XVI

Andrés se despertó a medianoche, lamentándose: -¿Soy un necio, Cristina? ¿Renunciar a nuestra fuente de entradas…, una ocupación excelente? Después de todo últimamente estaba consiguiendo algunos pacientes privados. Y Llewellyn se ha portado muy bien. ¿Te lo dije?~.. medio me había prometido permitirme tener consultas en el hospital. Y el Comité…, prescindiendo del grupo de Chenkin, es buena gente. Creo que para cuando Llewellyn se retire, me hubieran nombrado doctor jefe en lugar suyo.

Allí a su lado, en la obscuridad, Cristína lo consoló, tranquila, razonable.

–Realmente, querido, no pensarás que nos pasemos toda la vida ejerciendo en una mina galesa. Aquí hemos sido felices, pero es tiempo de que nos traslademos.

–Pero escucha, Cristina -se lamentó él- Todavía no tenemos suficiente dinero para instalar un consultorio. Deberíamos haber juntado más dinero antes de dar este paso.

Cristina respondió soñolienta: -¿Qué tiene que ver con ello el dinero? Además, vamos a gastar todo lo que hemos ahorrado…, casi…, en unas verdaderas vacaciones. ¿Te das cuenta de que apenas te has movido de estas minas durante cerca de cuatro años?

El espíritu de su esposa contagió a Andrés. A la mañana siguiente el mundo le parecía un lugar alegre y sin preocupaciones.

Durante el desayuno, que tomó con un placer desconocido, le dijo:

–No eres una mala chica, Cristina. En vez de erguirte y decirme que esperas grandes cosas de mi, ahora, que es tiempo de que yo salga e imprima mi huella en el mundo, tú precisamente…

Ella no lo escuchaba. Sin que viniera al caso, protestó: -¡Realmente, querido, me gustaría que no doblaras así el diario!

Creí que sólo las mujeres lo hacían. ¿Cómo piensas que pueda leer yo mi columna sobre jardinería?

–No la leas. – Al salir la besó sonriendo- Piensa en mí.

Se sentía feliz, preparado para tentar suerte en la vida. Por lo demás, su lado práctico no podía menos que mirar el aspecto económico de su actuación anterior. Tenía su M. R.. C. P., un honroso doctorado en medicina y más de trescientas libras esterlinas en el Banco. Respaldados por todo esto, seguramente no se morirían de hambre.

Convenía que su propósito fuese firme. Un cambio de sentímiento había revolucionado la ciudad. Ahora que se iba por su propía voluntad, todos deseaban que permaneciera.

Esto culminó una semana después de la reunión, cuando Owen encabezó sin éxito una delegación que fué a Vale View a pedir a Andrés que reconsiderara su decisión. En adelante la animosidad contra Ed.Chenkin llegó a los límites de la violencia. Era objeto de burla en las calles. Dos veces fué acompañado hasta su casa desde la mina por una banda de pitos, ignominia reservada habitualmente por los trabajadores a los tramposos.

Frente a estas agitaciones locales, resultaba extraño lo poco que su tesis parecía haber conmovido al mundo exterior. Le había conquistado a Andrés su doctorado en medicina. Había sido impresa en la Revista de Higiene Industrial, de Inglaterra, y publicada como folleto en Estados Unidos por la Asociación de Higiene Americana.

Pero aparte de esto, le valió tres cartas, ni más ni menos.

La primera fué de una firma de Brick Lane -del condado este-, la que le informaba del envío de muestras de su producto PulmoSyrup, infalible específico pulmonar, en cuyo elogio poseían centenares de testimonios, entre los cuales varios de médicos eminentes. Esperaban que recomendaría su Pulmo-Syrup entre los mineros de su clientela. El Pulmo-Syrup, añadían, curaba también el reumatismo.

La segunda fué del profesor Challis, entusiasta carta de felicitación y aprecio que terminaba invitando a Andrés a ir algún día de esa semana al Instituto de Cardiff. Challis añadía en una posdata:

Haga un esfuerzo y venga el jueves. Pero Andrés, en la premura de estos últimos días, no pudo acudir a la cita de Challis. Extravió la carta y por el momento se olvidó de contestarla.

La tercera la contestó al instante, tan profundamente lo emocionó su recepción. Era una comunicación extraordinaria, estimulante, que había cruzado el Atlántico desde Oregón. Andrés leyó y releyó las carillas escritas a máquina y luego las llevó entusiastamente a Cristina.

–Esto sí que es hermoso, Cristina…, esta carta norteamericana …, es de un tal Stillman, Robert Stillman, de Oregón…, probablemente tú jamás lo has oído nombrar, pero yo sí…, está llena de las apreciaciones más exactas sobre mi asunto de la inhalación.

Más, mucho más que la de Challis…, ¡diablo!, debería haberle contestado su carta. Este mozo ha comprendido muy bien lo que yo quiero y, sencillamente, me rectifica en uno o dos puntos. Parece que el ingrediente destructivo de mi sílice es la ceresita. Yo no poseía química suficiente para llegar a eso. Pero es una carta maravillosa, congratulatoria… ¡y de Stillman! – ¿Sí? – Cristina miró con curiosidad-o ¿Es de algún doctor?

–No, eso es lo asombroso. En realidad, se ocupa de ciencias naturales. Pero está en una clínica de enfermedades pulmonares, cerca de Portland, en Oregón… Sí, ya está cobrando prestigio. Algunos todavía no lo reconocen, pero en su especialidad es tan grande como Spanlinger. Cuando tengamos tiempo te hablaré de él.

El que Andrés se sentara allí mismo y respondiese la carta de Stillman reveló cuánto la apreciaba.

