IV

Martha Cramb era conocida como la "zaguero." de las "chicas" de Laurier's. Vigorosa, sin atractivos, asexual, parecía extraño que fuera una de las empleadas principales de esa tienda única que comerciaba lujosamcnte con trajes elegantes, ropa interior primorosa y pieles tan ricas que sus precios se elevaban a centenares de libras. Sin embargo, la "zaguera" era una vendedora admirable, muy apreciada por los clientes. El hecho era que Laurier's, en su orgullo, empleaba un sistema especial, conforme el cual cada vendedora seleccionaba sus propios clientes, un pequeño grupo de clientes a quienes atendía exclusivamente, estudiaba, "vestía" y para los cuales "reservaba" cosas cuando llegaban los nuevos modelos. La relación era íntima, a menudo se prolongaba por muchos años, y la "zaguera", seria y sincera, tenía grandes condiciones para desempeñarse con éxito.

Era hija de un procurador de Kettering. Muchas de las empleadas de Laurier's eran hijas de modestos profesionales de las provincias o suburbios. Se consideraba un honor ingresar a lo de Laurier's, y llevar el uniforme verde-oscuro del establecimiento. El trabajo abrumador y las malas condiciones de vida que debían soportar a veces las empleadas de las tiendas corrientes, no existían allí, pues las jóvenes eran admirablemente alimentadas, alojadas y cuidadas. El señor Winch, el único vendedor de sexo masculino de la tienda, se preocupaba especialmente de que las jóvenes tuvieran una compañía de respeto. Estimaba particularmente a la "zaguera", con quien tenía a menudo cordiales conferencias. Era un caballero anciano, rosado, maternal, que durante cuarenta años se había ocupado en tiendas de señoras. Se le había gastado el pulgar de tanto palpar ponderativamente las mercaderías y su espalda sufría de calambre crónico a fuerza de inclinarse reverencialmente. Todo lo maternal que pudiera ser, Winch exhibía ante el extraño que entraba a lo de Laurier's, los únicos pantalones en un vasto y bullente mar de feminidad. Tenía ojos poco simpáticos para aquellos maridos que venían con sus esposas a inspeccionar los maniquíes. Conocía a la realeza. Era una institución casi tan grande como Laurier's.

El incidente de la curación de la señorita Cramb causó cierta sorpresa entre el personal. Y el resultado inmediato fué que muchas de las "chicas" se llegaron hasta el consultorio de Andrés, con sus pequeñas dolencias. Entre risas se decían unas a otras que deseaban saber "cómo era el médico de la «zaguera»".

Poco a poco, las jóvenes de Laurier's comenzaron a afluir en mayor número todavía al consultorio de la calle Chesborough. Todas ellas disfrutaban del seguro de enfermedad. La ley las forzaba a atenerse a una lista de médicos, pero con orgullo muy propio de Laurier's se rebelaban contra el sistema. A fines de mayo no era raro que media docena de ellas estuvieran aguardando en el consultorio…, muy elegantes, vestidas según los modelos de sus clientes, con los labios pintados, jovencitas. El resultado fué un considerable aumento en las entradas del consultorio. También una risueña observación de Cristina: -¿Qué haces con ese coro de bellezas, querido? Seguramente habrán confundido nuestra puerta con la del escenario.

Pero la fervorosa gratitud de la señorita Cramb oh, el encanto de esas manos sanas-- sólo comenzaba a manifestarse. Hasta aquí el doctor Mc. Lean, hombre de edad e inofensivo, del Royal Crescent, había sido considerado como el médico semioficial de Laurier's llamado en los casos de urgencia, como por ejemplo, cuando la señorita Twig, de la sastrería, se quemó con una plancha. Pero el doctor Mc. Lean estaba a punto de retirarse, y su socio y sucesor inmediato, el doctor Benton, no era ni de edad ni inofensivo. Los ojos curiosos del doctor Benton y su solicitud demasiado tierna para las jovencitas más hermosas, ya habían dado, a la verdad, sus inquietudes al señor Winch. La señorita Cramil y el señor Winch discutían esos tópicos en sus conferencias, éste asintiendo gravemente con sus manos cruzadas a la espalda cuando la primera insistía en lo inadecuado de Benton y en la presencia de otro profesional en la calle Chesborough, estricto y serio, que se expedía admirablemente sin sacrificar a Thais.

