El 19 de abril, cuando se firmó el contrato, Hamsan lo acompañó al ir a tomar posesión. Freddie se había mostrado extraordinariamente servicial en todos los preliminares y le había encontrado una útil enfermera, amiga de la mujer a quien empleaba en Queen Anne Street.
La enfermera Sharp no era hermosa. De edad mediana, tenía una expresión amarga, como de pena contrariada, pero inteligente. Freddie la definió concisamente:
–Lo que más le daña a un profesional joven es una enfermera hermosa. Sabes lo que quiero decir, viejo. Las diversiones son diversiones y los negocios, negocios. Y no pueden conciliarse. A ninguno de nosotros nos conviene. Eres un mozo lo bastante perspicaz para comprenderlo. En realidad, tengo la certeza de que felizmente vamos a acercarnos, ahora que te has trasladado a mi barrio.
Mientras Freddie y Andrés discutían el arreglo de la habitación, apareció inesperadamente la señora Lawrence. Pasaba al azar y venía, alegremente, a juzgar su elección. Tenía un modo simpático de presentarse como por casualidad, de no parecer jamás indiscreta.
Ahora estaba singularmente encantadora, con una pollera y un abrigo negros, y una riquísima gargantilla color café. No se quedó mucho tiempo, pero dió ideas, sugestiones para el decorado, para las cortinas; que debían colocarse en la ventana y detrás del escritorio, de mucho mejor gusto que los vulgares diseños de Freddie y Manson. Privada de su animadora presencia, la habitación pareció repentinamente vacía.
Freddie murmuró:
–Si he visto algún hombre afortunado, eres tú. Es apetitosa. – Sonrió envidiosamente-. ¿Qué dijo Gladstone en 1980 tocante a la manera más segura de impulsar la carrera de un hombre?
–No sé adónde vas.
Sin embargo, cuando el cuarto estuvo listo, Andrés tuvo que convenir con Freddie, y con Francisca, que llegó a ver su idea realizada, que daba la nota justa: moderna y, no obstante, profesionalmente correcta. Tres guineas por consulta parecia un honorario justo y razonable en esos alrededores.
Al principio no tuvo muchos pacientes. Pero a fuerza de escribir cortésmente a cuanto médico le enviaba enfermos al Victoria cartas referentes, naturalmente, a estos enfermos de hospital y sus síntomas-, pronto dispuso de una red que se extendía a todo Londres, la que comenzó a enviarle pacientes a su puerta. Era ahora un hombre muy ocupado, que viajaba como un relámpago en su nuevo y lujoso coche entre Chesborough Terrace y el Victoria, entre el Victoria y la calle Welbeck, con muchas visitas además, y su consultorio siempre lleno, en el que frecuentemente permanecía hasta las diez de la noche.
El tónico del éxito lo estimulaba para todo, corría por sus venas como un generoso elixir. Halló tiempo para ir a lo de Rogers a hacerse confeccionar otros tres trajes, y luego a lo de un camisero de Jermyp Street, que le había recomendado Hamson. En el hospital aumentaba su popularidad. Es verdad que disponía de menos tiempo que consagrar a su trabajo con los enfermos externos, pero se decía a sí mismo que lo que sacrificaba en tiempo lo ganaba en pericia. Aun para con sus amigos se revistió de una brusquedad de hombre apurado, más bien simpática, con su fácil sonrisa: "Tengo que trabajar, viejo, apresurarme lo más posible."
Un viernes por la tarde, cinco semanas después de su instalación en la calle Welbeck, una dama de edad vino a consultarlo por su garganta. No tenía más que una simple laringitis, pero era una personita molesta y parecía ansiosa de una segunda opinión. Algo herido en su amor propio, Andrés reflexionó a qué médico la enviaría.
Era ridículo que le fuera a quitar su tiempo a un hombre como sir Robert Abbey. De pronto se le iluminó el rostro al pensar en Hamson, que estaba a la vuelta de la esquina. Este había sido extremadamente gentil con Manson últimamente. Podría "embolsarse" las tres guineas tan bien como algún extraño desagradecido. Andrés la envió con una esquela a Freddie.
Tres cuartos de hora más tarde regresó, con un aire enteramente distinto, tranquilizada y satisfecha de sí misma, de Freddie y, sobre todo, de Manson.
