II

Por fin llegó -también para Andl'és- la tarde del 18 de septiembre, en que se reunió el consejo del T. G. M. Sentado al lado de Gill y Hope, advirtiendo las miradas de inteligencia que le dirigia este último, Andrés observaba la entrada de los miembros en la amplia sala de cornisas doradas: Whinney, el doctor Lancelot DoddCanterbury, Challis, sir Robert Abbey, Gadsby y, finalmente, el propio Billy "Botones" Dewar.

Antes de la llegada de Dewar, Abbey y Challis le habían hablado a Andrés -Abbey, en forma mesurada, y el profesor, efusivamente-, felicitándolo por su designación. Y cuando entró Dewar miró a Gill, exclamando con su aguda voz peculiar: -¿Dónde está nuestro nuevo médico, señor Gill? ¿Dónde está el doctor Manson?

Andrés se puso de pie, confundido ante la aparición de Dewar, que superaba aún la descripción de Hope. Billy era pequeño, encorvado y de mucho pelo. Llevaba ropas viejas, el chaleco muy gastado, el sobretodo verdoso repleto de papeles, folletos y memorias de una docena de sociedades diversas. No había excusa para Billy. pues poseía mucho dinero e hijas, una de ellas casada con un noble millonario, y, sin embargo, tenia, como siempre, el aspecto de un descuidado mono viejo. .

–Hubo un Manson conmigo en Queens, en 1880 – chillo amablemente, a modo de saludo.

–Es este mismo, Sir – murmuró Hope, para quien la tentación fué irresistible.

Billy lo oyó. – ¿Cómo lo sabe usted, doctor Hope? – Miró de soslayo, cortésmente, por encima de los lentes enmarcados en acero que llevaba montados en la punta de la nariz-. Usted no estaba entonces ni siquiera en pañales. ¡Ja, ja, ja!

Se encaminó riendo a su Íugar, a la cabecera de la mesa. Ninguno de sus colegas, ya sentados, hizo caso alguno de él. Parte de la técnica de esta Junta consistía en prescindir orgullosamente del propio vecino. Pero esto no desanimó a Billy. Sacando de su bolsillo un paquete de papeles y después de tomarse un vaso de agua, tomó el martillito que tenía delante e hizo resonar la mesa con un golpe. – ¡Caballeros, caballeros! El señor Gill leerá ahora las actas. Gill, que actuaba como secretario de la.Junta, rápidamente leyó el acta de la última reunión, en tanto que Billy, no prestándole atención alguna, alternativamente hojeaba entre sus papeles o dejaba vagar benévolamente sus ojos en dirección a Andrés, al que asociaba vagamente con el Manson de Queens, de 1880.

Al fin terminó Gill. Billy empuñó en seguida. el martillo.

–Señores, nos es particularmente grato tener aquí presente a nuestro nuevo médico. Recuerdo que allá por 1904 yo acentuaba la necesidad de un clínico permanente que estuviera adscrito a la Junta como un colaborador sólido de los patólogos que de cuando en cuando le hurtamos, ¡ja, ja, ja!, que de cuando en cuando le hurtamos al trascuarto de investigaciones de la Universidad de Cambridge. Y digo esto con todo respeto a nuestro joven amigo Rope, de cuya amabilidad, ¡hum, hum!, hemos dependido en tan amplia medida. Ahora recuerdo bien que por el año 1889…

Sir Robert Abbey lo interrumpió:

–Estoy seguro, señor, de que los demás miembros de la Junta desean unirse sinceramente en sus felicitaciones al doctor Manson por su trabajo sobre la silicosis. Si se me permite decirlo, lo he considerado una pieza particularmente paciente y original de investigación clínica, y, como bien. lo sabe la Junta, puede tener las más vastas consecuencias sobre nuestra legislación índustrial.

–Escuchen, escuchen – subrayó Challis en apoyo de su protegido.

–Eso es lo que yo iba a decir, Robert -dijo Billy malhumorado.