Nada se había decidido, el señor Winch siempre se daba plazo, pero sus ojos brillaban extrañamente cuando corría a atender a una duquesa.

En la primera semana de junio, cuando Andrés ya había llegado a avergonzarse del primitivo desdén con que la mirara, la señorita Cramb le hizo sentir otra manifestación de sus buenos oficios.

Recibió una carta, muy exacta y concisa – una informalidada tal como la de un llamado telefónico no hubiera convencido a la autora, lo comprendió después él-, en la que le pedía fuera al día siguiente, martes, lo más cerca posible de las once, al NQ 9 de park Gard,ens, para atender a la señorita Winifred Everett.

Cerrando temprano su consultorio, salió para hacer esta visita con una sensación optimista. Era la primera vez que lo llamaban fuera de la modesta vecindad en que hasta el momento se había circunscrito su trabajo profesional. Park Gardens era un hermoso grupo de casas, no del todo modernas, pero grandes y sólidas, con una hermosa vista sobre el Hyde Park. Llamó en el N9 9, lleno de nerviosidad, con la extraña convicción de que al fin había encontrado su oportunidad.

Una criada de edad lo hizo entrar. La habitación era espaciosa, tenía muebles antiguos, libros y flores, y le recordó a Andrés el salón de la señora Vaughan. Al entrar sintió que su previsión era acertada. Se volvió al aparecer la señorita Everett, que lo estudió con la mirada.

Era una mujer bien hecha, de unos cincuenta años, de pelo oscuro y tez pálida, severamente vestida, con un aire de entera seguridad.

Comenzó al momento, en un tono mesurado:

–He perdido a mi médico, desgraciadamente, pues tenía gran fe en él. La señorita Cramb me lo recomendó a usted. Es una criatura muy leal y tengo confianza en ella. Conozco sus antecedentes. Son buenos. – Se detuvo, inspeccionándolo abiertamente, escrutándolo. Tenía el aspecto de una mujer bien alimentada, bien cuidada, que no toleraría que ni uno solo de sus dedos careciera de la debida inspección de la cutícula. Luego, precavidamente-: Creo que acaso usted pueda convenirme. Habitualmente me coloco una serie de inyecciones por esta época del año. Padezco de fiebre interminente. Usted sabe todo lo concerniente a este mal, supongo.

–Sí -respondió él-. ¿ Qué inyecciones se aplica?

Ella mencionó el nombre de una preparación muy conocida. – Mi antiguo médico me las recetó. Les tengo gran fe. – ¡Oh, bien!

Irritado por el tono de la dama, estuvo a punto de decirle que el infalible remedio de su infalible médico era inservible, que había conseguido su popularidad gracias a una hábil propaganda de la firma productora y a la falta de polen en la mayoría de los veranos ingleses.

Pero se reprimió con un esfuerzo. Había una lucha entre sus convicciones y tódo lo que deseaba alcanzar. Pensó receloso: "Si yo dejo escapar esta oportunidad, después de todos estos meses, soy un necio". Le contestó:

–Creo que puedo aplicarle las inyecciones como el mejor.

–Muy bien. Y ahora sus honorarios. Nunca le pagaba al doctor Sinclair más de una guinea por visita. ¿Puedo contar con que usted aceptará esta proposición?. ¡Una guinea por visita…, el triple del mayor honorario que jamás había recibido! Y algo más importante todavía: representaba su primer paso entre esta clientela superior que había estado anhelando todos estos meses. Una vez más sofocó la inmediata protesta de sus convicciones. ¿Qué importaba que las inyecciones fueran inútiles?.., eso era asunto de ella, no de él. Estaba harto de fracasos, cansado de ser un peón de a tres chelines y seis peniques. Quería mejorar de situación, triunfar. Y triunfaría a cualquier precio.

