Andrés sintió muchas veces la tentación de ponerse en contacto con Freddie Hamson, y aunque a menudo se llegó hasta la guía del 'teléfono, siempre lo detuvo la reflexión de que todavía no tenía éxito, de que no estaba establecido decorosamente. Freddie hallábase aún en Queen Anne Street, aunque se había mudado a un número diferente.
Andrés se sorprendió preguntándose cada vez con más frecuencia cómo Freddie había logrado abrirse camino, recordando las viejas aventuras de sus días de estudiante, hasta que al fin la tentación fué irresistible. Lo llamó.
–Probablemente te has olvidado de que yo existo -le dijo, algo preparado para un mal recibimíento-. Soy Manson… Andrés Manson.
Ejerzo aquí en Paddington. – ¡Manson! ¡Olvidarte a tí! jA ti, veterano! – Freddie le hablaba líricamente desde el otro extremo de la línea-. ¡Hombre, por Dios! ¿Por qué no me habías llamado? – jOh!, apenas acabamos de instalarnos -le respondió Andrés, sonriente dentro de la cabina, alentado por la efusión de Freddie-. y antes, en ese puesto del Departamento, viajábamos por toda Inglaterra.
Estoy casado, debes saberlo. – iYo también! Mira, viejo, tenemos que juntamos de nuevo. ¡Pronto! ¡No puedo creerlo! ¡Tú aquí, en Londres! ¡Maravilloso! ¡,Dónde está mi libreta? Mira, ¿qué te parece el próximo jueves? ¡.Puedes venir a comer, ese día?.. Sí, sí. ¡Magnífico! Hasta pronto, pues. Entretanto, haré que mi mujer le envíe cuatro letras a la tuya.
Cristina no mostró mayor entusiasmo cuando le comunicó la Invitación.
–Ve tú, Andrés -insinuó ella, después de una pausa.
–Oh, es absurdo! Freddie quiere que conozcas a su mujer.
Sé que él no te agrada mucho, pero seguramente habrá mis gente, otros médicos. Podremos ver allí nuevos horizontes, querida. Además, no nos hemos distraído últimamente. Corbata negra, me dijo.
Afortunadamente me compré aquel saco de etiqueta para el banquete de las minas de Newcastle. ¿Pero tú, Cristina? Tú tienes que tener algo que ponerte. ' -Lo que necesito es una nueva cocina a gas -respondió algo ásperamente. Estas últimas semanas le habían hecho mella. Había perdido algo de esa frescura que siempre nabia sido su mayor encanto.
Y algunas veces, como ahora, su tono era cortante y desalentado.
Pero el jueves por la noche, cuando salieron para Queen Anne Strect, Andrés no pudo menos que pensar cuán dulce se veía con su vestido blanco; era el mismo vestido blanco que había comprado para la comida de Newcastle, modificado de modo que lo hacía aparecer nuevo y más hermoso. También se había peinado en forma distinta, con el pelo más apretado a la cabeza, de modo que resaltaba su obscuridad sobre la pálida frente. Lo advirtió mientras ella le hacía el nudo de la corbata. quiso decirle cuán bella estaba, y luego lo olvidó con el repentino temor de que fuera tarde.
Sin embargo, no llegaron tarde, sino temprano, tan temprano, que transcurrieron tres desagradables minutos antes de que acudiese alegremente Freddie, con los brazos abiertos, excusándose y saludándolos a la vez, diciéndoles que acababa de llegar del hospital, que su mujer bajaría dentro de unos instantes, ofreciéndoles aperitivos, palmoteando a Andrés en la espalda, haciéndolos sentarse. Freddie había engordado desde aquella tarde de Cardiff, y había aumentado el rosado rollo de carne de detrás de su cuello. pero le brillaban los ojillos y ni un solo mechón de pelo rubio estaba fuera de su sitio.