Cristina y Andrés estaban abrumados ahora con los preparativos de sus vacaciones, los arreglos para depositar su amueblado, en Cardiff, el centro más conveniente, y las tristes visitas de despedida.

La partida de Drineffy había sido brusca, un desgarramiento heroico.

Pero aquí dejaban muchos viejos afectos. Fueron festejados por los Vaughan, los Boland, aún por los Llewellyn. Andrés tuvo la "dispepsia de la despedida", sintomática de los banquetes de despedida. Cuando llegó el día de la partida, Jenny le dijo llorando, para consternación suya, que iban a ser despedidos en la estación.

En el último instante, como si no fuera suficiente esta inquietante notificación, llegó apresuradamente Vaughan.

–Siento molestarlos otra vez. Pero mire, Manson, ¿cómo se ha portado usted con Challis? Acabo de recibir una carta suya. Su folleto lo ha dejado estupefacto y, a lo que supongo, también a la Junta Metalífera. En todo caso, me dice que me ponga al habla con usted.

Quiere que lo vea en Londres, sin falta; dice que es de suma importancia.

Andrés respondió algo malhumorado.

–Nos vamos de vacaciones, hombre. Las primeras vacaciones que hemos tenido durante años. ¿Cómo podré verlo?

–Deme su dirección, entonces. Seguramente querrá cscribirle.

Andrés miró indeciso a Cristina. Se habían propuesto mantener en secreto su destino, para verse libre de toda preocupación, de la correspondencia y de las visitas. Pero dió el dato a Vaughan.

Llegaron apresuradamente a la estación, donde los rodeó la multitud del distrito que los aguardaba allí, recibieron apretones de mano, palmoteos en la espalqa, aclamaciones, y fúeron finalmente introducidos en su compartimiento del tren, que ya comenzaba a andar. Mientras se alojaban lentamente, sus amigos, reunidos en el andén, comenzaron a cantar Men of Harlech. – ¡Dios mío! – dijo Andrés, tratando de mover sus dedos entumecidos-. ¡La última despedida! – Pero le brillaban los ojos y un minuto después añadía: Por ninguna cosa hubiera renunciado a ella.

Son buena gente. ¡Y pensar que un mes atrás medio pueblo quería ahorcarme! No podemos prescindir del hecho…, la vida es sumamente entretenida. – Miró alegremente a Cristina, sentada alli a su lado-. Y ésta es la segunda luna de miel, señora Manson, aunque usted sea ya una mujer casada hace algunos años.

Llegaron esa tarde a Southampton y ocuparon sus camarotes en el vaporcito que atraviesa el canal. A la mañana siguiente vieron salir el sol detrás de st. Malo y una hora después los acogía Bretaña.

Estaba madurando el trigo, los cerezos se hallaban cargados de fruta, los cabritos retozaban por praderas florecientes. Había sido idea de Cristina venir aquí, conocer la verdadera Francia, no sus galerías de pinturas ni sus palacios, ni sus ruinas o monumentos, nada de lo que la guía del turista insiste que debe verse.

Llegaron a Val André. Desde su hotelito escuchaban el mar y percibían el aroma de los prados. El dormitorio tenía piso de tablas sencillas y limpias y el café matinal les llegó humeando en gruesos tazones azules. Vagaron durante todo el día. – ¡Oh, Señor! – no se cansaba de repetir Andrés-. ¿No es maravilloso, amor mío? Nunca, nunca más quiero volver a mirar una neumonía.

Bebieron sidra, comieron langostinos, camarones, pasteles y cerezas. A la noche Andrés jugaba al billar con el dueño en la antigua mesa octogonal. A veces sólo perdía por cincuenta sobre ciento.

Todo era delicioso, maravilloso, exquisito -adjetivos de Andrés-, todo menos los cigarrillos – añadía. Pasó un mes dichoso, íntegro. Y entonces, más frecuentemente y con creciente inquietud, Andrés comenzó a palpar la carta aún cerrada, manchada ya por jugo de cerezas y chocolate, que había permanecido en su chaqueta durante los últimos quince días.

–Anda -lo urgió al fin Cristina una mañana-. Hemos cumplido nuestra palabra. Abrela.

Andrés la despojó cuidadosamente del sobre, la leyó tendído de espalda al sol, se incorporó lentamente y volvió a leerla. En silencio se la pasó a Cristina.

La carta era del profesor Challis. Consignaba que como resultado directo de sus investigaciones sobre la inhalación del polvo, el D. T. M. C. – Departamento del Trabajo de las Minas de Carbón y Metal- había decidido revisar toda la cuestión con miras a informar a la comisión parlamentaria. Con este objeto el Departamento iba a nombrar un funcionario médico permanente y, en atención a las recientes investigaciones de Andrés, le ofrecía el puesto por unanimidad y sin vacilación.

Cuando ella hubo leído la carta, lo miró feliz. – ¿No te dije que algo resultaría? – Cristina sonrió-. ¡Es magnífico!

Andrés le estaba tirando piedras rápida, nerviosamente, a una olla de langostas en la playa.

–Es un trabajo clínico -reflexionó en voz alta-. No podría ser otra cosa. Ellos saben que soy un clínico.

Cristina lo observaba sonriente.

–Supongo, querido, que recuerdas nuestro compromiso. Seis semanas aqui como minimo, sin hacer nada, en completa quietud…

No permitirás que esto interrumpa nuestro descanso.

–No, no. – Mirando su reloj-. Terminaremos nuestras vacaciones, pero…, en todo caso… -se paró de un salto y alegremente la puso de pie a ella-, no nos hará daño alguno ir hasta la oficina del telégrafo. Y me pregunto si tendrán allí un horario de trenes.