Al día siguiente acudió nuevamente a las once en punto. Ella lo había prevenido, con su severo tono, contra el más ligero atraso. No quería que le interrumpieran su paseo de la mañana. Andrés le administró la primera inyección. Y en adelante acudió dos veces por semana, prosiguiendo el tratamiento.

Era puntual, exacto como ella, y nunca se jactaba. Era casi divertida la forma en que gradualmente fué confiando en él. Winifred Everett era una mujer extraña y de una personalidad sumamente acentuada. Bien que rica -su padre había sido un gran industrial de cuchillería en Sheffield y todo el dinero que había heredado estaba bien invertido en títulos de la deuda pública-, se esmeraba en sacar el máximo de utilidad a cada penique. No era sordidez, sino más bien una extraña forma de egoísmo. Se convertía en el centro de su universo, le daba el más prolijo cuidado a su cuerpo aún blanco y hermoso, y se sometía a toda clase de tratamientos que se imaginaba podían hacerle bien. Lo quería todo de lo mejor. Como poco, pero sólo los platos más exquisitos. Cuando. en la sexta visita de Andrés se dió el gusto de ofrecerle un vaso de Jerez, él observó que era Amontillado de 1819. Se vestía en lo de Laurier's. Su ropa de cama era lo más primoroso que hubiera visto Andrés. Y con todo esto, sin embargo, nunca desperdiciaba a sabiendas ni un cuarto de penique.

Manson no se hubiera podido imaginar jamás a la señorita Everett dándole media corona al chófer de un taxi sin antes mirar atentamente el marcador.

Debiera aborrecerla; por una razón extraña, sin embargo, no lo hacía. Ella había elevado su egoísmo a la condición de una filosofía.

Y de este modo era extraordinariamente sensible.. Le recordó exactamente a Andrés la mujer de un viejo cuadro holandés, un Terborch, que había visto un día con Cristina. Tenía el mismo cuerpo grande, la misma piel suave, la misma boca desagradable, pero sensual.

Cuando Winifred vió que Andrés iba a convenirle, según su misma frase, se mostró mucho menos reservada. Era para ella una ley tácita el que la visita del médico durara veinte minutos, pues de otro modo le parecía que no le había exprimido todo su valor. Pero al cabo de un mes él la extendía a media hora. Conversaban juntos. El le refirió su deseo de éxito. Ella aprobó. Su ámbito de conversación era limitado. Pero el ámbito de su parentela, era ilimitado, y de ella le hablaba por lo general. Le hablaba frecuentemente a Andrés de su sobrina, Catalina Sutton, que vivía en Derbyshire y venía a menudo a la ciudad, ya que su marido, el capitán Sutton, era miembro del Parlamento, en representación de Barnwell.

–El doctor Sinclair solía atenderlos -observó Winifred, afectando indiferencia-. No veo por qué no lo haría usted ahora.

En su última visita ella le dió otro vaso de su Amontillado, y le dijo muy agradablemente:

–Odio recibir cuentas. Permítame que nos arreglemos ahora -y le pasó un cheque doblado, por doce guineas-. Por supuesto que pronto lo llamaré de nuevo. Acostumbro a aplicarme una vacuna antigripal en el invierno.

Lo acompañó hasta la puerta del departamento y allí se detuvo un instante, iluminándosele ligeramente el rostro en lo más próximo a una sonrisa que jamás le hubiera visto Andrés. Mas pasó rápidamente, y mirándolo con aire admonitorio, le dijo:

–Siga el consejo de una mujer de bastante edad para ser su madre. Vaya a lo de un buen sastre. Al sastre del capitán Sutton…, Rogers, en la calle Conduit. Usted me ha manifestado lo mucho que desea triunfar. Nunca lo conseguirá, vestido en esa forma.

