otro modo, para ahorrar tlempo.
–Escucha, Cristina -le dijo una mañana-. Acabo de discurrir algo que me va a simplificar mucho estas terribles horas. Tú ves…, cuando he examinado a un paciente en el consultorio, vengo a casa a prepararle su remedio, lo que me quita habitualmente cinco minutos.
Y es una lamentable pérdida de tiempo…, que yo podría utilizar en atender a uno de los clientes "acomodados" que me aguardan en la sala de consultas. Bueno, ¿entiendes mi plan? ¡En lo sucesivo, tú serás mi farmacéutico!
Cristina lo miró con una instantánea contracción de las cejas. – Pero yo no sé nada de preparar remedios.
Andrés sonrió tranquilamente.
–Claro, querida. He preparado unas mezclas. Todo lo que tú tienes que hacer es llenar los frascos, rotularlos y envolverlos. – Pero.. – la perplejidad de Cristina se delataba en sus ojos-. ¡Oh, yo quiero ayudarte, Andrés!… Sólo que…, ¿crees tú realmente…? – ¿No ves que tengo que creerlo?,
–La mirada de Andrés evitó la de Cristina. Se bebió malhumorado el resto del café-. Sé que solía disertar sobre las drogas en Aberalaw. ¡Puras teorías! Ahora soy…, soy un médico práctico.
Además, todas esas muchachas de Laurier's son anémicas. Una buena preparación de hierro no les hará ningún daño..
Antes de que ella pudiera responder, tuvo que acudir él al llamado de la campanilla del consultorio.
En otros tiempos ella habría discutido, adoptado una posición firme. Pero ahora reflexionaba tristemente en la inversión de sus relaciones recíprocas. Ya no influía, ya no lo guiaba. Era él quien tomaba la delantera.
Cristina comenzó a estacionarse en el reducto de la farmacia durante aquellas horas febriles de las consultas, en espera de alguna exclamación imperiosa de Andrés a su rápido tránsito entre los clientes "acomodados" y los de la salita de operaciones: "¡Hierro!", o "alba", o "carminativo", o a veces, cuando ella protestaba que la preparación de hierro se había concluído, él exclamaba significativamente: "¡Cualquier cosa! ¡Diablo! ¡Cualquier cosa!".
Con frecuencia, las consultas no terminaban hasta después de las nueve y media. Entonces hacían el libro, el pesado libro mayor del doctor Foy, que sólo estaba lleno hasta la mitad cuando ellos recibieron el consultorio. – ¡Dios mío! ¡Qué día, Cristina! – exclamaba-. ¿Recuerdas aquellos primeros míseros tres chelines y seis peniques que obtuve como un tímido colegial? Bueno , hoy hemos sacado más de ocho libras sonantes.
Andrés metía el dinero, pesados montones de plata y algunos billetes, en el saquito de tabaco Afrikander que usara el doctor Foy para lo mismo, y lo guardaba con llave en el cajón del medio de su escritorio. Como el libro mayor, seguía usando el viejo saquito para no perder la suerte.
Había olvidado todas sus primeras dudas y elogiaba el acierto de haberse hecho cargo del consultorio.
–Nos ha resultado espléndido en todo sentido, Cristina. Un consultorio productivo y una firme vinculación con la clase media.
Y, además, me estoy creando por mi cuenta una clientela de lujo. Tú ves adónde vamos.
El 19 de octubre Andrés pudo decirle a su mujer que amueblara de nuevo la casa. Después de la consulta de la mañana le manifestó con indiferencia, como solía hacerlo ahora:
–Quisiera que hoy fueras de compras. Ve a lo de Hudson… o a lo de Ostley, si lo prefieres. A la mejor parte. Y compra todos los muebles nuevos que necesitas. Un par de juegos de dormitorio, amueblado de salón, compra de todo.
Cristina lo miró en silencio mientras él encendía su cigarrillo, riendo.
–Esa es una de las satisfacciones de ganar dinero: el poder darte todo lo que necesitas. No creas que soy avaro. No. Tú has sido un ángel durante nuestros días malos. Ahora estamos comenzando precisamente a disfrutar de nuestros buenos tiempos.
–Comprando muebles lujosos y… un juego de sillones tapizados en lo de Ostley.
Andrés no advirtió la amargura del tono de Cristina. Se rió.
–Eso es, querida. Ya es tiempo de que nos deshagamos de nuestros vejestorios y de la Regencia.
