Su asociación con Hamson e Ivory era más estrecha y provechosa que nunca. Más aún: Deedman le había pedido que lo reemplazara en el Plaza, mientras iba por siete dias a jugar golf a Le Touquet, y que a modo de reconocimiento, se dividiesen los honorarios. Habitualmente era Hamson quien reemplazaba a Deedman, pero Andrés sospechaba alguna desinteligencia producida ultimamente entre ellos.
Cuán halagador era para Andrés comprobar que podía ir directamente a la alcoba de una estrella cinematográfica desmayada, sentarse sobre sus sábanas de seda, palpar con manos seguras su anatomía sin sexo, acaso fumar un cigarrillo en su compañía, si disponía de tiempo!
Pero más halagador aún era el patrocinio de José Le Roy. En el último mes había almorzado dos veces con él. Sabia que maduraba en su cabeza ideas importantes. En su último encuentro Le Roy le había dicho a manera de sondeo:
–Usted sabe, doctor, que he estado familiarizándome con usted.
Ando detrás de algo muy grande y necesitaré el concurso de inteligentes consejeros médicos. Ya no quiero nada con esos potentados importantes…, el viejo Rumbold no sirve para nada y, sencillamente, vamos a deshacernos de él. Y no necesito de esos llamados técnicos que arman una baraúnda y que me vuelven loco.
Necesito un consejero médico sensato y comienzo a creer que usted podría serlo. Como ve, hemos llegado a gran parte del público con nuestros productos de base popular. Pero creo honradamente que ha llegado el momento de ampliar nuestros intereses y ensayar derivados más científicos. Separar los componentes de la leche, electrificarlos, irradiarlos, ponerlos en pastillas. Crema con vitamina B. Cremofax y leticina para la desnutrición, el raquitismo, los insomnios… ¿comprende, doctor? Y voy más lejos, creo que si organizamos esto según las líneas profesionales más ortodoxas, podremos contar con la ayuda y la simpatía de todo el cuerpo médico, convertir a. cada médico, por así decirlo, en un vendedor virtual. Ahora bien, esto representa propaganda científica, acercamiento científico y es aquí donde creo que un médico joven con capacidad científica podría ayudarnos a lo largo de todo el camino. Deseo que me comprenda bien, todo esto es perfectamente claro y científico. Estamos actualmente organizándonos. Y cuando se consideran los extractos sin valor que recomiendan los médicos, como Marrobin C., Vegatog y Bonebran, ¡vaya! creo que, al elevar el nivel general de la salud le estamos prestando un gran servicio a la nación!
Andrés no se detuvo a considerar que probablemente había más vitaminas en un guisante fresco que en varios tarros de Cremofax.
Estaba entusiasmado, no por los honorarios que recibiría por actuar en la sociedad, sino por el hecho del interés de Le Roy.
Fué Francisca la que le dijo cuánto podía lucrar gracias al espectacular mercado de operaciones de Le Roy. ¡Ah!, era agradable ir a tomar el té con ella, sentir que esta encantadora mujer de mundo le reservaba una mirada especial, una insinuante sonrisa de intimidad.
Su trato también le proporcionó habilidad, aplomo. Inconscientemente se adaptó a su modo de ver el mundo. Guiado por ella estaba aprendiendo a cultivar los refinamientos superficiales, abandonando las cosas más profundas.
Ya no le era una dificultad afrontar a Cristina; podía llegar a su casa con toda naturalidad, después de una hora pasada con Francisca.
No se detuvo a reflexionar en este cambio asombroso. Si pensaba en ello, era para argüir que él no amaba a Francisca, que Cristina no sabía nada, que todo hombre en algún momento de su vida llegaba a esta encrucijada. ¿Por qué se tendría él por diferente?
A modo de compensación procuraba ser simpático y amable con Cristina, hablarle con consideración, aun discutir con ella sus planes.
Sabía ella que Andrés se proponía comprar la casa de la calle Welbeck para la primavera próxima, que dejarían la de Chesborough en cuanto terminara el contrato. Ahora no le discutía nunca, nunca le lanzaba recriminaciones y si experimentaba amarguras él no las advertía. Parecía enteramente pasiva. La vida tenía para Andrés un ritmo demasiado vertiginoso para que se detuviera en largas reflexiones. La marcha lo alegraba. Tenía una falsa sensación de fuerza. Se sentía vigoroso, cada vez más importante, y por lo tanto, dueño de sí mismo y de su destino.