Andrés se alejó maldiciénclola a su antigua manera apasionada, sintiendo que todavía le quemaba la frente la impertinencia. ¡Vieja perra intrusa! ¿Qué le importaba a ella? ¿Qué derecho tenía a decirle cómo debería vestirse? ¿Lo tomaba por un perrillo faldero? Eso era lo peor de los compromisos, de la sumisión a las convenciones. Sus pacientes de Paddington le pagaban sólo tres chelines y seis peniques, pero no le pedían que fuera un maniquí de sastres. En lo futuro se limitaría a ellos, pero sería dueño de sí mismo.

Mas el mal humor se disipó. Era enteramente cierto que jamás había puesto el menor interés en sus ropas, que un traje cualquiera siempre le había servido excelentemente, lo había cubierto y protegido del frío sin elegancia. Cristina, asimismo, aunque tan correcta, nunca se preocupaba de los vestidos. Se sentía dichosa con una pollera de paño escocés y una blusa de lana tejida por ella misma.

Mentalmente hizo un inventario de sí mismo, de sus viejos y estrambóticos pantalones arrugados, manchados de lodo en los bordes. Después de todo, pensó, ella tiene toda la razón. ¿Cómo puedo conquistar pacientes acomodados con este aspecto? ¿Por qué no me lo habrá dicho Cristina? i Es misión suya, no de esa vieja Winihed! ¿Cuál fué el nombre que me dió?.. ¡Rogers, de la calle Conduit! Demonios, iré.

Había recuperado el ánimo cuando llegó a su casa. Extendió el cheque ante los ojos de Cristina. – ¡Mira, queridita! ¿Recuerdas cuando llegué corriendo con aquellos míseros tres chelines y pico del consultorio? jBah! Esto sí que es verdadero dinero, au-tén-ti-cos honorarios, como debe gan arIos un doctor en medicina y distinguido M.R.C.P. Doce guineas por conversarle amablemente a Winifred la tonta, inyectándola inofensivamente con Eptone de Glickert. – ¿Qué es eso? – preguntó Cristina riendo. Pero inmediatamente se puso pensativa-. ¿No es eso lo que te he oído criticar tanto?

Se le alteró el semblante a Andrés, la miró sombríamente, desconcertado por completo. Cristina le había hecho la única observación que no hubiera querida escuchar. Al instante se sintió malhumorado, no consigo mismo, sino con ella. – ¡Vaya; Cristina! Nunca estás satisfecha. – Dió media vuelta y salió de la pieza. Todo el resto del día estuvo sombrío. Pero al día siguiente se alegró de nuevo, y fué a lo de Rogers, a la calle Conduit.

V

Andrés se sentla orgulloso corno un colegial cuando, quince días después, descendió con uno de sus dos trajes nuevos. Era un gris oscuro, cruzado, que por sugestión de Rogers usaba con un cuello de puntas vueltas y una corbata de lazo, oscura, que hacía juego con el traje. Sin duda, el sastre de la calle Conduit conocía su oficio, y el nombre del capitán Sutton había hecho que trabajara a conciencia.

Ocurrió que esa mañana Cristina no se sentía bien. Le dolía la garganta y se había envuelto protectoramente el cuello y la cabeza con su vieja bufanda. Se servía el café cuando de prónto surgió ante ella la figura deslumbradora de Andrés. Por un instante se quedó demasiado aturdida para hablar. – ¡Vaya, Andrés! – murmuró-. Estás estupendo. ¿Vas a alguna parte? – ¿Ir a alguna parte? Vaya mis visitas, a mi trabajo. por supuesto.

–Su engreimiento le hizo sentirse audaz. ¡Bien! ¿Te gusta?