A Cristina se le saltaron las lágrimas. No pudo contener su indignación:
–No los creías vejestorios en Aberalaw. Y tampoco lo son. ¡Oh, aquéllos si que eran dlas, aquéllas eran días felices! Ahogando un sollozo dió media vuelta y abandonó la habitación.
El la miró desconcertado. Sus actitudes habían sido extrañas ultimamente…, la había visto indecisa y deprimida, con súbitos arranques de incomprensible amargura. Andrés sentía que se estaban alejando el uno del otro, perdiendo aquella misteriosa unidad, ese oculto lazo de camaradería que siempre había existido entre ellos. ¡Bueno! No era culpa suya. El hacía todo lo que podía. Y pensó amargamente: "Mi mejor situación no significa nada para ella, nada". Pero no tenía tiempo para detenerse en lo irrazonable e injusto de la conducta de Cristina. Veía ante sí una larga lista de llamados y, ya que era martes, debía hacer su visita habitual al Banco.
Regularmente dos veces por semana iba al Banco a efectuar depósitos a su cuenta, pues sabia que no era prudente acumular dinero en efectivo en su escritorio. No podía menos de advertír el contraste entre estas visitas agradables y su experiencia en Drineffy, en que, como modestísimo ayudante, había sido humillado por Aneurin Rees.
Aqui el señor Wade, el gerente, le dispensaba siémpre una cálida sonrisa de deferencia y a menudo le invitaba a fumar un cigarrillo en su oficina privada.
–Si puedo expresarme asi, doctor, sin alusiones personales, usted está trabajando notablemente bien. Aquí deseamos trabajar con un doctor progresista, que posea la dosis justa de conservatismo. Como usted, doctor, si me lo permite. Ahora bien, estas acciones Southern Railway Guaranteed, sobre las que conversábamos el otro día…
La deferencia de Wade no era más que un ejemplo del cambio general de opinión. Veía ahora que los demás doctores del distrito le hacían un amistoso saludo cuando se cruzaban sus cupés. En la reunión local del otoño, de la Asociación Médica, en esa misma sala en que, en su primera presentación, se le había hecho sentirse un paria, le dieron la bienvenida, otorgándosele importancia, y el doctor Ferrie, el vicepresidente, le ofreció un cigarro.
–Me alegro de verlo entre nosotros, doctor -le dijo, derritiéndose, el pequeño y rojixo Ferrie-. ¿Qué opina usted de mi discurso. Tenemos que defender nuestros honorarios. Especialmente en los llamados nocturnos, he tomado una posición firme. La otra noche fuí llamado por un niño…, un simple chiquillo de doce años: Venga pronto, doctor", me dice. "Papá está en el trabajo y mi mamá se siente horriblemente mal". Usted conoce esa conversación de las dos de la madrugada. Y yo no había visto al muchacho jamás en mi vida. "Mi querido niño -le digo-, tu madre no es cliente mia. Márchate y vuelve con media guinea, y entonces acudiré". Por supuesto que no volvió más. Le digo a usted, doctor, esta zona es terrible.
La semana siguiente a la reunión médica, la señora Lawrence lo llamó. Siempre se deleitaba Andrés con la graciosa incongruencia de sus conversaciones telefónicas, pero hoy, después de referirle que su marido estaba pescando en Irlanda, que posiblemente ella iría a juntársele después, lo invitó a almorzar el próximo viernes, deslizando su invitación como algo de poca importancia.
–Toppy estará allí. Y una o dos personas… menos tontas, creo, que las que uno suele encontrar. Le será de algún provecho… tal vez … el conocerlas.
Andrés colgó el tubo entre complacido y extrañamente irritado.
En su corazón experimentaba el sentimiento de que Cristina no hubiera sido invitada. Después, poco a poco, llegó a comprender que no se trataba de una oportunidad social, sino de negocios. El debía relacionarse, crearse contactos, especialmente entre la categoría de personas que estarían presentes en dicho almuerzo. Y, en todo caso, no había para qué informar a Cristina de todo este asunto. Cuando llegó el viernes le dijo que tenía el almuerzo comprometido con Masón y saltó a su auto, aliviado. Olvidó que no sabía mentir en absoluto.