Hallábase tan acicalado que resplandecía. – iCréeme! – dijo alzando su copa-. Es maravilloso verlos de nuevo. Esta vez sí que nos seguiremos viendo. ¿Qué te parece mi casa, viejo? ¿No te lo dije en aquella comida?,.. ¡y qué comida! Apuesto a que ésta será mejor. El año pasado adquirí la propiedad absoluta de esta casa. Y me costó plata. – :- Se arregló la corbata a modo de aprobación-. Por supuesto, aunque yo tenga éxito, no hay por qué pregonarlo. Pero no importa que tu lo sepas, viejo.
Sin duda, se respiraba un ambiente de suntuosidad; pulido mobiliario moderno, chimenea profundamente instalada, un piano con una flor de magnolia artificial hecha de madre perla en un gran vaso blanco. Andrés estaba a punto de expresar su admiración cuando entró la señora Hamson, alta, fría, de pelo oscuro partido al medía y vestido extraordinariamente diferente al de Cristina.
–Ven, querida.
Freddie la recibió con afecto e incluso cortésmente, y se adelantó para servirle y ofrecerle un vaso de sherry. Apenas había tenido tiempo de tomar el vaso displicentemente, cuando fueron anunciados los otros invitados: el señor Carlos Ivory y el doctor Pablo Deedman con sus respectivas esposas. Siguiéronse las presentaciones, hablando y riendo mucho los Ivory, Deedman y Hamson. Pasaron a comer, no demasiado pronto.
El servicio de mesa era rico y finísimo. Se parecía mucho a una valiosa exhibición, hasta con sus candelabros, que Andrés había visto en la vitrina de Labin and Benn, los famosos joyeros de Regent Street.
No se podía distinguir si el primer guiso era carne o pescado; sin embargo, era exquisito. Y había champaña. Después de dos vasos, Andrés se sintió más animado. Comenzó a conversar con la señora Ivory, sentada a su izquierda, mujer muy frágil, vestida de negro, que llevaba extraordinaria cantidad de joyas en torno de su cuello y tenía ojos azules grandes y saltones que de cuando en cuando volvía hacia Andrés con una mirada casi infantil.
Su marido era el cirujano Carlos Ivory. Ella rió al responder a la pregunta de Andrés, pues imaginaba que todo el mundo conocía a Carlos. Vivían en la New Cavendish Street, al doblar la esquina, perteneciéndoles toda la casa. Era muy agradable estar cerca de Freddie y su esposa. Carlos, Freddie y Pablo Deedman eran todos buenos amigos, socios del Sackville Club. La dama quedó sorprendida cuando Andrés le confesó que no pertenecía al club. Ella creía que todo el mundo pertenecía al Sackville.
Abandonado, se volvió a la señora Deedman, que tenía al otro lado, encontrándola más amable, más cordial, con una belleza casi oriental. También la estimuló a que hablara de su marido. Se dijo para sí: "Quiero informarme sobre estos señores; se los ve tan prósperos y elegantes… ".
Pablo -según la señora Deedman- era médico, y aun cuando ocupaban un departamento en Portland Place, el consultorio estaba en Harley Street. Tenía una clientela maravillosa -ella hablaba demasiado afectuosamente para fanfarronear- principalmente en el Plaza HoteL.. , él debía conocer el enorme Plaza nuevo, frente al Parque. A la hora de almuerzo el "grill" se llenaba de celebridades. Prácticamente, Pablo era el médico oficial del Plaza Hotel. Tantos americanos ricos – y- estrellas del cine… -se interrumpió, riendo-… johl, todo el mundo acudíá al Plaza, lo que era una maravilla para Pablo.
Andrés simpatizó con la señora Deedman. La dejó disertar hasta que se levantó la señora Hamson, momento que aprovechó él para retirarle galantemente la silla. – ¿ Un cigarro, Manson? – le insinuó Freddie, con aire familiar, una vez que hubieron salido las damas. Estos te gustarán. Y te aconsejo que no desprecies este brandy 1894. Sin engaño alguno.
Fumándose el cigarro y con una dosis de brandy en la ventruda copa que tenía al frente, Andrés acercó su silla a las de los otros. Esto era lo que había deseado: una animada conversación confidencial entre médicos, directamente del tema profesional, sin rodeos.