–Sí -contestó ella, no lo bastante pronto para agradarle-. Estás sumamente elegante, pero… -sonrió- en cierto modo parece que no eres tú.

–Preferirías verme como un vagabundo, quizá.

Ella enmudeció y su mano, al alzar la taza, se contrajo súbitamente de tal modo que los nudillos se le pusieron blancos. "¡Ah, pensó él, no tiene qué contestar!".

Terminó el desayuno y entró a la sala de consultas.

Cristina lo siguió cinco minutos después, con la bufanda todavía alrededor del cuello, indecisa e implorante la mirada. – ¡QueridO! – le dijo-, por favor, no me entiendas mal. Me alegra verte con tu traje nuevo. Quiero que lo tengas todo, todo lo que necesites. Siento haber dicho eso hace un momento: pero, tú ves…, estoy acostumbrada a ti… i oh!, es terriblemente difícil explicarlo… , pero siempre te he identificado con…, ¡por favor, no me interpretes mal!…, con alguien a quien no le importa lo que parece o lo que piensa la gente a su respecto. ¿Recuerdas aauella cabeza de Epstein que vimos?.. No hubiera parecido la misma si…, ¡oh!, si hubiera sido afeitada y acicalada.

Andrés respondió secamente:

–Yo no soy una cabeza de Epstein.

Cristina no respondió. Ultimamente había sido dificil razonar con Andrés, y ahora herida por esta incomprensión, no supo qué decir. Todavia vacilante, se alejó.

Tres semanas después, cuanclo la sobrina de la señorita Everett vino a pasar unas pocas semanas en Londres, Andrés fué recompensado por su dócil observancia de los consejos de la dama.

Con un pretexto la señorita Everett lo llamó a Park Gardens, donde lo examinó, otorgándole su severa aprobación. Casi pudo verla Andrés adoptándolo como candidato digno de sus recomendaciones. Al día siguiente recibió un llamado de la señora Sutton, que, ya que el mal parecia estar en la familia, deseaba el mismo tratamiento de la fiebre intermitente que su tía. Esta vez no tuvo remordimiento alguno de inyectarle el inútil Eptone de los útiles señores Glickert. Le produjo excelente impresión a la señora Sutton. Y antes del fin de mes era llamado por una amiga de la señorita Everett que también ocupaba un departamento en Park Gardens.

Andrés estaba sumamente contento de sí mismo. Ganaba, ganaba, ganaba. En su violento anhelo del éxito se olvidó de cuán opuesto era su progreso a todo cuanto había creído hasta aquí. Su vanidad se había despertado. Se sentía animado y optimista. No se paraba a meditar en que esta rodante bola. de nieve de su clientela "acomodada" había sido empujada, en primer término, por una alemanita gordinflona detrás del mostrador de una pequeña fiambreria, cerca dei vulgar Mercado de Mussleburgh. A la verdad, casi antes de que en absoluto hubiera tenido tiempo de reflexionar, la bola de nieve dió otro salto cuesta abajo… y otra oportunidad más emocionante aún se le ofreció a su avidez.

Una tarde de junio, en esa hora lacia que va de las dos a las cuatro, en que no ocurría normalmente nada de importancia, estaba sentado en su consultorio, computando las entradas del último mes, cuando de pronto sonó el teléfono. Tres segundos y estaba al lado del aparato.

–Si, si, habla el doctor Manson.

Escuchó una voz angustiada y palpitante:

–Ah, doctor Manson! Siento verdadero alivio de encontrarlo.

Usted habla con Winch…, de Laurier's. Le ha ocurrido un pequeño incidente a una de nuestras clientas. ¿Podría venir al instante?

–Estaré allí dentro de cinco minutos.