Abbey era para él un joven, casi un estudiante, cuyas interrupciones exigían una suave reprensión-. Cuando en nuestra úItima reunión decidimos que debía proseguirse esta investigación, el nombre del doctor Manson acudió inmediatamente a mi pensamiento. El ha iniciado esta cuestión y debe recibir toda clase de facilidades para proseguirla. Deseamos, caballeros -siendo esto en ventaja de Andrés, lo miró solícitamente a lo largo de la mesa-, que visite todas las minas de antracita del pais, y es posible que con el tiempo extendamos esto a todas las minas de carbón. Deseamos poner a su disposición, asimismo, toda clase de medios para el examen clínico de los mineros de la industria, y dispondrá incluso de los hábiles servicios bacteriológicos de nuestro joven amigo el doctor Rope. En una palabra, señores, no habrá nada que no hagamos para conseguir que nuestro nuevo médico lleve este importante asunto de la inhalación del polvo hasta sus últimas consecuencias científicas y administrativas.

Andrés exhaló un rápido y furtivo suspiro. Era espléndido, espléndido…, mejor que todo lo que había esperado. Iban a darle carta blanca, a respaldarlo con su inmensa autoridad, iban a dejarlo libre para la investigación clínica.. Eran ángeles, todos sin excepción, y Billy era el mismo arcángel Gabriel.

–Pero, caballeros -añadió de pronto Billy, registrando en sus bolsillos-. Antes de que el doctor Manson se haga cargo de este problema, antes de que nosotros mismos podamos sentirnos en libertad para permitirle concentrar en él sus esfuerzos, hay otro asunto más urgente. del cual creo que debe ocuparse.

Pausa. Andrés sintió oprimírsele el corazón y comenzó a abatirse lentamente a medida que proseguía BilIy:

–El doctor Bigsby, del Departamento de la Industria y el Comercio, me ha señalado la alarmante diferencia reinante en las disposiciones relativas a los equipos de primeros auxilios en la industria. Por supuesto, la ley en vigor tiene una cláusula al respecto, pero es elástica y poco satisfactoria. No hay medidas precisas, por ejemplo, en cuanto al tamaño y tejido de las vendas, el largo, material y tipo de los entablillados. Ahora bien, señores, ésta es una cosa importante y que concierne directamente a la Junta. Considero necesario que nuestro médico emprenda una completa investigación y nos presente un informe al respecto antes de que afronte el problema de la inhalación.

Silencio. Andrés miró desesperadamente en torno de la mesa, Dodd – Canterbury, con las piernas extendidas; tenía los ojos fijos en el techo. Gadsby dibujaba diagramas sobre un secante, Whinney fruncía el ceño y Challis inflaba el pecho para hablar. Pero fué Abbey el que dijo:

–Seguramente, sir William, ésta es una cuestión para el Departamento de la Industria y el Comercio, o para el Departamento de Minas.

–Nosotros estamos a disposición de ambas Corporaciones – chilló Billy-. Somos, jja, ja, ja!, el chico huérfano de ambas. – Sí, lo sé. Pero, después de todo, esta… esta cuestión del vendaje es relativamente trivial, y el doctor Manson…

–Le aseguro, Robert, que está muy lejos de ser trivial. Pronto habrá un debate en la Cámara. Recién ayer lo supe por Lord Ungar. – jAh! – dijo Gadsby, prestando atención-. Si Ungar tiene interés, no podemos elegir.

Gadsby podía adular con despistadora prontitud, y Ungar era un hombre a quien tenía especial interés en complacer.

Andrés se creyó obligado a intervenir.

–Excúseme; sir William -balbuceó-, Yo.., yo entendía que lba a efectuar, aquí una labor clínica, Durante un mes me he estado paseando en mi oficina, y si ahora voy a…

Se interrumpió mirándolos a todos. Fué Abbey quien acudió en su ayuda.

–El punto de vista del doctor Manson es muy justo. Durante cuatro años ha estado trabajando pacientemente en su propio tema, y ahora, después de haberle ofrecido facilidades para desarrollarlo, proponemos enviarlo a contar vendajes.

–Si el doctor Manson ha tenido paciencia durante cuatro años, Roberto -chilló Billy-, puede esperar un poco más. ¡Hum, hum! – ¡Cierto, cierto! – gritó Challis-. Tendrá momentos libres para dedicarse a la silicosis.

Whinney se aclaró la garganta.

–Ahora -le susurró Hope a Andrés- va a relinchar "el petizo".