Y entonces cayó el rayo desde lo alto.
La noche del 5 de noviembre vino a su sala de consultas de la calle Chesborough la mujer de un pequeño comerciante de la vecindad.
Era la señora Vidler, una cotorra de mujer, de edad mediana, pero de ojos vivos y lista, una londinense cabal que en su vida se había alejado de Bow Bells más allá de Margate. Andrés conocía bien a los Vidler, habia atendido al niñito en un achaque infantil cuando se hallaba recién establecido en el barrio. También en aquellos días enviaba allá sus zapatos para que se los remendasen, pues los Vidler, gente de trabajo respetable y muy laboriosa, tenían una doble tienda al comienzo de la calle Paddington, pomposamente denominada Renovations Ltd.; la mitad dedicada a composturas de zapatos y la otra a la limpieza y planchado de la ropa. A menudo se podía ver al mismo Harry Vidler, hombre robusto y de rostro pálido, sin cuello y en mangas de camisa, con una horma entre las rodillas o, aun cuando tenia un par de ayudantes, usando la tabla de planchar, si era urgente el trabajo en la otra sección.
Fué de Harry de quien habló la señora Vidler.
–Doctor -dijo con tu tono vivo-, mi marido no está bien.
Durante semanas se ha sentido mal. Lo he instado repetidas veces a que venga, pero se niega. ¿Quiere ir mañana, doctor? Se lo tendré en cama.
Andrés prometió ir.
A la mañana siguiente encontró en cama a Vidler, quien le refirió una historia de dolores internos y de una gordura creciente. Su cintura había aumentado extraordinariamente en estos últimos meses, e inevitablemente, como la mayoría de los pacientes que han disfrutado de buena salud durante toda la vida, tenía varias maneras de explicar su mal. Sugería haber tomado demasiada cerveza inglesa o que quizá debiera atribuirlo a su vida sedentaria.
Pero Andrés, previo examen, se vió Obligado a contradecir estas lucubraciones, sé convenció de que se trataba de un quiste que, sin ser peligroso, exigía una intervención quirúrgica. Hizo lo que pudo por tranquilizar a Vidler y a su esposa, explicándolcs cómo un simple quiste como éste podía desarrollarse interiormente y ocasionar un sinfín de molestias, todas las cuales desaparecerían una vez eliminado. Andrés no abrigaba la menor duda en cuanto al resultado de la operación y propuso que Vidler se fuera al punto al hospital.
Aquí, sin embargo, alzó sus manos la señora Vidler. – ¡No, señor, yo no enviaré a mi Harry a un hospital! – La señora se esforzó por dominar su agitación-. Tenía como un presentimiento de que esto iba a suceder…, el modo cómo ha estado trabajando en el negocio! Pero ahora que ha acontecido, gracias a Dios que estamos en situación de poder hacerle frente. No somos ricos, doctor, como usted lo sabe, pero tenemos nuestros ahorritos. y ahora es el momento de utilizarlos. No quiero que Harry vaya a suplicar en busca de recomendaciones, a hacer cola y a ingresar a una sala común como si fuera un indigente.
–Pero, señora Vidler, puedo disponer… -¡No! Usted puede llevarlo a una clínica privada, señor. Hay muchas por aquí. Y usted puede hablarle a un doctor particular para que lo opere. Puedo asegurarle, señor, que mientras yo esté aquí, ningún hospital público hospedará a Harry Vidler.
Andrés comprendió que la resolución de la señora era inquebrantable. Y a la verdad el mismo Vidler, frente a esta desagradable contingencia, era de la misma opinión que su mujer.
Quería el mejor tratamiento que se le pudiera proporcionar.
Esa tarde Andrés llamó a Ivory. Ya era automático para él recurrir a Ivory, tanto más en una ocasión como la presente, en que debía pedirle un favor. .
–Quisiera que me hiciese un favoqr, Ivory. Tengo aquí un abdominal que necesita ser operado… gente decente, muy trabajadora, pero no rica, usted comprende. Temo que no haya mucho para usted aquí. Pero le quedaría agradecido si pudiera hacer la operación… digamos, por la tercera parte del honorario corriente.
Ivory estuvo muy amable. Nada podía complacerlo más que prestar a su amigo Manson cualquier servicio qu.e estuviera en su poder. Hablaron del caso durante varios minutos y al final de la conversación Andrés telefoneó a la señora Vidler.