La casa de Francisca Lawrence estaba en Knightsbridge, en una calle tranquila entre Hans Place y Wilton Crescent. Aunque no tenía el esplendor de la mansión Le Roy, su gusto refinado daba testimonio de un mismo sentido de la opulencia. Andrés llegó tarde y la mayoría de los convidados ya estaban allí: Toppy, Rosa Keane, la novelista, sir Dudley Rumbold-Blane, doctor en medicina y F. R. C. P. médico famoso y miembro de la Junta de los Productos Cremo, Nicolás Watson, viajero y antropólogo, y varios otros de distinción menos alarmante.
Andrés se encontró en la mesa al lado de una señora Thornton, que vivía, según lo afirmó, en Leicestershire, y que venía periódicamente al Hotel Brown a pasar cortas temporadas en la urbe. Aunque ahora era capaz de afrontar serenamente el ritual de las presentaciones, se alegró de recuperar su aplomo al abrigo de su charla, una relación maternal de una herida en un pie, recibida en el hockey, por su hija Sybil, colegiala de Roedeall.
Escuchando con un oído a la señora Thornton, que tomaba su muda atención por interés, se dió maña para pescar algo de la amable e ingeniosa conversación de sus vecinos, las agudas bromas de Rosa Keane, la relación fascinadoramente graciosa de Watson de un viaje que había realizado últimamente por el ínterior del Paraguay. También admiraba la destreza con que Francisca animaba la conversación, soportando al mismo tiempo la discreta pedantería de sir Rumbold, que se hallaba a su lado. Una o dos veces sintió Andrés fijos en los suyos los ojos de la dama, medio sonrientes, interrogativos.
–Por supuesto -concluyó Watson su narración con una sonrisa-.
Evidentemente, mi peor experIencia fué llegar a casa y verme asaltado al instante por un ataque de influenza. – ¡Ah! – dijo sir Rumbold-. Usted también ha sido victima. Con el recurso de despejarse la garganta y colocarse los lentes en su prominente nariz, atrajo la atención de los comensales. Sir Rumbold se hallaba cómodo en esta posición: por muchos años la atención del gran público británico se había concentrado sobre él. Era sir Rumbold quien hacía un cuarto de siglo habia conmovido a la humanidad con la declaración de que cierta parte del intestino humano era no sólo inútil, sino francamente dañosa. Centenares de personas se habían precipitado a hacer extraer la peligrosa sección, y aunque sir Rumbold no se hallaba entre ellas, la fama de la operación, que los cirujanos llamaban la escisión Rumbold-Blane, asentó su reputación de galeno. Desde entonces se había mantenido en primer plano, introduciendo en el país la alirnentación con salvado, el yogur y los bacilos del ácido láctico. Misteriormente inventó la masticación Rumbold-Blane, y ahora, además de sus actividades en muchos directorios de compañía: industriales, redactaba los menús para la famosa cadena de restaurantes Railey: Vengan, señoras y caballeros, que sir Rumbold Blane, Doctor en Medicina y Miembro de la Real Academia, lo ayude a elegir sus calorías. Eran muchos los rezongos proferidos entre médicos más legítimos en el sentido de que sir Rumbold debería haber sido borrado del Registro de Médicos años atrás, a lo que la respuesta era evidentemente, ¿qué sería el Registro sin sir Rumbold?
Mirando paternalmente a Francisca, Rumbold le decia:
–Una de las características más interesantes de esta reciente epidemia ha sido el asombroso efecto terapéutico del Cremogro.
Tuve oportunidad de decir lo mismo en la reunión de nuestra Compañía la semana pasada. No tenemos, ¡ay!, específico alguno contra la influenza. Y en su ausencia la sola manera de resistir la homicida invasión consiste en provocar un estado vigoroso de resistencia, una defensa vital del organismo contra las incursiones de la enfermedad. Yo he dicho, tengo la satisfacción de haber dicho que hemos demostrado incontestablemente, no en conejos de Indias, como nuestros amigos de laboratorio, sino en seres humanos, el poder fenomenal del Cremogen en organizar y dar energía a la defensa vital del cuerpo. .
Watson se volvió a Andrés con su extraña sonrisa: -¿Qué piensa usted de los productos Cremo, doctor?
Cogido de sorpresa, Andrés respondió:
–Es una manera tan buena como otra cualquiera de tomar la crema de la leche.
Rosa Keane, con una oblicua mirada aprobatoria, fué lo suficientemente cruel para reirse. Francisca se reía también. Apresuradamente sir Rumbold pasó a describir su reciente visita a Trossachs, en calidad de huésped de la Unión Médica del Norte.