Colgó el auricular y corrió en busca del sombrero. Salió apresuradamente y saltó a un ómnibus N9 15. A los cuatro minutos y medio había atravesado las puertas giratorias de Laurier's', recibido por la angustiada señorita Cramb y escoltado sobre superficies tersas de alfombra verde, teniendo que pasar frente a espejos dorados y panneaux, contra los cuales podía verse, como por casualidad, un pequeño sombrero en su percha, una bufanda de encaje, un abrigo de noche, de armiño. Mientras ellos se deslizaban rápidamente, la señorita Cramb le explicó:

–Es la señorita Le Roy, doctor Manson. Una de nuestras clientes. No mia, gracias a Dios, pues siempre da mucho que hacer.

Pero, doctor Manson, usted ve, yo le hablé al señor Winch de usted… -¡Gracias! – dijo bruscamente. Todavia podía ser brusco en ciertas oportunidades-. ¿Qué ha ocurrido?

–Parece que ha tenido…, ¡oh, doctor Manson!…, que ha tenido un ataque en el probador.

En lo alto de la ancha escalera la señorita Cramb condujo a Andrés ante el señor Winch, que, sonrojado en su agitación, le dijo:

–Por aquí, doctor, por aquí…; espero que pueda hacer algo. Es una terrible desgracia…

En la sala de pruebas, tibia, exquisitamente tapizada en un matiz verde muy pálido, con artesonados dorados y verdes, había una multitud de chicas vocingleras, una silla dorada patas arriba, una toalla por el suelo, un vaso de agua derramada, una batahola de los diablos. Y allí, como centro de todo, la señorita Le Roy, la dama del ataque. Yacía en el suelo, rígida, apretando espasmódicamente las manos y atiesando súbitamente los pies. De cuando en cuando le brotaba de la apretada garganta un chillido forzado y atemorizador.

Al entrar Andrés con el señor Winch, una de las vendedoras de más edad del grupo rompió a llorar.

–No fué por culpa mía -sollozó-. Sólo le hice ver a la señorita Le Roy que era el modelo escogido por ella misma…

–Oh queridita, por Dios! – exclamaba Winch-. Esto es espantoso, espantoso. ¿Llamaré a la ambulancia?

–No, no todavía -dijo Andrés, con su tono acostumbrado.

Se inclinó hacia la señorita Le Roy. Era muy joven, de unos veinticuatro años, de ojos azules y pelo sedoso muy claro, desparramado bajo su oblicuo sombrero. Su rigidez, sus espasmos convulsivos iban en aumento. Al otro lado de ella estaba de rodillas otra mujer, de ojos obscuros, al parecer, su amiga.

–Oh, Toppy, Toppyl – seguía murmurando.

–Por favor, despejen la hal1itación -dijo de pronto Andrés-.

Querría que salieran todos… -sus ojos se posaron sobre la joven morena-, salvo esta señora.

Las chicas se fueron, algo contraríadas… Había sido una verdadera diversión el asistir al ataque de la señorita Le Roy. Incluso se retiraron la señorita Cramb y el señor Winch. En cuanto hubieron salido, las convulsiones se tornaron espantosas.

–Es un caso sumamente serio – dijo Andrés, hablando de modo muy distinto.

La señorita Le Roy giró los ojos hacia él. – Tenga la bondad de alcanzarme una silla.

La otra mujer enderezó la silla derribada en el centro de la pieza. En seguida, muy lentamente y con la mayor suavidad, sosteniéndola por la axilas, Andrés sentó a la convulsa señorita Le Roy.

Le mantuvo erguida la cabeza. – ¡Míreme! – dijo con mayor suavidad aún. Luego, con la palma de la mano le aplicó un resonante golpe en la mejilla. Era su acción más enérgica de muchos meses, y siguió siéndolo, ¡ayl, por muchos meses todavía.

La señorita Le Roy dejó de chillar, cesó el espasmo, sus ojos extraviados se enderezaron por sí solos. Miró a Andrés con asombro infantil y doloroso. Antes de que pudiera reincidir, Andrés· le dió una nueva fuerte palmada en la otra mejilla: ¡pam! La angustia del rostro de la señorita Le Roy éra divertida. Se estremecía, parecía a punto de chillar de nuevo, y en seguida comenzó a quejarse suavemente.