–Acabo de hablar con el doctor Carlos Ivory, cirujano de West End y amigo mío. Irá conmigo a ver a su marido mañana, señora Vidler, a las once. ¿Conforme?, y dice, ¿me escucha? dice, señora Vidler, que si la operación se impone, la hará por treinta guineas.
Teniendo en cuenta que su honorario habitual tal vez seria de cien guineas o más, creo que no nos va demasiado mal.
–Sí, doctor, sí. – El tono de la señora acusaba inquietud; sin embargo, hizo un esfuerzo por parecer complacida-. Es muy amable de su parte, indudablemente. Creo que de alguna manera arreglaremos eso.
A la mañana siguiente Ivory vió el caso con Andrés y al subsiguiente día Harry Vidler se trasladaba a la clínica Brunsland en la plaza del mismo nombre.
Era una clínica limpia, a la antigua, no lejos de Chesborough Terrace, una de las muchas en la zona, donde los precios eran módicos y el equipo escaso. La mayoría de sus enfermos no eran para operarse: hemipléjicos, cardíacos crónicos, ancianas postradas, respecto de quienes la principal dificultad era el evitar las llagas ocasionadas por ia permanencia en cama. Como todas las demás clínicas que había visitado Andrés en Londres, no había sido construída con miras a su destino actual. Carecía de ascensor y la sala de operaciones en un tiempo había estado dedicada a conservatorio. Pero la señorita Buxton, la propietaria, era una enfermera titulada y una mujer muy trabajadora. Cualesquiera fuesen s us defectos, la Brunsland era inmaculadamente aséptica…, aun hasta el más remoto rincón de sus pisos resplandecientes con el linóleo.
La operación fué fijada para el viernes y, ya que Ivory no podía llegar temprano, se señaló una hora extraordinariamente tarde: las dos.
Aunque Andrés llegó primero a Brunsland Square, Ivory lo hizo puntualmente, en compañia del anestesista. Cuidó de que su chófer entrara su gran maletín de instrumentos operatorios. Y, que nada pudiera ser un estorbo a sus escrúpulos operatorios. Y, aunque es evidente que se formó una idea modesta de la clinica, sus maneras siguieron siendo tan suaves como de costumbre. Al cabo de diez minutos habia tranquilizado a la señora Vidler, que esperaba en el salón, se había conquistado a la señorita Buxton y a sus enfermeras y luego, habiéndose colocado el delantal y los guantes en la caricatura de sala operatoria estuvo imperturbablemente listo.
El enfermo entró por sus pasos con resuelta alegría, se quitó su bata, que una de las enfermeras llevó para afuera, y trepó a la angosta mesa. Dándose cuenta de que tenía que someterse a la prueba, Vidler había llegado a mirarla con valor. Antes de que el anestesista le colocara la máscara, sonrióle a Andrés.
–Quedaré mejor después de esto.
Un momento más tarde había cerrado sus ojos y absorbía casi ansiosamente el éter en profundas inspiraciones. La señorita Buxton quitó las vendas. Apareció el área enyodada, hinchada, una protuberancia brillante. Ivory comenzó la operación.
Empezó con algunas inyecciones espectaculares profundas en los músculos lumbares.
–Contra el shock -díjole gravemente a Andrés-. Siempre lo acostumbro.
En seguida comenzó el verdadero trabajo.
La incisión central fué ancha e inmediatamente, casi ridículamente, se descubrió el mal. El quiste se movía en medio de la abertura como una pelota mojada, enteramente inflada. Si algo podía acrecentar el amor propio de Andrés, era esta justificación de su diagnóstico. Reflexionó en que Vidler se sentiría muy bien una vez liberado de este molesto accesorio, y pensando en su enfermo siguiente, miró a hurtadillas el reloj.
Entretanto, Ivory, a su manera magistral, jugaba con la pelota, procurando imperturbablemente llegar con las manos hasta su punto de adherencia, fracasando sin inmutarse. Cada vez que lo intentó, la bola se le resbaló. No lo ensayó una vez sino veinte.
Andrés miraba irritado a Ivory, pensando: ¿qué hace este hombre? No había mucho espacio en que trabajar en el abdomen, pero era suficiente. Había visto a Denny, a Llewellyn, a una docena más en su antiguo hospital, manipulando expertamente en mucho menos espacio. Era arte de cirujano palpar en las posiciones más embarazosas. De pronto se dió cuenta de que ésta era la primera operación abdominal que Ivory realizaba a pedido suyo.