Por lo demás, el almuerzo fué cordial. Andrés concluyó por tomar parte con toda naturalidad en la conversación general. Antes de que él se despidiera de Francisca en el salón, ésta le dijo unas cuantas palabras.
–Realmente, usted descuella fuera de la sala de consultas -le dijo por lo bajo-. La señora Thornton no ha podido tomar el café por hablarme de usted. Tengo el presentimiento de que se la ha "embolsado", ¿es éste el término?, como paciente.
Resonándole la observación en los oídos, se fué a casa pensando que la aventura había sido provechosa, sin molestia de Cristina.
A la mañana siguiente, sin embargo, a las diez y media, tuvo una desagradable sorpresa: Freddie Hamson lo llamó para preguntarle vivamente: -¿Muy agradable el almuerzo de ayer? ¿Que cómo lo supe? ¡Vaya, perro viejo! ¿No has visto la Tribuna de esta mañana?
Anonadado, Andrés se fué directamente a la sala de espera, donde se depositaban los diarios luego que él y Cristina los habían leído. Por segunda vez recorrió la Tribuna, uno de los diarios ilustrados más conocidos. De pronto se estremeció. ¿Cómo no lo había visto antes? Allí, en la sección "Vida social", había una fotografia de Francisca Lawrence con un párrafo que describía su almuerzo del día anterior, figurando el nombre de Andrés entre los invitados.
Con un gesto de mortificación en el rostro, desprendió la página del resto, la convirtió en una pelota y la arrojó al fuego. Entonces se dió cuenta de que ya Cristina había leído el diario. Tuvo un acceso de furor. Aunque se sentía seguro de que ella no había visto el maldito párrafo, se fué rabioso a su consulta. Pero Cristina lo había leído. Y, después de una instantánea desorientación, se sintió herida en el corazón. ¿Por qué no se lo había dicho? ¿Por qué? ¿Por qué? Ella no hubiera objetado su asistencia a ese estúpido almuerzo. Trató de tranquilizarse… todo era demasiado insignificante para ocasionarle tal ansiedad y sufrimiento. Pero vió con dolor sordo que sus consecuencias no eran insignificantes.
Cuando Andrés salió a sus visitas, Cristina procuró continuar sus quehaceres en la casa. Pero no pudo. Vagaba por el consultorio, de aquí a la sala de consultas, con la misma opresión en el pecho.
Comenzó a sacudir el polvo del consultorio sin el menor ánimo. Junto al escritorio estaba su viejo maletín médico, el primero que poseyera, el que usara en Drineff¡, llevándolo por las calles y en sus llamados de emergencia al fondo de la mina. Lo acarició con extraña ternura.
Ahora tenía Andrés un maletín nuevo, uno más hermoso. Formaba parte de esta clientela nueva y más encumbrada tras la cual luchaba tan febrilmente y de la que ella recelaba en el fondo de su corazón.
Sabía que era inútil intentar hablarle de sus presentimientos. El era tan sensible ahora -señal de su propia intranquilidad interior-, que una palabra de Cristina lo exaltaba, provocaba al instante una disputa. Ella tenía que tratar de reconquistarlo de otra manera.
Era el sábado por la mañana y le había prometido a Florrie llevarla consigo cuando saliera a sus compras. Florrie era una niñita muy viva y Cristina se había encariñado con ella. Ahora podía divisarla en espera, al comienzo de la escalera del subterráneo, enviada por su madre, muy limpia y con traje nuevo, como preparada para un gran paseo. A menudo salían juntas los sábados, como ahora.
Cristina se sintió mejor al aire libre, con la niña de la mano, caminando por el Mercado, hablándoles a sus vendedores conocidos, comprando frutas, flores, procurando llevar algo que le agradara a Andrés especialmente. Sin embargo, la herida todavía estaba· abierta. ¿Por qué, por qué no se lo había dicho'? ¿y? por qué no la había llevado a ella? Recordó aquella primera ocasión en Aberalaw, cuando habían ido a lo de los Vaughan y ella había tenido que recurrir a todas sus fuerzas para arrastrarlo a dicha visita. ¡Qué distinta era ahora la situación! ¿Tenía ella la culpa? ¿Había cambiado, reconcentrándose en sí misma, tornándose algo insociable? No lo creía así. Todavía le agradaba ver y conocer gente, sin atender a quién o quiénes eran. Su amistad con la señora Vaughan subsistía aún en su regular intercambio de cartas.