–Excúseme de que vuelva, doctor. Sólo deseaba agradecerle por la molestia que le he causado. Vi al doctor Hamson y confirmó todo lo que usted me había dicho. Y me dijo que la receta que usted me había dado era sencillamente inmejorable.
En junio le extrajeron las amígdalas a Sybil Thornton. Estaban en cierto grado dilatadas y últimamente, en el.Tournal, se había sugerido que la absorción tonsilar tuviera relaciones con la etiología del reumatismo. Ivory efectuó la extirpación con tediosa prolijidad.
–Prefiero ser lento con estos tejidos linfáticos -le dijo a Andrés, mientras se lavaban. Me atrevo a decir que usted ha presenciado extirpaciones rápidas. Yo no trabajo así.
Cuando Andrés recibió su cheque de Ivory -de nuevo llegó por correo-, Freddie estaba con él. Frecuentemente se visitaban en sus respectivos consultorios.
Hamson lo había compensado inmediatamente, enviándole una hermosa gastritis a cambio del caso de laringitis. Por este tiempo, ya varios pacientes habían recorrido el camino, portadores de notas, entre las calles Welbeck y Queen Anne.
–Manson, me alegro de que hayas abandonado tu vieja posición de perro del hortelano, de puritano -le observó Freddie-. Aun ahora no le estás exprimiendo todo el jugo a la naranja _ miró el cheque por encima del hombro de Andrés-. Unete conmigo, muchacho, y tendrás un banquete más suculento.
Andrés tuvo que reírse.
Al regresar a casa aquella tarde, iba extraordinariamente contento. Encontrándose sin cigarrillos, se detuvo y entró a una cigarrería de la calle Oxford. Al salir vió a una mujer que curioseaba en una vidriera vecina. Era Blodwen Page.
Aunque la reconoció inmediatamente, parecía muy distinta do la dinámica matrona de Bryngower. Ya no era vigorosa, se inclinaba pesadamente, y cuando él la habló, lo miró apática e indiferente, – ¿La señorita Page…, debo decir la señora Rees? ¿No se acuerda de mí? El doctor Manson.
Ella lo observó, advirtió su correcto vestir y aire próspero.
Dijo, suspirando lentamente:
–Lo recuerdo, doctor. Supongo que le va muy bien. Luego, como temerosa de permanecer allí, se volvió hacia donde, unos metros más allá, la esperaba impacientemente, un hombre alto y calvo. Terminó atemorizada-: Tengo que irme, doctor. Mi marido me espera.
Andrés observó la precipitación de Blodwen para irse y vió cómo los labios de Rees se movían para formular un reproche.-"¿Qué es eso…, haciéndome esperar?"- mientras ella agachaba sumisamente la cabeza. Por un instante sintió Andrés que se posaban en él los ojos fríos del administrador de Banco. Después la pareja avanzó y desapareció entre la multitud.
Andrés no se pudo quitar el cuadro de su vista. Cuando llegó a su casa encontró a Cristina en la pieza de la calle, tejiendo, con el té -que había pedido al sentir el ruido del auto- en una bandeja. Andrés la miró sondeándola. Quería referide el incidente, anhelaba poner fin a ese período de tensión. Pero cuando había aceptado una taza de té, y antes de que pudieran hablar, ella lo hizo tranquilamente:
–La señora Lawrence llamó de nuevo esta tarde. No dejó recado.
–Oh! – él enrojeció-. ¿Qué quiere decir "de nuevo"?
–Es la cuarta vez que te llama en la semana.
–Bien, ¿y qué?
–Nada. No quiero decir nada.
–Tu modo de mirar… Yo no puedo evitar que me llame.
Cristina callaba, con los ojos inclinados sobre su tejido. Si Andrés hubiera podido ver la tormenta que se agitaba en ese pecho aparentemente tranquilo, no habria perdido la calma, como le ocurrió.
–Con ese modo que te gastas, deberás pensar que soy un bígamo.
Ella es una mujer enteramente correcta. ¡Vaya! Su marido es uno de mis mejores amigos. Son gente encantadora. ¡Oh, demonio!…
Se tomó de un sorbo el resto del té y se levantó. Sin embargo, al momento de salir ya estaba arrepentido. Se fué al consultorio, encendió un cigarrillo, reflexionando en que las cosas -iban de mal en peor entre él y Cristina. Y no quería que empeorasen. Su distanciamiento creciente lo irritaba y deprimía; era la única nube en el cielo diáfano de su éxito.
