Era absurdo que una juvenil maestra de escuela ocupara así tan insistentemente sus pensamientos o que pudiera interesarle lo que ella pensara de él. Se dijo a sí mismo, que era un caso estúpido de orgullo herido. Se sabía tímido y torpe con las mujeres. Sin embargo, no había 1ógica alguna que pudiera alterar el hecho de que él se hallaba ahora impaciente Y un tanto irritable. En momentos inesperados, como por ejemplo, cuando estaba por caer dormido, la escena de la sala de clase volvía a su mente con renovada animación, y se sorprendía con el ceño adusto en la oscuridad. Todavía la veía, oprimiendo su tiza, con sus ojos castaños, centelleantes de indignación. Había tres pequeños botones perlinos en la parte delantera de su blusa. Su figura era delgada y ágil, con una severa economía de líneas que a él le hablaba de mucho duro correr e intrépido saltar en su niñez. No se preguntaba si era hermosa. Bastaba que estuviera allí de pie, sobria y vigorosa ante su vista. Y su corazón se le agitaba sin quererlo, con una como dulce opresión que antes nunca había conocido.
Quince días después, caminaba por la calle Chapel, enteramente abstraído, cuando a poco chocó con la señora Bramwell, en la esquina de la calle de la Estación. El habría seguido sin reconocerla. Ella, sin embargo, se detuvo al momento, y lo saludó turbándolo con su sonrisa.
–Vaya, doctor Manson! El mismo hombre que buscaba. Esta noche tengo una de mis pequeñas reuniones sociales. Usted vendrá, ¿no?
Gladys Bramwell era una dama de pelo trigueño, de unos treinta y cinco años, vistosamente vestida, de buena figura, ojos azules de niño y maneras juveniles. Glacys se consideraba románticamente como una perfecta señora. Los chismes de Drineffy usaban otra palabra. El doctor BramweU estaba perdidamente enamorado de ella, y se rumoreaba que sólo su loca pasión le impedía observar la preocupación más que caprichosa de Gladys por el doctor Gabell, el doctor "de color" de Toniglan.
Mientras la escudriñaba, Andrés buscaba apresuradamente una evasiva.
–Temo, señora Bramwell, no poder salir esta noche.
–Pero, debe hacerla, tonto. Acudirá gente muy agradable. El señor y la señora Watkins, de la mina y… -se le escapó una intencionada sonrisa- el' doctor Gabell, de Toniglan… Ah, casi me olvidaba, la maestrita, Cristina Barlow!
Manson se estremeció.
Sonrió estúpidamente.
–Vaya!, por supuesto que iré, señora Bramwell. Muchas gracias por su invitación.
Se las arregló para sostener la conversación unos minutos, hasta que ella partió. Pero durante el resto del día no pudo pensar sino en el hecho de que volvería a ver a Cristina Barlow.
La reunión de la señora Bramwel1 comenzaba a las nueve, hora que fué escogida en consideración a los señores médicos que pudieran haber estado ocupados en sus consultas. En verdad, eran las nueve y cuarto cuando Andrés terminó su última consulta. Apresuradamente se lavó en la tina del dispensario, se alisó el cabello con el peine quebrado y se dirigió a toda prisa al Retiro. Llegó a la casa que, desmintiendo su idílico nombre, era una pequeña vivienda de ladrillo en medio del pueblo, para descubrir que era el último en llegar. La señora Bramwel1, regañándolo amablemente, encabezó la marcha al comedor, seguida por sus cinco invitados y su marido.
Se trataba de una comida fría, extendida sobre mantelitos de papel en la ahumada mesa de roble. La señora Bramwell se enorgullecía de atender muy bien a sus invitados, de ser algo así como una creadora de modas en Drineffy, lo que le permitía sorprender a la opinión pública, y su idea de conseguir el éxito sin hablar y reír mucho. Siempre decía que su medio, con anterioridad a su matrimonio con el doctor Bramwell, había sido de un lujo excesivo. Esta noche, mientras se sentaban, manifestó ostentosamente:
–Ahora, que cada cual tome lo que le agrade.
Andrés, sin aliento a causa de su apuro en llegar, se vió al principio grandemente embarazado. Durante unos diez minutos no se atrevió a mirar a Cristina. Mantuvo sus ojos bajos, pero con la opresiva convicción de que ella estaba colocada en el extremo más lejano de la mesa, entre el doctor Gabell, un dandy moreno, de polainas, pantalón listado y perla en la corbata, y el señor Watkins, el administrador de la mina, de cabellos como erizo, que a su ruda manera, le hacía muchas atenciones. Al fin, decidido por una bromista alusión de Watkins: "¿Es usted todavía mi doncella de Yorkshire, señorita Cristina?", levantó celoso la cabeza, la miró, la encontró ahí, tan familiar, con su vestido gris suave de cuello y puños blancos, que quedó impresionado y desvió sus ojos, temeroso de que delatasen a ella sus sentimientos.
A la defensiva, sin saber casi lo que decía, se puso a conversar con su vecina, la señora Watkins, una personita insignificante, que había traído su tejido.
Durante lo restante de la comida sufrió la angustia de hablar con una persona mientras ansiaba hablar con otra. Pudo respirar con alivio, cuando el doctor Bramwell, que presidía a la cabecera de la mesa, miró complacido los platos vacíos e hizo un gesto napoleónico:
–Creo, amigos míos, que todos hemos concluído. Pasemos al salón.