Lloró, volviéndose a su amiga:

–Quiero regresar a casa, querida.

Andrés miró como excusándose a la dama joven y morena, que ahora lo miraba con extraordinario interés, aunque contenido.

–Lo siento mucho -murmuró-. Era la única manera. Histeria , espasmos de manos y pies. Podía haberse hecho daño Yo no tenía anestésico ni nada. Y, en todo caso, ha surtido efecto.

–Sí…, ha surtido efecto.

–Déjela que grite -dijo Andrés-. Buena válvula de escape.

Dentro de pocos minutos estará enteramente bien.

–Espere, sin embargo… Usted debe acompañarla a su casa.

–Muy bien – dijo Andrés, con el más grave tono profesional.

Al cabo de cinco minutos, Toppy Le Roy estuvo en condiciones de arreglarse el rostro, larga operación. interrumpida por unos sollozos inconexos. – ¿No estoy demasiado fea, verdad? – le preguntó a su amiga.

De Andrés no se preocupó en absoluto.

En seguida abandonaron el probador y su paso por la larga sala de exhibiciones causó sensación. El espanto y el alivio dejlaron casi sin habla al señor Winch. No sabía, no sabría nunca cómo había ocurrido esto, cómo habían hecho andar a la convulsa paralítica. Los siguió, balbuceando palabras deferentes. Al salir Andrés por la puerta principal, detrás de las dos damas, le dió un caluroso apretón de manos.

El taxi los llevó por la calle Bayswater en dirección a Marble Arch. No hubo siquiera intento de hablar. La señorita Le Roy estaba ahora huraña, como una niña mimada que ha sido castigada y continuó con sollozos ahogados; de cuando en cuando se contraían involuntariamente los músculos de la cara y las manos. Ahora que se la podía ver en forma más normal, era muy delgada y casi bonita. Su vestido era hermoso, pero, no obstante, a Andrés le pareció exactamente un pollito recién salido del cascarón, por el que pasaran periódicamente corrientes eléctricas. El mismo estaba nervioso, consciente de la delicada situación y, sin embargo, dispuesto a aprovecharla plenamente.

El taxi dobló por Marble Arch, corrió a lo largo de Hyde Park y, tomando a la izquierda, se detuvo frente a una casa de la Green Street. Casi en un instante estaban dentro. La mansión dejó con la boca abierta a Andrés, que no se había imaginado jamás algo tan suntuoso.El amplio corredor de madera de pino, el saloncito resplandeciente de jade, las sillas de laca de un dorado rojizo, los amplios canapés, la única y extraña pintura colocada en un valioso marco, los pisos cubiertos de finísimas pieles.

Toppy Le Roy se echó en un sofá de cojines de seda, ignorando todavía a Andrés, quitándose el sombrero, que tiró al suelo, – Llama, querida, necesito beber. Gracias a Dios, papá no está en casa.

Rápidamente un criado trajo cocktails. Cuando se hubo ido, la amiga de Toppy miró pensativamente a Andrés, casi con una sonrisa.

–Creo que debemos explicarnos con usted, doctor. Todo ha sido tan precipitado. Soy la señora Lawrence. Toppy, aquí presente, la señorita Le Roy, tuvo un altercado con motivo de un vestido que se está haciendo confeccionar especialmente para el baile de beneficiencia de los artistas, y… ¡bueno!…, ha tenido mucho que hacer últimamente; es una personita muy nerviosa, y en resumidas cuentas, aunque se halla muy enojada con usted, ambas le estamos enormemente agradecidas por habernos acompañado hasta aquí. Y voy a tomarme otro cocktail.