Disimuladamente volvió el reloj a su bolsillo y se inclinó más hacia la mesa, casi rígidamente.
Ivory se esforzaba por alcanzar la parte posterior del quiste, todavía tranquilo, incisivo, sereno. La señorita Buxton y una enfermera joven estaban confiadamente allí cerca, sin saber mucho de nada. El anestesista, un hombre maduro algo canoso, acariciaba con su pulgar el extremo del frasco tapado. La atmósfera de la pequeña pieza de techo de vidrio estaba enteramente serena. No había ninguna sensación de tensión o de tragedia; sólo Ivory alzando un hombro, maniobrando con sus manos enguantadas, procurando llegar a la parte de atrás de la suave pelota. Sin embargo, Andrés se sintió invadido por una sensación de frio.
Se encontró frunciendo el ceño, observando con la mayor tensión. ¿Qué temía? No había nada que temer, nada. Era una operación sencilla, que estaría terminada en unos cuantos minutos.
Ivory, con una débil sonrisa, como de satisfacción, renunció al intento de hallar el punto de inserción del tumor. La enfermera joven lo miró humildemente cuando pidió el bisturí. Ivory lo tomó con un movimiento reposado. Acaso nunca en su carrera había sido más exactamente el gran cirujano de la novela. Bisturí en mano, antes de que Andrés supiera lo que iba a hacer, dió una fuerte incisión a la pared brillante del quiste. Después de eso todo anduvo rápido.
El quiste hizo explosión, lanzando al aire gran cantidad de sangre envenenada y volcando su contenido en la cavidad abdominal. En un instante dado había una esfera redonda tensa; en el instante siguiente era una bolsa fláccida de tejido en medio de una masa de sangre gorgoteante. La señora Buxton, corno loca, buscó las esponjas de hilas.
El anestesista se irguió de repente. La enfermera joven pareció como que se iba a desmayar. Ivory dijo gravemente:
–Grampas, por favor.
Un estremecimiento de horror pasó por Andrés. Vió que Ivory, sin poder alcanzar el pediculo de la ligadura, había roto el quiste, ciegamente, despreocupadamente. Y era un quiste hemorrágico.
–Esponja de hilas, por favor -dijo Ivory con su voz impasible.
Estaba palpando en medio de todo aquello, procurando comprimir el pediculo, limpiando la cavidad llena de sangre, apretando, sin conseguir detener la hemorragia. Andrés tuvo la intuicíón inmediata de lo que ocurria. Pensó: "Dios Todopoderoso. Este hombre no puede operar, no puede operar en modo alguno".
El anestesista, con su dedo en la carótida, murmuró con voz suave, tímida:
–Temo…, parece que se va, Ivory.
Ivory, abandonando las grampas, llenó de gasas la cavidad del vientre. Comenzó a suturar su gran incisión. No había hinchazón ahora.
El estómago de Vidler estaba vacío, hundido, pálido, por la razón muy sencilla de que Vidler había muerto.
–Sí, ahora ha muerto – dijo finalmente el anestesista.
Ivory dió su última puntada, aseguró metódicamente la sutura con clips y se volvió hacia la bandeja de instrumentos para dejar las tijeras.
Paralizado, Andrés, no podía moverse. La señorita Buxton, con su rostro del color de la arcilla, sacando de las frazadas las botellas de agua caliente, las encajonaba automáticamente. Con un gran esfuerzo de voluntad, parecía conservar su lucidez. Salió. El portero, ignorante de lo acontecido, trajo la camilla. Un minuto después el cuerpo de Harry Vidler era llevado a su dormitorio, escaleras arriba.
Ivory habló por fin -Gran lástima -dijo con su voz mesurada mientras se quitaba el delantal-. Creo que fué un shock… ¿No le parece Glay?
Gray, el anestesista, refunfuñó una respuesta. Estaba ocupado empaquetando su aparato.
Andrés no podía hablar todavía. En medio del estupor de su emoción, recordó de pronto a la señora Vidler que aguardaba abajo.
Pareció como que Ivory leyera sus pensamientos. Le dijo: -No se inquiete, Manson. Yo atenderé a la mujercita. Venga. Yo me encargaré de ella.
Instintivamente, como un hombre incapaz de resistir, Andrés se encontró siguiendo a Ivory escaleras abajo, en dirección a la sala de espera. Todavía estaba aturdido, amargado, enteramente incapaz de hablarle a la señora Vidler. Fué Ivory el que acudió y estuvo casi a la altura de la situación.