Pero en realidad, aunque se sentía herida y desdeñada, su preocupación principal era menos por ella que por él. Sabía que los ricos se enferman tanto como los pobres, que Andrés era tan buen médico en la calle Green, como en la calle Cefan, en Aberalaw. No exigía la supervívencia de objetos tan heroicos como las polainas y la vieja motocicleta Red Indian. Sin embargo, sentía con toda su alma que en aquellos días su idealismo había sido puro y maravilloso, que había iluminado la vida de los dos con una blanca llama. Ahora la llama se había puesto más amarillenta y el globo de la lámpara estaba empañado.
Al ir a casa de la señora Schmidt procuró deshacer las arrugas de inquietud que surcaban su frente. Sin embargo, advirtió que la miraba vivamente. Y, en efecto, le dijo:
–Usted no come lo bastante, hija mía. No está como solía. Y tiene ahora un hermoso auto y dinero y de todo. ¡Mire! Le daré a probar esto. ¡Es muy bueno!
Empuñando el largo y afilado cuchillo le cortó una tajada de su famoso jamón cocido, e hizo que Cristina se comiera un blando sandwich. Al mismo tiempo Florrie recibía un pastel helado. La señora Schmidt seguía hablando sin interrupción:
–Y ahora necesita un poco de Liptauer. El doctor… se ha comido libras de mi queso y nunca le cansa. Algún día le voy a pedir que me escriba un certificado para colocarlo en la vidriera. Este queso es el que me ha hecho famosa.
Entre risas, Frau Schmidt siguió hablando hasta que la dejaron.
Afuera, Cristina y Florrie se detuvieron en la acera esperando que el agente de guardia -su viejo amigo Stmthers-, hiciera la señal para atravesar. Cristina sujetaba con una mano el brazo de la impulsiva Florrie.
–Siempre tienes que fijarte aquí en el tránsito -le advirtió-. ¿Qué diría tu madre si te atropellaran? _ Florrie, llena la boca con el resto de su pastel, vió en ello una magnífica broma.
Al fin llegaron y Cristina comenzó a deshacer los envoltorios de sus compras. Mientras circulaba por la pieza del frente, colocando en un vaso los crisantemos color bronce que había comprado, se sintió triste de nuevo.
De pronto sonó el teléfono.
Fué a atenderlo con el rostro inmóvil y los labios ligeramente contraídos. Acaso durante cinco minutos estuvo ausente. Al regresar, su expresión se había transfigurado. Sus ojos brillaban, estaban excitados. De vez en cuando miraba hacia afuera por la ventana, ansiosa del regreso de Andrés, olvidada de su abatimiento con la buena noticia que habia recibido, noticia tan importante para él, para los dos, sí. Cristina tenía la convicción feliz de que nada podía haber sido más propicio. Ningún antídoto mejor contra el veneno de un éxito fácil podía haber sido administrado jamás. ¡Y al mismo tiempo era tal avance, un paso tan real para él en su carrera! Anhelante fué de nuevo a la ventana.
Cuando llegó no pudo contenerse sino que corrió a encontrarlo al hall. – ¡Andrés! He recibido un recado para ti de sir Roberto Abbey.
Acaba de hablar por teléfono. – ¿Sí? – Su rostro, tocado de súbito arrepentimiento al verla, se iluminó.
–Sí! El mismo llamó, quería hablarte. Le dije quién era yo… ¡ Oh, estuvo sumamente amable!… ¡ Oh…, oh!:.. i Te lo estoy refiriendo tan mal! iQueridito! Vas a ser nombrado para los enfermos externos del Victoria Hospital, inmediatamente.
Los ojos se le llenaron lentamente de emocionada comprensión. – iVaya, es una buena noticia, Cristina! – ¿No es así? – exclamó ella feliz-. De nuevo tu propio trabajo…, oportunidades de investigación, todo lo que querias en el Departamento y no conseguiste.
Le echó los brazos al cuello y lo acarició.
Andrés clavó en ella su mirada, indescriptiblemente conmovido por su amor, por su generosa abnegación. Experimentó una momentánea angustia. – ¡Qué alma tan buena eres, Cristina mía! ¡Y… qué bruto soy yo!