XIV

Por el año 1927 el doctor Manson, de Aberalaw, disfrutaba de una reputación algo extraordinaria. Su trabajo no era prodigioso.

Numéricamente, su lista no había aumentado gran cosa desde aquellos primeros días febriles de su llegada a la ciudad; pero cada persona de la lista creía firmemente en él. Recurría a pocas drogas.

A la verdad, tenía la costumbre inverosímil de prevenir a sus enfermos contra las mísmas, pero cuando las recetaba era de un modo revolucionario. No era raro ver a Gadge atravesar la sala de espera con una receta en la mano. – ¿Qué es esto, doctor Manson? ¡Una dosis de sesenta granos de K. Br. para Evans Jones! Y la Pharmacopoeia dice cinco. – ¡Así lo dice el libro de sueños de la tía Catalina! Dele sesenta, Gadge. Usted sabe que se alegraría realmente de liquidar a Evans.

Pero Evans Jones, epiléptico, no se liquidaba. En cambio se le veía, una semana después, aliviado de sus ataques, paseándose por el parque.

El Comité debería estar contento con el doctor Manson, por cuanto su consumo de drogas -fuera de los casos extraordinarios- era menos de la mitad que el de cualquier otro ayudante. ¡Pero, ay! ¡Manson le costaba al Comité el triple por otros capítulos, y a menudo había guerra por ello! Empleaba, por ejemplo, vacunas y sueros, cosas arruinadoras, que, según declaraba vehementemente Ed. Chenkin, ninguno de ellos había oído mentar jamás. Cuando Owen citaba, para defenderlo, aquel mes de invierno en que Manson, usando la vacuna Bordet y Gengou, había detenido una violenta epidemia de tos convulsa en su distrito, en tanto que en todo el resto de la ciudad los niños seguían enfermándose de ella, Ed. Chenkin replicaba: -¿Cómo sabemos que se debió a esta novedad? ¡Vaya! Cuando yo mismo lo urgí, dijo que nadie podía estar seguro.

Al paso que Manson tenía muchos amigos leales, tenía también enemigos. Eran aquellos del Comité que nunca le habían perdonado del todo su exabrupto, aquellas palabras amargas que les espetara en ocasión de lo del puente, mientras se hallaban en plena sesión, tres años atrás. Compadecian, por supuesto, a la señora Manson y a él mismo por la desgracia que los afligía, pero no podian considerarse responsables. El Comité no hacia jamás las cosas precipitadamente.

Owen estaba de vacaciones y Len Richards, a quien se le habia confIado el trabajo, estaba ocupado por entonces en las nuevas casas de la calle Powis. Era absurdo culparlos.

A medida que pasaba el tiempo, Andrés tenía muchas dificultades con el Comité, pues se obstinaba en su sistema, lo que no le agradaba al Comité. Había, además, cierta animosidad clerical en contra suya. Aunque su mujer iba a menudo a la iglesia, a él no se le veía jamás allí -el doctor Oxborrow había sido el primero en hacerla notar-, y se decia que él se habia burlado de la doctrina de la inmersión totaL Más aún: tenía un enemigo mortal entre la gente de iglesia, nada menos que en el reverendo Edwal Parry, pastor de Sinaí.

En la primavera de 1928 el buen Edwal, casado recientemente, había llegado a hora avanzada y como a hurtadillas al consultorio de Manson, con ademanes enteramente cristianos, pero sin embargo, como hombre de mundo deseoso de captarse la benevolencia del médico. – ¿Cómo está usted, doctor Manson? Acerté a pasar por aquí.

Como norma consulto al doctor Oxborrow; es uno de mis fieles, usted sabe, y también lo tengo a mano en el consultorio del este. Pero usted es un doctor que está muy al día en todo sentido. Usted está al tanto de todas las novedades. Y yo me alegraría, advierta también que le pagaré un honorario muy pequeño, si pudiera aconsejarme… (Edwal disimuló un ligero rubor sacerdotal haciendo derroche de candor mundano). Mi mujer y yo no deseamos tener hijos durante algún tiempo, en absoluto, siendo mi estipendio lo que es, como…

Manson miró al ministro de Sinaí con frío desagrado y replicóle calculadamente: -¿No se da cuenta usted de que hay gentes con la cuarta parte del estipendio suyo, qne darían su mano derecha para tener hijos? ¿Para qué se casó? – Se le enardeció la ira-. Retirese pronto, mísera criatura de Dios.

Con una extraña contracción del rostro, Parry se había marchado. Acaso Andrés le había hablado demasiado violentamente. Pero es que, desde su accidente fatal, Cristina no tendría nunca hijos y ambos lo deseaban con toda el alma.

De regreso a casa de un llamado en este 15 de mayo de 1927, Andrés se preguntó por qué él y Cristina se habían quedado en Aberalaw después de la muerte de su criatura. La respuesta era bastante sencilla: su trabajo sobre la ínhalación del polvo lo había absorbido, fascinado, esclavizado a las minas.

Al recordar lo hecho, considerando las dificultades que se había visto obligado a afrontar, se extrañaba de no haber tardado más tiempo en completar sus descubrimientos. Aquellos primeros exámenes que había hecho, ¡cuán lejanos le parecían en el tiempo, sí, y en la técnica!