–Mi querida señora -le dijo en tono compasivo, colocándole gentilmente la mano sobre el hombro-, temo… tememos tener que darle malas noticias..
Ella se retorció las manos, estrujando los guantes. El terror y la súplica se fundían en su mirada. – ¿Cómo?
–Su pobre marido, señora Vidler, a pesar de todo lo que hicimos por él…
La señora Vidler se desplomó sobre la silla, con el rostro pálido y las manos enguantadas todavía asidas entre sí. – ¡Harry! – exclamó con voz desgarradora. En seguida una vez más-: Harry!
–Sólo puedo asegurarle -prosiguió tristemente Ivory-, en nombre del doctor Manson, del doctor Gray, de la señorita Buxton y de mí mismo, que ningún poder sobre la tierra podría haberlo salvado. Y aun si hubiera sobrevivido a la operación… encogió los hombres significativamente.
Ella lo miró, comprendiendo lo que le quería decir, reconociendo aún en este momento terrible la condescendencia, la bondad que había tenido para con ella.
–Es lo mas consolador que usted pudiera haberme dicho, doctor.
Hablaba al través de sus lágrimas.
–Le enviaré a la hermana. Esfuércese por ser animosa. Y gracias, gracias por su valor.
Ivory salió de la pieza, y una vez más Andrés lo siguió. Al extremo del corredor estaba la oficina vacia, cuya puerta se hallaba abierta. Ivory entró buscándose la cigarrera. Allí encendió un cigarrillo y le dió una larga chuprl.da. Su rostro estaba tal vez algo más pálido que de ordinario, pero su mandíbula seguía firme como sus manos, sus nervios absolutamente incólumes.
–Bueno, está terminado -reflexionó fríamente-. Lo siento, Manson. No soñé que este quiste fuera hemorrágico. Pero estas cosas ocurren en los servicios mejor llevados, usted sabe.
Era una pieza pequeña cuya única silla estaba detrás del escritorio. Andrés se sentó en el guardafuegos cubierto de cuero que rodeaba la chimenea. Miraba febrilmente los aspidistros de la vasija verde amarillenta., colocada en la rejilla vacía. Estaba enfermo, destrozado, al borde de un desfallecimiento total. No podía alejar la visión de Harry Vidler, caminando sin ayuda hasta la mesa: "Me sentiré mejor después de esto", y diez minutos más tarde, inerte, sobre la camilla, un cadáver mutilado y sangriento.
Apretó los dientes, se cubrió el rostro con la mano.
–Por supuesto --dijo Ivory mirando el extremo de su cigarrillo-, no murió sobre la mesa. Concluí antes… lo que lo allana todo. No hay necesidad de investigación.
Andrés alzó la cabeza. Temblaba, enfurecido por el sentimiento de su propia debilidad en aquella situación terrible que lvory había soportado con semejante sangre fría. Le dijo en un arrebato:
–Por Cristo, no hable más. Usted sabe que lo mató. Usted no es un cirujano. Nunca lo fué…, nunca lo será. Usted es el peor chapucero que haya visto en toda mi vida.
Hubo un silencio. Ivory le lanzó a Andrés una fría mirada.
–No me agrada hablar en ese tono, Manson.
–Sé que no. Un penoso sollozo histérico conmovió a Andrés-Sé que no. Pero es la verdad. Todos los enfermos que le había dado hasta ahora habían sido juego de niños. Pero éste… el primer enfermo verdadero que habíamos tenido… ¡Oh, Dios mío! ¡Yo debería haber sabido! Soy tan culpable como usted…
–Reprímase, tonto histérico. Lo oirán.
–Y qué? – Otro acceso de cólera cogió a Andrés- Usted sabe tanto como yo que es la verdad. Chapuceó tanto… que fué casi un asesinato.
Por un instante pareció como que Ivory lo iba a golpear hasta dejarlo exánime, esfuerzo físico que, con su peso y fuerza, hubiera podido realizar fácilmente, a pesar de sus años. Pero se dominó con un gran trabajo. No dijo nada, sino que sencillamente dió media vuelta y salió. Pero en su rostro frío y duro se reflejó una expresión de odio reveladora de ese rencor quen o perdona.