En el salón, una vez que los invitados se ubicaron en distintas partes, principalmente en los sillones, era claro que se esperaba música dentro del ritual de la reunión. Bramwell miró cariñosamente a su mujer, y la condujo al piano. – ¿Con qué comenzamos esta noche, amor mío? – Canturreando, hojeaba la música que había en el estante.
–"Campanas de Iglesia" -sugirió Gabell-. Nunca me cansa esa pieza, señora Bramwell.
Sentándose en el taburete giratorio, la señora Bramwell tocó y cantó, mientras su marido, con una mano en la espalda y la otra adelantada como en actitud de tomar rapé, se mantenía detrás de ella y diestramente daba vuelta a las hojas. Gladys tenía una voz llena de contralto y sacaba las notas profundas del pecho, alzando el mentón. Después de "Lírica amorosa", les brindó el "Vagando" y "Una niña".
Hubo aplausos generosos. Bramwell murmuró, como distraído, por lo bajo y lleno de satisfacción:
–Está con hermosa voz esta noche.
En seguida persuadieron a que actuara el doctor Gabell. Jugando con su anillo, alisando su cabello bien engominado pero todavía rebelde, el petimetre con piel de aceituna se inclinó afectuosamente hacia la dueña de casa, y enlazándose fuertemente las manos por delante, bramó "Amor en la dulce Sevilla". En seguída, como bis, el "Toreador".
–Usted canta estas canciones de España magníficamente, doctor Gabell -comentó la '-bondadosa señora Watkins.
–Supongo que es mi sangre española -dijo Gabell sonriendo modestamente, mientras volvía a su asiento.
Andrés sorprendió una mirada traviesa en los ojos de Watkins. El viejo administrador de la mina, verdadero galés, sabía música; en el invierno pasado había ayudado a sus hombres a dar una de las óperas más oscuras de Verdi, y ahora, pasivo, detrás de su pipa, se regocijaba enigmáticamente.
Andrés no pudo menos de pensar que debía ser muy divertido para Watkins el observar a estos extraños a su país natal, que afectaban exhibir cultura bajo la forma de cancioncillas sentimentales y sin valor. Cuando Cristina se negó sonrientemente a ejecutar, Watkins se volvió a ella contrayendo nerviosamente sus labios:
–Veo que usted es como yo, hija mía. Demasiado aficionada al piano para tocarlo.
En seguida brilló la gran lumbrera de la reunión. El doctor Bramwell ocupó el centro de la escena. Aclarando su garganta, echó un pie adelante, la cabeza atrás, se llevó teatralmente la mano al pecho y anunció:
–Señoras y caballeros, "La estrella caída". Monólogo musical- En el piano, Gladys empezó a ejecutar un acompañamiento, y Bramwell comenzó.
La recitación, que hablaba de las patéticas vicisitudes de una actriz un día famosa, caída en una horrible pobreza, era empalagosa de sentimiento, y Bramwell la declamaba con sincera angustia; Cuando el drama era intenso, Gladys oprimía las notas graves. Cuando la emoción era dulce, recurría al trémolo. Al acercarse al punto culminante, Bramwell se exaltó, ahogándose su voz en la línea final: "Allí estaba… -pausa- muriéndose de hambre en el arroyo… -prolongada pausa- sólo una estrella caída."
La diminuta señora Watkins, cayéndosele al suelo su tejido, volvía a él sus ojos húmedos.
–Pobre mujer! Pobre mujer iOh, doctor Bramwell, usted siempre recita eso tan bien.
La llegada del Burdeos constituyó una distracción. Ya eran más de las once y, tácitamente de acuerdo en que cualquier cosa después del esfuerzo de Bramwell sería insignificante, la concurrencia se preparó para la despedida. Hubo risas, corteses expresiones de agradecimiento y un movimiento general hacia el hall. Mientras Andrés se ponía el sobretodo, pensaba desesperado en que no había cambiado ni una sola palabra con Cristina en toda la noche.
Afuera se detuvo en la puerta. Sintió que debía hablarle. El pensamiento de esa larga noche desperdiciada, en la que se había prometido arreglar las cosas con ella tan fácil, tan agradablemente, le pesaba como plomo. Aunque ella habíale parecido no mirarlo, había estado allí, cerca de él, en la misma pieza, y él había mantenido estúpidamente sus ojos fijos en los zapatos. "Dios mío", pensó. "Estoy peor que la estrella caída. Es mejor que me vaya a casa y me acueste."
Pero no lo hizo. Permaneció allí, agitándosele el pulso mientras ella bajaba las escaleras y avanzaba sola hacia él. Recogió todas sus fuerzas y murmuró:.
–Señorita Barlow, ¿puedo acompañarla hasta su casa?
–No me atrevo… -hizo una pausa- He prometido esperar al señor Watkins y su esposa.
Su corazón desfalleció. Se sintió escapando como un perro golpeado.
Sin embargo, algo lo sostenía todavía. Su rostro estaba pálido, pero su mentón mantenía su firme línea. Las palabras acudieron atropellándose impetuosamente:
–Sólo deseo decirle que siento mucho lo relativo al a8unto de la familia Howells. Hice un alarde barato de autoridad. Debí ser pateado… lo sé. Lo que usted dispuso del chico estuvo espléndido. La admiro por ello.
Después de todo. es mejor atenE'rse al -espíritu que a la letra de la ley.
Siento molestarla con estos recuerdos. pero necesitaba decirlq.,¿Buenas noches!
No pudo verle la cara. Ni esperó tampoco su respuesta. Se dió vuelta y marchó calle abajo.
Por la primera vez desde,hacía muchos días, se sintió feliz.