Esperaba que Hamson y sus amigos hablarían. Lo hicieron.
–Hoy -dijo Freddie- compré una de estas nuevas lámparas de Iradium en lo de Glickert. Bastante sólida. Alrededor de ochenta guineas. Pero las vale.
–Sí -dijo pensativamente Deedman-. Era delgado, de ojos oscuros, con un inteligente rostro judio-. Debe corresponder al interés de su precio.
Andrés tomó su cigarro en actitud discutidora.
–No creo mucho en esa lámpara, ¿saben? ¿Han leído el artículo de Abbey en el Journal sobre la falsa helioterapia? Esas lámparas carecen de toda capacidad para los rayos infrarrojos.
Freddie miró y luego rió.
–Tienen una capacidad infernal para las guineas. Además, su bronce reluce magníficamente.
–Mira, Freddie -interrumpió Deedman-, yo no soy partidario de los aparatos caros. Hay que pagarlos antes de sacarles provecho.
Además, pasan de moda. Honradamente, viejo, no se encontrará nada que venza a la vieja jeringa hipodérmica.
–Tú la empleas, sin duda – dijo Hamson.
Intervino Ivary. Era obeso, mayor que los otros. de rostro pálido y afeitado, con el desenfado del hombre de mundo.
–A propósito, hoy anoté en mi libreta una serie de inyecciones.
Doce. Manganeso. Y les diré lo que hice. ·Conviene en estos tiempos.
Le dije al sujeto: Mire, usted es un hombre de negocios.
Esta serie le costará cincuenta guineas, pero si me paga ahora mismo, le costarán cuarenta y cinco. Me firmó el cheque allí mismo.
–Viejo pillo -le dijo Freddie-. Crei que eras cirujano.
–Lo soy -replicó Ivory-. Y hago una operación mañana en Sherrigton.
–"Love's labour lost" -dijo distraídamente Deedman, mirando su cigarro; y luego, volviendo a su primer pensamiento-:
No hay que apartarse de este camino.
Interesa fundamentalmente. En buena práctica profesional, la medicación oral está definitivamente pasada de moda. Si yo receto.., vamos, unos papelillos en el Plaza, no obtendría ni para comprar hielo por valor de una guinea. Pero si administro la misma cosa hipodérmicamente, friccionando la piel, esterilizando, etcétera, el paciente piensa, científicamente, que se le está dando algo estupendo.
Hamson declaró vigorosamente:
–Es magnífico para la profesión médica que la administración oral se halle eliminada en el West End. Tomen como ejemplo, el presente caso de Carlos. Si hubiera prescripto manganeso, o manganeso y hierro, el clásico frasco de remedio, probablemente de igual utilidad para el enfermo, obtiene de él tres guineas. En cambio mete la droga en doce ampolletas y cobra cincuenta.. " perdón, Carlos, quíero decir cuarenta y cinco.
–Menos doce chelines -murmuró suavemente Deedman-. El precio de las ampolletas.
La cabeza de Andrés oscilaba. Era un argumento en favor de la abolición del frasco de medicina, que lo sorprendía con su novedad.
Tomó otro trago de brandy para reanimarse.
–Hay otro punto -reflexionó Deedman-. La gente no sabe lo poco que cuestan estas cosas. Cuando la paciente ve una serie de ampolletas en nuestro escritorio, piensa instintivamente: "¡Cielos!, esto va a costar un dineral", – iTú observarás -Hamson le guiñó el ojo a Andrés-, cómo el uso de la buena palabra "paciente" es habitualmente femenino en boca de Deedman, De paso, Pablo, oí hablar ayer de ese tiro al blanco.
Dummet quiere que formemos una sociedad si tú, Carlos y yo vamos con él.