–Caballeros -dijo Whinney-, durante mucho tiempo he estado solicitando a esta Junta que investigue la cuestión de la fatiga muscular en relación con el calor de vapor…, asunto que, como ustedes saben, me interesa profundamente y que, me atrevo a decir, no ha recibido todavía de ustedes la atención que ampliamente merece. Ahora me parece que si el doctor Manson va a ser alejado de la cuestión de la inhalación, sería una admirable oportunidad para proseguir esta importante cuestión de la fatiga muscular…

Gadsby miró su reloj.

–Tengo un compromiso en la calle Harley, exactamente dentro de treinta y cinco minutos.

Whinney se volvió iracundo hacia él. Su colega Challis lo secundó exclamando: -¡Es una impertinencia intolerable! Parecía que iba a estallar un tumulto.

Pero detrás de sus barbas el amable rostro amarillo de Billy vigilaba la reunión. No se alteraba. Durante cuarenta años había presidido reuniones semejantes. Sabia que lo detestaban y deseaban que se fuese. Pero no se iba…, no se iba nunca. Su enorme cráneo estaba lleno de problemas, fechas, oscuras fórmulas, ecuaciones de fisiología y quimica, de observaciones y proyectos de investigaciones; era un profundo sepulcro abovedado, visitado por fantasmas de gatos descerebrados, iluminado por luz polarizada y teñido de rosa por el gran recuerdo que, cuando niño, Lister le había metido en la cabeza.

–Debo decirles, señores, que ya les he prometido a Lord Ungar y al doctor Bigsby ayudarlas en sus dificultades. Seis meses bastarán, doctor Manson. Quizá un poco más. No carecerá de interés. Lo pondrá a usted, joven, en contacto con hombres y cosas. ¿Recuerda la observación de Lavoisier referente a la gota de agua? ¡Hum, hum! y ahora, en lo referente al examen patológico por el doctor Hope de la muestra de la mina de Wendover en julio último…

A las cuatro, cuando todo había terminado, Andrés ventiló la cuestión con Hope y Gill, en la oficina de este último. La consecuencia de esa reunión, y tal vez de su edad, fué que comenzara a dominar sus impulsos. Ni se precipitaba ni lanzaba sus iracundas interjecciones, sino que se contentaba sencillamente con picotear un limpio papel con una pluma sobre un escritorio del fisco.

–No será tan malo -le dijo Gill a manera de consuelo-.

Significa viajar por todo el país, lo sé, pero eso puede ser más bien agradable. Incluso puede llevar a su señora. Ahora toca Buxton …, esto es, el centro de toda la región carbonífera de Derbyshire. Y al cabo de seis meses podrá comenzar su trabajo de la antracita.

–Nunca logrará la oportunidad -dijo Hope-. ¡Será un fiscalizador de vendajes… para toda la vida!

Andrés tomó su sombrero.

–Lo malo de usted, Hope, es ser demasiado joven.

Se fué a su casa, a ver a Cristina. y el lunes siguiente, al negarse en forma terminante a perder la alegre aventura, compraron un Morris de segunda mano en sesenta libras y partieron juntos a la gran investigación de los elementos de primeros auxilios. Sin duda eran felices mientras el auto corría velozmente por los montañosos caminos en dirección al norte, mientras Andrés, habiendo hecho una representación simiesca de Billy "Botones", guiaba el auto con los pies, diciendo: -¡De todos modos…, qué importa lo que Lavoisier haya dicho de la gota de agua en 1832! ¡Estamos juntos, Cristina!