Después de haber hecho un examen clínico completo de las condiciones pulmonares de todos los obreros del distrito y registrado sus hallazgos, tenía la absoluta evidencia de la acentuada preponderancia de las enfermedades pulmonares entre los trabajadores de antracita. Encontró, por ejemplo, que el noventa por ciento de sus enfermos de fibrosis pulmonar provenían de las minas de antracita. Encontró también que la mortalidad por trastornos pulmonares entre los mineros de la antracita de más edad era casi el "triple que la de los mineros empleados en todas las minas de carbón.

Diseñó una serie de tablas que indicaban la proporción de las enfermedades pulmonares entre las varias categorías de trabajadores de la antracita.

En seguida se consagró a mostrar que el polvo de sílice que él había encontrado en sus exámenes de esputos se hallaba presente realmente en las galerías de antracita. No sólo lo demostró en forma concluyente, sino que, exponiendo planas de vidrio untadas con bálsamo del Canadá durante períodos variados en diferentes partes de la mina, obtuvo cifras de las distintas concentraciones de polvo, cifras que subían agudamente durante las explosiones y las perforaciones.

Ahora poseía una serie de sugerentes ecuaciones que correlacionaban las excesivas concentraciones atmosféricas de polvo de sílice con la excesiva repetición de la enfermedad pulmonar. Pero no era esto suficiente. Tenía que demostrar efectivamente que el polvo era dañino, destructivo del tejido pulmonar y no únicamente un accesorio innocuo después del hecho. Le era necesario realizar metódicamente una serie de experimentos patológicos con conejos de la India para estudiar la acción del polvo de sílice sobre sus pulmones.

Aquí, bien que aumentó su curiosidad, comenzaron sus verdaderas dificultades. Ya poseía una pieza libre, el laboratorio. Era fácil procurarse unos cuantos conejos de la India. Y el material requerido por sus experimentos era sencillo. Mas, aunque su espíritu de investigación era notable, él no era un patólogo, y nunca lo sería. La certidumbre de este hecho lo puso irritado y más resuelto que nunca.

Maldijo ese sistema que lo obligaba a trabajar solo, y se hizo ayudar por Cristina, enseñándole a preparar cortes, la mecánica de manipulaciones que ella jamás realizó peor que él.

En seguida construyó, muy sencillamente, una cámara de polvo, en la que durante ciertas horas del día los animales se veían expuestos a concentraciones de polvo, siendo otros substraídos a ellas: los controles. Era un trabajo exasperante, que exigía más paciencia que la suya. Dos veces se le quebró su pequeño ventilador eléctrico. En una etapa crítica de su experimento echó a perder su sistema de controles y tuvo que comenzarlo de nuevo. Pero a pesar de los errores y dilaciones consiguió sus ejemplares, demostrando en etapas progresivas la deterioración del pulmón y la formación de fibrosis por el polvo.

Dió un gran suspiro de satisfacción, dejó de reñir a Cristina y, por unos pocos días, se pudo vivir con él. Entonces lo agitó otra idea y una vez más se consagró al trabajo.

Todas sus investigaciones habían sido dirigidas sobre hipótesis de que el mal de los pulmones era ocasionado por la destrucción mecánica debida a la inhalación de cristales de sílice duros y agudos. Pero ahora se preguntó de pronto si no habia también alguna acción química fuera de la pura írritación física producIda por las partículas. Andrés no era un químico, pero estaba por este tiempo demasiado absorbido en su idea para quedar derrotado. Proyectó una nueva serie de experimentos.

Obtuvo sílice coloidal y la inyectó bajo la riel de uno de los animales. El resultado fué un absceso. Descubrió que abscesos semejantes podían ser obtenidos inyectando soluciones acuosas dc sílice amorfa, que no era fisicamente irritante. Entretanto, como conclusión triunfal, halló que la inyección de una substanda mecánicamente irritante, tal como las partículas de carbono, no producían absceso alguno. El polvo de sílice era químicamente inactivo.

Ahora estaba casi fuera de sí de entusiasmo y alegría. Había ohtenido aún más de lo que se había propuesto. Reunió febrilmente sus datos y dió forma coherente a los resultados de sus tres años de trabajo.

Hacía meses había decidido, no sólo publicar sus investigaciones, sino enviarlas como tesis para obtener el grado de doctor en medicina.

Cuando el impreso regresó de Cardiff, elegantemente encuadernado en tapas azul pálido, lo leyó embriagado y fué con Cristina a expedirlo por correo y luego se sumergió en una crisis de desesperación.

Se sentía gastado e inerte. Comprendió, más vivamente que nunca, que él no era un experto en laboratorio, que la parte mejor y más valiosa de su trabajo era la primera etapa de investigación clínica.

Recordó con la angustia del arrepentimiento cuántas veces habia reñido a la pobre Cristina. Durante algunos días estuvo abatido e impaciente. Y, sin embargo, en medio de tal estado, había momentos luminosos en que tenía conciencia de haber realizado algo, después de todo.