–Hay un hombre que desea verlo, una persona terrible. No es enfermo y dice que no es viajante. No tiene tarjeta. Se llama Boland. – ¿Boland'? – repitió perplejo Andrés; luego se le iluminó el rostro. ¿No será Con Boland? Que entre. ¡Vaya al momento! – Pero tiene un paciente esperando. Y dentro de diez minutos la señora Roberts… -¡Oh, no se preocupe de la señora Roberts! – repuso irritado-Haga lo que le digo.
La enfermera Sharp enrojeció al oírle gritar. Estuvo a punto de decirle que no estaba acostumbrada a que se le hablara así. Dió un respingo y salió. Un minuto después hacía entrar a Boland. – ¡Vaya, Con!– dijo Andrés dando un salto.
–Hola, hola, hola! – gritó Con, avanzando con su amplia sonrisa peculiar. Era el dentista pelirrojo en persona, no otro, tan real y desaliñado con su brillante traje azul que le quedaba grande y con unos enormes botines color café, como aquella vez que trabajaba en su garage de madera, algo más viejo acaso, pero con la escobilla de su rojo mostacho no menos rígida, y todavía espontáneo, hirsuto, estentóreo. Golpeó fuertemente en la espalda a Andrés. – jEn nombre de Dios, Manson! Cosa grande verlo de nuevo.
Usted está maravillosamente. Lo habría conocido entre un millón. ¡Bueno, bueno! Tiene aqui una instalación de primera clase. – Volvió la mirada a la agriada Sharp, que observaba desdeñosamente-. Esta señora enfermera no quería dejarme entrar. Hasta que le dije que yo también era un profesional. Es muy cierto, enfermera. Este muchacho elegante para el que trabaja usted, estaba hace poco en el mismo servicio médico que yo. Allá arriba en Aberalaw. Si usted pasa por allí alguna vez, háganos una visita a mi mujer y a mí y le daremos una taza de té. ¡Cualquier amigo de mi viejo amigo Manson es bienvenido como el día!
La Sharp le echó una mirada y salió. Pero fué inútil, pues Con se desbordaba en las efusiones de una alegria pura y espontánea. Dando vueltas en torno de Andrés, sin poder contenerse:
–No es hermosa, Manson, hijo mío. Pero es una mujer decente, estoy seguro. Bueno, bueno. ¿Cómo están ustedes? ¿Cómo están ustedes?
No quiso soltar la. mano de Andrés, sacudiéndosela, sonriendo de satisfacción.
Era un raro tónico ver de nuevo a Con en este día enervante.
Cuando Andrés se desprendió por fin, se echó en la silla giratoria, sintiéndose humano una vez más. Le ofreció cigarrillos a Con.
Entonces éste, con un pulgar en la sisa del chaleco y el otro oprimiendo la punta mojada de un cigarrillo recién encendido, explicó el motivo de su visita.
–Me correspondía un feriado, híjo mío, y tenía que tratar un par de asuntos, por lo que mi mujer me hizo hacer la maleta y partir. He estado trabajando en algo así como el invento de un resorte para apretar los frenos sueltos. He estado dedicando toda la chispa de mi substancia gris a la idea. Pero que el diablo se los lleve, no hay nadíe que se preocupe del asunto. Pero no importa, no importa, dejaremos esto. No importa nada al lado de lo otro. – Con dejó caer en la alfombra la ceniza de su cigarrillo y su rostro tomó una expresión más seria-. Escuche, Manson, hijo mío. Es María… Usted recordará seguramente a María, porque ella lo recuerda mucho. Se ha sentido mal ultimamente. Se la hemos llevado a Llewellyn, y maldito el provecho que ha sacado. – Con se acaloró de repente, su voz bajó de tono-. ¡Demonios! Manson, ha tenido el tupé de decir que está algo picada de tuberculosis…, como si todo eso no hubiera terminado en la familia Boland cuando el tío Dan fué al sanatorio hace quince años. Mire, Manson: ¿hará algo por nuestra antigua amistad? Sabemos que es ahora un gran hombre, se habla de usted en Aberalaw. ¿Querrá examinar a María? No le puedo decir la confianza que ella y nosotros tenemos en usted. Por eso me dice mi mujer: "Cuando puedas vas a ver al doctor Manson, y si puede examinar a nuestra hija se la enviamos en el momento que sea oportuno". Ahora, ¿qué dice usted, Manson? Si está demasiado ocupado no tiene más que decírmelo, y no lo importunaré.