–Yo también -dijo. Toppy, de mal humor-. ¡Esa maldita mujer de Laurier's! Le diré a papá que vaya y haga que la echen. No, no, no lo haré! – Mientras se tomaba su segundo cocktail se dibujó lentamente sobre su rostro una sonrisa de agradecimiento. En todo caso, les di algo que hacer, ¿no, Francisca? Me puse sencillamente salvaje. Esa expresión del rostro del viejo Mam Winch era divertidísima.

–Su flaco cuerpecito se sacudió de risa. Su mirada se cruzó con la de Andrés, sin malevolencia-. Ríase no más, doctor. Fue algo divertidísimo.

–No, no creo que fuera tan divertido -Andrés hablaba rápidamente, deseoso de explicarse, de fijar su posición, de convencerla de que aún estaba enferma-. Usted tuvo realmente un grave ataque. Siento haber tenido que tratarla como lo hice. Si hubiese tenido un anestésico se lo habría dado. Mucho menos molesto para usted. Y le ruego no suponga en modo alguno que yo crea en su deliberado propósito de prolongar aquel ataque. La histeria… sí, porque fué eso, es un síndrome definido. La gente no debiera tener tal indiferencia respecto de ella. Es una enfermedad del sistema nervioso. Usted ve, está extremadamente fatigada, señorita Le Roy; todos sus gestos están alterados, se halla sumamente nerviosa.

–Es perfectamente cierto -asintió Francisca Lawrence-.

–Has trabajado demasiado últimamente, Toppy. – ¿Me hubiera dado efectivamente cloroformo? – le preguntó Toppy a Andrés, con infantil extrañeza-. Habría sido divertido.

–Pero, seriamente, Toppy -dijo la señora Lawrence-, desearía que te mejoraras.

–Hablas como papá -dijo Toppy, perdiendo su buen humor.

Hubo una pausa. Andrés había terminado su cocktail. Dejó el vaso sobre la repisa de pino tallado, que estaba detrás de él. Le pareció que no tenía nada más que hacer allí.

–Bueno -dijo-, debo continuar mi tarea. Tenga la bondad de seguir mi consejo, señorita Le Roy. Coma cosas ligeras, acuéstese y, ya que no puedo prestarle otro servicio, llame a su propio médico mañana. Adiós.

La señora Lawrence lo acompañó hasta la puerta, con un modo tan pausado, que él se vió obligado a moderar la precipitación de su salida. Era alta y delgada, con hombros más bien altos y cabeza pequeña y elegante. En su pelo obscuro hermosamente ondeado, unas cuantas hebras grises le daban una curiosa distinción. Sin embargo, era muy joven, no tendría más de veintisiete años, estaba seguro. A pesar de su altura, tenía estructura delicada, sus muñecas especialmente eran pequeñas y hermosas, y su figura íntegra a la verdad parecía flexible, exquisitamente templada, como la de un esgrimista. La dama le tendió la mano, fijos en él sus ojos castañoverdosos, con aquella sonrisa suave, cordial, serena.

–Sólo quería decirle cuánto admiro su nuevo método de tratamiento -se contrajeron sus labios-. No lo abandone por nada. Creo que le proporcionará grandes éxitos.

Caminando por la Street Green para tomar un autobús, vió con gran asombro que eran cerca de las cinco. Había pasado tres horas en compañía de esas dos mujeres. Tenía derecho a cobrar un subido honorario. Y, sin embargo, a pesar de este pensamiento alentador -tan sintomático de su nuevo y audaz modo de ver las cosas-, se sentia confundido, extrañamente descontento. ¿Había sacado realmente todo el partido de la oportunidad? Parecía haber agradado a la señora Lawrence. Pero nunca se podía estar seguro con gente como ésa. i Qué casa tan maravillosa, además! De pronto se mordió los labios exasperado. No sólo no había dejado su tarjeta, sino que había olvidado decirles quién era. Al tomar asiento en el autobús repleto, junto a un anciano obrero de sucio overall, se censuró acerbamente por haber dejado escapar esa magnífica ocasión.