Cristina y él habían sido idealmente felices en su vida matrimonial. El inesperado encuentro con la señora Page le había traído una ráfaga de dulces e inefables recuerdos de su noviazgo en Drineffy. Ya no la idolatraba como en otro tiempo, pero, a pesar de todo, la quería.
Acaso la había herido una o dos veces últimamente. De pie allí sintió un repentino deseo de reconciliación, de complacerla, de halagarla.
Pensó mucho. De pronto brilló una idea en sus ojos. Miró su reloj, vió que le quedaba media hora justa antes de que cerrase Laurier's. Un minuto después estaba en su auto, en camino para entrevistarse con la señorita Cramb.
Cuando Andrés le mencionó su deseo, ésta se puso inmediata y entusiastamente a sus órdenes. Conversaron muy seriamente, y luego pasaron al departamento de pieles, donde examinó varias. La señorita Cramb las acariciaba con dedos expertos, señalando el lustro, el plateado, todo lo que sobresalía en cada piel en particular. Una o dos veces se mostró gentilmente en desacuerdo con los gustos de Andrés, indicándole nerviosamente cuáles eran de verdadera calidad.
Finalmente eligió unas y ella aprobó cordialmente. En seguida fué en busca del señor Winch y regresó para explicar, radiante:
–Dice el señor Winch que puede llevárselas al costo -nunca palabra como "al por mayor" había profanado los labios de una empleada de Laurier's-. Son cincuenta y cinco libras, y es lo que realmente valen, puede creérmelo, doctor. Son pieles hermosas, hermosas. Su señora se sentirá orgullosa de llevarlas.
El sábado siguiente, a las once, Andrés tomó la caja verdeoliva, con la marca inimitable aristocráticamente grabada sobre la tapa, y fué al salón. – ¡Cristina! – llamó-o Ven un momento.
Ella estaba arriba, ayudándole a hacer las camas a la Bennet pero bajó al instante, un poco jadeante, algo intrigada por el llamado. – ¡Mira, querida! – ahora que llegaba el instante crítico, Andrés sintió una turbación casi sofocante-. Te he comprado esto, Sé…, sé que no nos hemos entendido muy bien últimamente, pero esto debe mostrarte…
Se interrumpió, y como un colegial le alargó la caja. Cristina estaba muy pálida al abrirla. Las manos le temblaban sobre el cordel.
Luego dió un grito de estupor: -¡Qué pieles maravillosas!
Allí, sobre el papel de seda, había dos zorros plateados, dos pieles primorosas unidas a la moda, formando una sola pieza. Andrés las tomó rápidamente, acariciándolas como lo había hecho la señorita Cramb, hablando con voz alterada: -¿Te gustan, Cristina? Pruébatelas. La buena "zaguera" me ayudó a elegirlas. Son absolutamente de primera calidad. No había mejores. Y también valiosas. Tú les ves ese brillo y la mejor marca atrás, que es lo que hay que considerar especialmente.
Corrían lágrimas por las mejillas de Cristina. Se volvió hacia él, fuera de si:
–Me amas, ¿verdad, querido? Eso es lo único que me importa en el mundo.
Tranquilizada al fin, se probó las pieles. Eran magníficas. Andrés no acababa de admirarlas. Quiso hacer completa la reconciliación y le dijo sonriente:
–Mira, Cristina, podríamos también darnos una fiestecita, ya que estamos en esto. Almorzaremos fuera hoy. Te espero a la una en el "grill" del Plaza.
–Bueno, queridito. Y observó tímidamente-: Sólo que… tengo un pastel de cordero para el almuerzo de hoy…, de los que a ti te gustaban tanto. – iNo, no! – la risa de Andrés era alegre como nunca desde varios meses atrás-. No seas una vieja casera. A la una. Encuentra en el Plaza al gentil caballero de negro. No necesitas llevar un clavel rojo.
Te reconocerá por las pieles.