El trabajo era estúpido. Consistía en la inspección de los elementos de primeros auxilios guardados en las diferentes minas de carbón a través del país: tablillas, vendajes, algodón, antísépticos, torniquetes, y todo lo demás. En las grandes empresas el equipo era bueno; en las pobres, mezquino. La inspección bajo tierra no era una novedad para Andrés. Hizo centenares, recorriendo millas a lo largo de galerías, hasta llegar al carbón para inspeccionar una caja de vendajes cuidadosamente colocada allí media hora antes. En los pequeños pozos del corazón de Yorkshire, alcanzó a escuchar a subadminitradores cuchicheando furtivamente: "Baja corriendo, Geordie, y dile a Alejo que vaya donde el farmacéutico.;." y a renglón seguido: "Tenga la bondad de sentarse, doctor, en seguida lo atenderemos". En Nottingham reconfortó a los hombres de la ambulancia de templanza, diciéndoles que el té frío es un estimulante superior al brandy. En otras partes juró por el whisky. Pero casi siempre hacía el trabajo a conciencia, de modo alarmante. Cristina y Andrés hallaban habitaciones en centros convenientes. Desde alli recorrían el distrito en auto. Mientras él inspeccionaba, Cristina se sentaba a cierta distancia y tejía. Les ocurrían aventuras, por lo común con las dueñas de casas de pensión. Se hacían de amigos, principalmente entre los inspectores de minas. No sorprendía a Andrés que su misión produjera risas locas en estos ciudadanos de cabezas duras y buenos para los golpes. Lo lamentable es que reía con ellos. y luego, en marzo, regresaron a Londres, vendieron el auto en sólo diez libras menos que las pagadas por él, y Andrés se puso a redactar su informe. Había resuelto que la junta viera que su dinero había sido bien invertido, presentarles estadísticas, páginas de índices, planos y gráficos que mostrasen cómo ascendía la curva de las vendas a medida que descendía la de las tablillas. Estaba decidido, le dijo a Cristina, a mostrarles cuán bien había hecho su trabajo y cuán magníficamente todos ellos habían perdido su tiempo.

A fin de mes, cuando hubo entregado a Gill su grueso informe, tuvo la sorpresa de recibir un llamado del doctor Bigsby, del Departamento de la Industria y el Comercio.

–Está complacido con su informe -le dijo zalameramente Gill a Andrés, mientras lo guiaba por Whitehall-. Yo no debería haberle hecho esta confidencia. Es un magnífico comienzo, mi querido amigo.

Usted no tiene idea de la importancia de Bigsby. Tiene en el bolsillo toda la administración industrial.

Les costó algún tiempo para llegar hasta el doctor Bigsby. Tuvieron que aguardar, con el sombrero en la mano, en dos antesalas antes de ser recibidos. Pero allí estaba, por fin, el doctor Bigsby, corpulento y cordial, con un traje gris oscuro y polainas del mismo color más oscuras aún y un chaleco cruzado, febrilmente activo.

–Siéntense, caballeros. Este es su informe, Manson. He visto su estudio y, aun cuando es prematuro hablar de él, debo decirle que me produce buena impresión. Muy científico. Gráficos excelentes. Eso es lo que necesitamos en este departamento. Ahora, como vamos a uniformar los equipos de las fábricas y minas, debe conocer mis ideas. En primer lugar, veo que usted recomienda un vendaje de tres pulgadas como máximo. Ahora bien, yo lo prefiero de dos pulgadas y media. ¿Usted estará conforme, no?

Andrés estaba irritado: pudieran haber sido las polainas.

–Personalmente, por lo que se refiere a las minas, creo que mientras mayor es el vendaje, mejor. Pero no creo que la diferencia sea mucha. – ¿Eh?.. ¿cómo? – enrojeciendo tras las orejas-o ¿Ninguna diferencia?

–No mucha. – ¿Pero no ve usted…, no se da cuenta de que está comprometido todo el principio de uniformación? Si nosotros sugerimos dos pulgadas y media, y usted recomienda tres, puede haber grandes dificultades.

–Entonces recomendaré tres puilgadas – dijo fríamente Andrés.

Se le erizaron los cabellos a Bigsby; era posible verlos, alzándose.

–La actitud suya es difícil de entender. Durante años hemos trabajado por el vendaje de dos pulgadas y media. Pero… claro, no conoce usted mucho estas cuestiones.. – ¡Sí, las conozco! – Andrés perdió también la calma-. ¿Ha estado usted jamás bajo tierra? Yo sí. He efectuado una sangrienta operación, echado de boca sobre un pantano y con una linterna de seguridad, al descubierto. Y le digo redondamente que una mísera diferencia de media pulgada en el vendaje no importa un comino.

Andrés salió del edificio más rápidamente de lo que había entrado, seguido de Gill que se estrujaba las manos y se lamentó todo el camino hasta el Malecón.