Andrés lo escuchaba con todo interés.
–No hable así, Con: ¿No ve qué gusto he tenido de verlo? Y María…, ¡pobre chica!, haré lo que pueda por ella, todo lo que pueda.
Desentendiéndose de las significativas apariciones de la enfermera Sharp, Andrés ocupó su precioso tiempo conversando con su amigo Con hasta que, finalmente, aquélla no lo pudo soportar más.
–Lo esperan cinco pacientes, doctor Manson. Y está atrasado más de una hora. Ya no les puedo dar más excusas, no estoy acostumbrada a tratar así a los clientes.
A pesar de todo todavía hablaba con Con y lo acompañó hasta la puerta, ofreciéndole encarecidamente su casa.
–No le voy a permitir regresar al momento a Aberalaw, Con. ¿De cuánto tiempo dispone? Tres o cuatro días…, ¡bueno! ¿Dónde se hospeda? El Westland, por Bayswater. No está bien. ¿Por qué no se viene con nosotros, ya que estamos cerca? Y tenemos un mundo de piezas. Cristina regresará el viernes. Se alegrará de verlo, Con, se alegrará mucho. Hablaremos juntos de los viejos tiempos.
Al día siguiente Con llevó su maleta a Chesborough Terrace.
Después del consultorio de la tarde fueron al anexo del Palladium music-hall. Era sorprendente cuán agradable parecía todo en compañía de Con. La pronta risa del dentista resonaba, suave al principio y luego más fuerte, contagiando a la vecindad. La gente se daba vuelta para sonreír con él.
–En nombre de Dios! – Con giraba en su asiento-. ¿Ve a ese muchacho con bicicleta? ¿Tiene que hacer, Manson?..
En el intervalo estuvieron en el bar. Boland, con el sombrero en la nuca, la espuma en los bigotes, zapatos café que le venían muy bien. – ¡Qué bien me trata, Manson, hijo mío! ¡Usted es la bondad en persona!
Frente a la cordial gratitud de Con, Andrés se sintió en cierto modo un hipócrita.
Después se sirvieron un sandwich y cerveza en el Cadero; de regreso, atizaron el fuego en el salón y se sentaron a conversar.
Charlaron, fumaron y bebieron nuevas botellas de cerveza. Andrés olvidó por un momento las complejidades de la vida supercivilizada.
La tensión de su trabajo, la perspectiva de asociarse con Le Roy, la posibilidad de su ascenso en el Victoria, el estado de sus inversiones, la suave atadura a la delicadeza de Francisca Lawrence, el temor de la acusación en los ojos de Cristina…, todo esto lo olvidó mientras Con gritaba -¿Recuerda los tiempos en que peleamos con Llewellyn?
Urquhart y los otros retrocedieron (Urquhart es el mismo de siémpre: le envía saludos); y luego entre los dos pusimos manos a la obra y… terminamos la cerveza?
Pero llegó el día siguiente. Y trajo inexorablemente el instante del encuentro con Cristina. Andrés arrastró al inocente Con hasta el extremo del andén, sintiendo, irritado, lo inseguro de su situación y comprendiendo que Boland era su salvador. Cuando llegó el tren, su corazón latía penosamente. Tuvo un instante de remordimiento y angustia al divisar el pequeño familiar rostro de Cristina que avanzaba entre la multitud de extraños, esforzándose ansiosa por llegar hasta los suyos.
–Hola, Cristina! Creí que no llegarías nunca. Sí, míralo no más.
Es Con en persona. El y no otro. Y ni un día más viejo. Está con nosotros, Cristina…, en el auto te lo contaremos todo. Lo tengo afuera ¿Lo pasaste bien? j Oh!, ¿por qué llevas tu maleta?
Enajenada por lo inesperado de esta recepción en el andén – cuando había temido no ser esperada en absoluto-, Cristina perdió su expresión desabrida y el color volvió a sus mejillas. También había estado recelosa, en nerviosa tensión, con ansias de un nuevo comienzo. Ahora se sentía casi esperanzada. Cómodamente instalada en el asiento posterior del coche, acompañada de Con, habló mucho, dirigiendo miradas furtivas al perfil de Andrés, que manejaba.
–Oh, qué bueno es estar en casa! – Respiró profundamente al traspasar el umbral y luego, rápida, gravemente, añadió-: ¿Me has echado de menos, Andrés?