En los diez minutos siguientes hablaron de tiro al blanco, de golf, que jugaban en diferentes y costosos campos de juego en los alrededores de Londres y de automóviles -Ivory le estaba haciendo construir una carrocería a su gusto a un pequeño Rex nuevo-. En tanto, Andrés escuchaba, bebía brandy y se fumaba su cígarro. Todos bebieron una buena dosis de brandy. Algo achispado, Andrés sintió que eran excelentes colegas. No lo excluyeron de la conversación, pues siempre hallaron el modo de hacerle sentir, con una palabra o con una mirada, que estaba con ellos. En cierto modo le hicieron olvidar que no había almorzado más que un arenque en escabeche. Y cuando se levantaron Ivory lo palmoteó en la espalda:
–Tengo que enviarle mi tarjeta, Manson. Sería un verdadero placer examinar juntos un enfermo… en cualquier ocasión.
De vuelta al salón, la atmósfera pareció formal por el contraste, pero Freddie, muy animado, más radiante que nunca con las manos en los bolsillos, resplandeciente la pechera inmaculada, resolvió que siendo temprano, deberían terminar la velada en el Embassy.
–Creo que debemos irnos -le dijo Cristina a Andrés con una mirada de desmayo.
–Imposible, querida! – respondió sonriendo satisfecho-. No debemos ni soñar en abandonar la partida.
En el Embassy, Freddie era evidentemente popular. El y su grupo fueron objeto de saludos y sonrisas amables; ocuparon una mesa pegada a la pared. Hubo más champaña. Se bailó. "Estos muchachos se tratan bien" -pensó Andrés con su mente oscurecida-.
"¡Oh, están… están tocando un aire espléndido. Tal-tal tal-tal-vez Cristina querría bailar".
En el taxi, de regreso por fin a la calle Chesborough, Andrés exclamó encantado: -¡Gente excelente, cristina! Ha sido una noche magnífica, ¿no es verdad?.
Ella respondió con voz suave, pero firme:
–Ha sido una noche abominable. – ¿Cómo? ¿Qué?
–Me gustan Denny y Hopc como… como tus amigos médicos, Andrés; no éstos, estos médicos de oropel…
El la interrumpió:
–Pero Cristina… ¿Qué hubo de malo?.. – ¡Oh!, tú no veías -respondió con fría cóIera-. Todo. La comida, los muebles, lo que conversaron…, de dinero, de dinero todo el tiempo. Tal vez tú no advertiste la manera cómo ella miraba mi vestido, quiero decir la señora Hamson. Hubieras podido verla comprobando que ella gasta más en un hermoso vestido que yo en todo el año. Fué casi divertido en el salón, cuando descubrió qué ser anónimo era yo. Ella, por supuesto, es la hija de Whitton…, el del whisky Whitton. No puedes imaginarte lo que fué la conversación antes de que ustedes entraran. Chismografía elegante, quién pasará con quién el fin de semana, lo que le dijo el peluquero, el último aborto entre las mujeres de sociedad: ni una sola palabra interesante. ¡Vaya! Ella insinuó de hecho que "le gustaba", fueron sus palabras, el director de la orquesta de bailables.
Era diabólico el sarcasmo del tono de Cristina. Tomándolo por envidia, Andrés balbuceó:
–Ganaré dinero para ti, Cristina. te compraré muchos trajes caros.
–Yo no quiero dinero -repuso ella secamente-. Y odio los trajes caros.
–Pero queridita -se le acercó, ebrio, haciendo movimientos de tal. – ¡No! – La voz de Cristina lo sobrecogió-. Te amo, Andrés; pero no cuando estás bebido.
Andrés se hundió en su rincón, desconcertado, furioso. Era la primera vez que lo rechazaba.
–Perfectamente, mi pequeña. ¡Si así son las cosas!
Pagó el taxi y se introdujo en la casa antes que ella. En seguida, sin decirle palabra, subió al dormitorio para huéspedes. Todo parecía desteñido y feo después del lujo que acababa de presenciar. El interruptor eléctrico no funcionó bien…, toda la instalación de la casa estaba en mal estado.
"¡Demonio! – pensó mientras se metía en la cama-. Saldré de esta cueva. Ya lo verá Cristina. Ganaré dinero. ¿Qué se puede hacer sin él?"
Desde que se casaran, hasta entonces, jamás habían dormido separados.