Andrés estuvo toda la mañana de excelente bumor. ¡Qué tonto había sido.., olvidando a Cristina! A todas las mujeres les agrada que se les preste atención, que se las lleve a paseo, que se les den satisfacciones. El "grill" del Plaza era el sitio preciso… Todo Londres, o la mayoría de lo que había en él de más alta significacIón, estaba allí de una a tres.
Cristina llegó tarde, cosa inusitada que impacientó ligeramente a Andrés, que, sentado en el pequeño hall frente a la mampara de vidrio, veía ocuparse rápidamente las mejores mesas. Se hizo traer un segundo aperitivo. Era la una y veinte cuando ella llegó presurosa, confundida por el ruido, la gente, los elegantes lacayos y el hecho de que, durante la última media hora, había estado esperando tontamente en el otro hall.
–Lo siento "darling" le dijo- esperé y esperé. Y entonces me di cuenta de que era el hall del restorán.
Les dieron una mala mesa, pegada a una columna al lado del servicio. El sitio estaba abominablemente atestado, las mesas tan próximas entre sí, que las personas parecían sentadas unas encimas de otras. Los mozos se movian como equilibristas. El calor era tropical. El bullicio crecía y amenguaba como la baraúnda de un colegio.
–Bien, Cristina, qué deseas? le dijo en forma algo imperativa. ·Elige tú, querido -contestó.
Andrés ordenó un magnífico y costoso menú: sopa Príncipe de Gales, caviar, pollo, espárragos, fraises de boíl in syrup. También una botella de Líebframnilch, 1829.
–En nuestros días de Drineffy no sabiamos mucho de cosas. Andrés reía, decidido a hacerla feliz-. Nada como tratarnos bien, amiguita.
Ella procuró noblemente responder a su humor. Alabó el caviar, hizo un esfuerzo heroico con la exquisita sopa. Aparentó interés cuando Andrés le señaló a Glen Roscoe, la estrella de cine; a Mavis Yorke, una americana famosa por sus seis maridos, y a otros cosmopolitas igualmente distinguidos. La elegante vulgaridad del lugar le era odiosa a Cristina. Los hombres estaban irreprochables, bruñidos y engominados. Todas las mujeres que veía eran rubias, vestidas de negro, elegantes, pintadas, negligentemente aristocráticas.
Cristina se sintió al instante algo aturdida. Comenzó a perder el equilibrio. Habitualmente sus maneras eran de una natural sencillez.
Pero últimamente habia sido muy grande la tensión de sus nervios.
Tuvo conciencia del contraste entre su nueva pier y su vestido corriente. Sintió fijas en ella las miradas de otras mujeres.
Comprendió que allí estaba tan fuera de lugar como una margarita en un invernáculo de orquídeas. – ¿Qué te pasa? – preguntó súbitamente Andrés-. ¿No estás contenta?
–Sí, por supuesto -protestó ella, procurando sonreír. Pero sus labios estaban rígidos. Apenas pudo tragar, y menos gustar, el pollo excesivamente cubierto de crema que tenía en su plato.
–No atiendes lo que te digo -expresóle Andrés, con desagrado-.
Ni siquiera has tocado el vino. ¡Qué diantre! Cuando un hombre saca a su mujer…
–Quisiera tomar un poco de agua -solicitó débilmente.
Podría haber gritado. No pertenecía a un sitio como éste. No tenía teñido el pelo, ni la cara arreglada, por lo que no era raro que aun los mozos la mirasen ahora. Nerviosamente levantó un tallo de espárrago. Al hacerlo se le tronchó a éste la cabeza, cayendo sobre su piel nueva, goteando salsa.
La rubia platinada de la mesa próxima miró a su compañero con una sonrisa irónica. Andrés advirtió esa sonrisa. Abandonó su propósito de divertirse. El almuerzo terminó en un silencio lúgubre.
Regresaron a casa más lúgubremente. Andrés partió al momento a atender sus llamados. Estaban más distanciados que antes. La pena en el corazón de Cristina era intolerable. Comenzó a perder la fe en sí misma, a preguntarse si realmente era ella la mujer que le convenía a Andrés. Esa noche le echó los brazos al cuello y lo besó, agradeciéndole una vez más las pieles y la invitación.
–Me alegro de que te hayas divertido – le respondió escuetamente. Y se fué a su dormitorio.