Andrés no supo cuánto tiempo permaneció en la oficina, con la frente pegada al frío mármol de la repisa de la chimenea. Pero se levantó al fin, comprendiendo torpemente que le quedaba trabajo por hacer. El choque terrible de la desgracia lo había anodado con la violencia destructora de un explosivo. Era como si también él estuviera sin vísceras y vacío. Sin embargo, todavía se movía automáticamente, avanzando como podría hacerlo un soldadohorriblemente herido, impelido por el hábito mecánico a cumplir los deberes que le esperaban.
En estas condiciones hizo como pudo sus visitas restantes.
Después regresó. a casa con dolor de cabeza y el corazón oprimido. Era tarde, cerca de las siete. Llegaba justamente a tiempo para sus consultas vespertinas.
La sala de espera de adelante y la sala de operaciones estaban repletas. Pesadamente, como un moribundo, hizo inventario de sus enfermos, apretujados allí, a pesar de la hermosa tarde de verano, para rendir tributo a su manera, a su personalidad. La mayoría mujeres, muchas de ellas jóvenes de Laurier's, gentes que habían venido a consultarlo durante semanas estimuladas por su sonrisa, su tino, su sugestión de que continuaran con su droga… la vieja camarilla -pensó torpemente- ¡el viejo juego!
Se dejó caer en la silla giratoria de su consultorio y comenzó con rostro impasible el acostumbrado rito de la tarde. – ¿Cómo está usted? Sí, creo que tiene mejor aspecto. Sí, el pulso tiene mucha más firmeza. El remedio le está haciendo bien.
Supongo que no lo encontrará demasiado malo, mi estimada señorita.
Y con esto salía Andrés camino de la sala de consultas, entregándole de paso el frasco de remedio vacío a Cristina apostada en el corredor, para hacer allá las mismas interrogaciones vulgares y mostrar idéntica simpatía.falsa, y recorrer nuevamente el pasadizo en sentido contrario, cogiendo ahora el frasco lleno con el cual regresaba al consultorio. Así continuaba en este círculo infernal de su propia condenación.
Era una noche sofocante. Andrés sufría abominablemente, pero todavía seguía, algo para torturarse Y algo también porque no podía detenerse, temeroso de afrontar el vacío mortal de su espíritu. Al pasar de aquí para allá y de allá para acá, se seguia preguntando en medio de su angustia: "¿Adónde voy? ¡En nombre de Dios!, ¿adónde voy?"
Al fin, más tarde que de costumbre, a las diez menos cuarto, aquello terminó. Le echó llave a la puerta exterior del consultorio, vino por éste a la sala de operaciones donde, según la rutina, lo esperaba Cristina, pronta para dictarle las listas, para ayudarle a hacer el libro.
Por primera vez después de muchas semanas, Andrés realmente la miró, le observó profundamente el rostro mientras ella, con la vista baja, estudiaba la lista que tenía en su mano. A pesar de la torpeza de Andrés, el cambio de Cristina lo impresionó. Su expresión era quieta y fija, su boca fláccida. Aunque no lo miraba, había una tristeza mortal en sus ojos.
Sentado allí, en el escritorio, frente al pesado libro, Andrés sintió una terrible punzada en el costado. Pero su cuerpo, esa envoltura exterior de su inercia, no dejó traslucir nada de esa agitación interna. Antes de que pudiera hablar, ella había comenzado a leer la lista.
Y Andrés seguía y seguía anotando en el libro, una cruz por una una visita, un círculo por una consulta, anotando el conjunto de sus iniquidades. Terminada la tarea, ella preguntó con un tono cuya aguda ironía sólo entonces percibió Andrés: -iBueno! ¿Cuánto hay?
El no respondió, no podía hacerlo. Cristina abandonó la habitación. La escuchó subir las escaleras hasta su cuarto, percibió el débil sonido con que cerró la puerta. Estaba solo: árido, quebrantado, anonadado. "¿Adónde voy? ¿Adónde voy, en nombre de Dios?"
Rcpentinamente, sus ojos dieron con el saquito de tabaco lleno de dinero, hinchado con los ingresos del día. otro acceso de histeria lo acometió. Tomó el saco y lo arrojó a un rincón. Cayó con un sonido sordo.
Andrés se levantó. Se ahogaba, no podía respirar. Saliendo de la sala de operaciones se fué al patiecito posterior de la casa, pequeño pozo de tiniebla bajo las estrellas. Alli se apoyó débilmente en la pared divisoria de ladrillos, y comenzó a vomitar violentamente.