–Creería que sí. Todos te hemos echado de menos. ¿Eh, señora Bennett? ¿eh, Florrie? ¡Con! ¿Qué diablos está haciendo con ese equipaje?
Salió en un segundo, ayudando a Con y encargándose innecesariamente de las maletas. En seguida, antes de que nada se pudiera hacer o decir, tuvo que marcharse a efectuar sus visitas.
Insistió en que lo esperasen a tomar el té. Al arrellanarse en el asiento del auto, pensó:
"Gracias a Dios esto ha pasado. No parece haber aprovechado en absoluto su viaje. ¡Oh, demonio!… Estoy seguro de que no notó nada.
Y esto es lo principal por el momento."
Aunque tardó en regresar, su viveza, su alegría eran enormes.
Con estaba encantado con tal entusiasmo.
–En nombre de Dios! Usted tiene más vida adentro que jamás en aquellos viejos tiempos, Manson, hijo mío.
Una o dos veces sintió Andrés en los suyos los ojos de Cristina, como solicitando una señal, una mirada de comprensión. Se daba cuenta de que la enfermedad de María la perturbaba… inquietud enojosa. Cristina explicó, en un paréntesis de la conversación, que le había pedido a Con que telegrafiara para que se viniera al instante, en lo posible mañana mismo. Estaba preocupada por María. Creía que algo, o más bien todo, debía hacerse sin demora.
Resultó mejor de lo que había esperado Andrés. María telegrafió comunicando su llegada al día siguiente antes del almuerzo, y Cristina se absorbió en los preparativos para recibirla. El movimiento y la excitación de la casa cubrían la falsa alegría de Andrés.
Pero cuando llegó María fué de nuevo él mismo. A primera vista era evidente que la joven no estaba bien. Transformada en esos años en una niña delgada de veinte abriles, con una ligera inclinación de hombros, tenía esa tez bella no natural, que le sirvió a Andrés de advertencia inmediata.
Estaba cansada del viaje y aunque, con el placer de verlas, deseaba seguir tomando parte en la charla, la convencieron de que a las seis se acostara. Entonces subió Andrés a auscultarla.
Estuvo con ella sólo quince minutos, pero cuando volvió donde estaban Con y Cristina, en el salón, por un momento su expresión fué de indudable inquietud.
–Creo que no hay duda. El vértice izquierdo. Llewellyn tenía toda la razón, Con. Pero no se alarme. Sólo es de primer grado. Podemos hacer algo.
–Usted quiere decir -dijo Con, sombriamente receloso-, usted quiere decir que puede sanar.
–Sí. Llegaría hasta decir eso. Necesita vigilancia, observación constante, todos los cuidados. – Reflexionó, frunciendo el ceño-. Me parece, Con, que Aberalaw es el peor sitio para ella. Siempre la casa es mala para la tuberculosis incipiente. ¿Por qué no me permite llevarla al Victoria? Tengo influencia con el doctor Thorougbgood. Con seguridad la admitiría en su sala. Yo la observaría. – ¡Manson! – exclamó Con impresionado-. Esa sí que es amistad. ¡Si supiera la confianza que le tiene mi niña! Si alguien la puede curar, será usted.
Andrés se fué a telefonear a Thoroughgood al instante. Volvió a los cinco minutos con la noticia de que María podía ser admitida en el Victoria a fin de semana. Con se iluminó visiblemente y, respondiendo su ágil optimismo a la idea del Hospital Victoria, de la atención de Andrés y supervigilancia de Thoroughgood, dió a María por curada.
Los dos días siguientes fueron de mucho trabajo. El sábado por la tarde, cuando María fué admitida y Con hubo tomado el tren en Paddington, Andrés logró por fin dominarse en el grado que lo exigían las circunstancias. Pudo oprimir el brazo de Cristina y exclamar, al ir al consultorio: -¡Qué bueno estar juntos otra vez, Cristina! ¡Señor! ¡Qué semana ha sido ésta!
Pareció muy a tono. Pero felizmente no miró Andrés la expresión del rostro de Cristina. Esta se sentó sola en la pieza, la cabeza ligeramente inclinada, las manos en la falda, muy quieta. ¡Había abrigado tantas esperanzas al regresar! Pero ahora se alzaba dentro de ella la terrible interrogación: "¡Santo Dios. ¿Cuándo y cómo terminará esto?".