De regreso ya en su oficina, Andrés se puso a contemplar ceñudamente el tráfico del río, las calles bulliciosas, los autobuses que corrían, los tranvías que resonaban sobre los puentes, el movimiento de la colmena humana, todo el fluir palpitante de la vida.

"Yo no estoy bien aquí", meditó con creciente impaciencia. "Debería estar allí… allí".

Abbey había dejado de asistir a las reuniones de l. Junta. Y Challis lo había descorazonado hasta el pánico, llevándoJo a almorzar la semana anterior y advirtiéndole que Whinney estaba trabajando activamente en el sentido de conseguir que lo dedicaran a su investigación de la fatiga muscular antes de tocar el problema de la sílicosis. Andrés reflexionó, con un desesperado intento humorístico:

–Si ocurre eso, además de las vendas, podría tomar una tarjeta de lector en el Museo Británico.

Caminando a casa desde el Malecón, se sorprendió mirando con envidía las chapas 'de bronce colocadas en las rejas de las casas de los médicos. Se detenía, miraba a un cliente subir hasta la puerta, tocar el timbre, ser introducido…, y luego, siguiendo pensativamente su camino, imaginaba la escena siguiente: las preguntas, las interrogaciones, la rápida aplicación del estetoscopio, toda la emocionante ciencia del diagnóstico. ¿No era médico también él? A lo menos, hubo un tiempo en que…

Hacia fines de mayo y en este estado de ánimo, iba por la calle Oakley como a las cinco de la tarde, cuando divisó de pronto una multitud apiñada en torno a un hombre tendido en el pavimento. En la cuneta había una bicicleta destrozada y casi encima de ella un camión.

Cinco segundos después estaba Andrés en medio del gentío. observando al herido que, ayudado por un agente de policía, arrodillado, sangraba de una profunda herida en la ingle. – jDéjenme pasar! Soy médico.

El policia, luchando infructuosamente por aplicar un torniquete, miró con rostro confuso.

–No puedo detener la hemorragia, doctor. Viene de muy arriba.

Andrés vió que era imposible hacerlo con torniquete. La herida se internaba demasiado en la arteria ilíaca y el hombre se desangraba.

–Levántese -le dijo al policía- Colóquelo de espalda.

En seguida, poniendo rígido el brazo derecho, se apoyó sobre él enterrando el puño en el vientre del hombre, sobre la aorta desecndente. Todo el peso de su cuerpo, transmitido así a la gran arteria, detuvo inmediatamente la hemorragia. El policía se quitó el casco y se enjugó la frente. Cinco minutos después llegaba la Ilmbulancia.

Andrés fué en ella.

A la mañana siguiente llamaba al hospital. El cirujano respondió en forma brusca, como de costumbre:

–Sí. sí, está cómodo. Mejora. ¿Quién desea saber? – jOh! – murmuró Andrés desde la cabina del teléfono público-.. ¡Nadie!

Y eso, pensó con amargura, traducía exactamente lo que era él: nadie, que no hace nada, que no consigue nada en ninguna parte.

Soportó hasta el fin de la semana y entonces, tranquilamente, sin ostentación, entregó su renuncia a Gill para que la transmitiera a la Junta.

Gill quedó estupefacto, pero reconoció, sin embargo, que lo había inquietado la previsión del triste acontecimiento. Le dirigió a Andrés un pequeño discursito muy pulido, que terminaba así:

"Después de todo, mi querido amigo, me he dado cuenta de que su lugar está… bueno, si se me permite una comparación guerrera… no en la base, sino… en la línea de fuego… con las tropas."

Hope dijo:

–No le haga caso al cultivador de rosas Y aficionado a los pingüinos. Usted es afortunado. y yo lo seguiré si conservo la razón.

.. apenas terminen mis tres años.

Andrés no supo nada de las actividades de la Junta sobre la cuestión de la inhalación del polvo hasta meses después, cuando Lord Ungar agitó dramáticamente el asunto en la Cámara, citando libremente las pruebas médicas aportadas por el doctor Mauricio Gadsby.

Gadsby fué aclamado por la prensa como un benefactor de la humanidad y un gran médico. y ese mismo año la silicosis fué clasificada como una enfermedad industrial.