–Mira a ese hombre que viene, Cristina. ¡Pronto! ¡Ese hombre que tose más allá!
–Sí, querido; pero ¿qué?.. – ¡Oh, nada! – Impasible-: Sólo que tal vez será mi paciente.
No les costó encontrar Glynmawr, una villa firmemente asentada con jardines bien cuidados, porque el hermoso automóvil del doctor Llewellyn estaba a la puerta y su chapa bien lustrada, que ostentaba todos sus títulos en letras pequeñitas y nítidas, estaba adherida en la reja de hierro forjada. Con súbita nerviosidad ante tamaña distinción, tocaron la campanilla y fueron introducidos.
El doctor Llewellyn salió del salón para recibirlos, más elegante que nunca, de levita y puños tiesos provistos de gemelas de oro, con una expresión luminosamente cordial.
–Bien, bien, magnífico. Me complace conocerla, señora Manson. Espero que Aberalaw será de su gusto. No es mal lugar. Pasen.
Mi señora bajará en un minuto.
La señora Llewellyn llegó en un instante, tan radiante como su marido. Era una mujer de pelo rojizo, de unos cuarenta y cinco años, de rostro pecoso y algo pálido. Habiendo saludado a Manson, se volvió a Cristina, con un afectuoso suspiro.
–Oh, hijita, encantadora criatura!, Confieso que ya usted se ha ganado mi corazón. Debo besarla, sin duda. ¿Me lo permite, querida, no?
Sin esperar respuesta abrazó a Cristina y luego la mantuvo a la distancia de sus brazos, contemplándola todavía entusiasmada. Al término del corredor sonó un gong. Fueron a comer.
Había una comida excelente: sopa de tomates, dos pollos asados rellenos, salchichas y budín de papas. El doctor Llewellyn y su señora hablaban sonrientes a sus invitados.
–Pronto se dará cuenta de las cosas, Manson -decía el doctor Llewellyn-. Sí, yo lo ayudaré a usted en todo lo que pueda. De paso, me alegro de que ese Edwards no consiguiera la designación. De ningún modo hubiera podido soportarlo, aunque medio le prometí decir algo en su favor. ¿Qué estaba diciendo? ¡Oh, sí! Bien, usted trabajará en el consultorio situado en la parte oeste, con el anciano doctor Urquhart, un hombre original, y el farmacéutico Gadge. Hasta ahora hemos tenido en el consultorio del lado este al doctor Medley y al doctor Oxborrow. ¡Oh! Todos buenos muchachos. Usted simpatizará con ellos. ¿Juega golf? Podríamos ir a veces a la cancha del Fernely… está sólo a nueve millas, valle abajo. Por supuesto, yo tengo bastante que hacer aquí. Sí, sí, a la verdad, personalmente yo no me ocupo de los consultorios. Tengo a mi cargo el hospital, atiendo los enfermos de indemnización de la compañía, soy médico oficial de la ciudad, tengo el nombramiento de la compañía de gas, soy cirujano del asilo y vacunador público. Ah!, también me corresponde realizar las investigaciones aprobadas por la Sociedad, amén del trabajo, que no es poco, de médico legista local. Y además -le centellearon los ojos sinceros- en mis ratos perdidos atiendo a una clientela privada algo considerable.
–Es una lista bien llena -dijo Manson. Llewel1yn resplandecía.
–Hemos conseguido redondear nuestros ingresos, doctor Manson. Ese autito que vió afuera costó la bagatela de mil doscientas libras. En cuanto a… ¡Oh, bien, no importa! No hay razón para que usted no obtenga aquí una buena entrada. Digamos trescientas o cuatrocientas libras si trabaja duramente. – Se detuvo, y luego, confidencial, humildemente sincero-: Hay una cosa sobre la cual creo que debo informarlo. Todos los médicos ayudantes han convenido en pagarme cada uno la quinta parte de sus ingresos. – Continuó rápidamente, sin subterfugios-: Se debe a que atiendo sus enfermos.
Cuando se encuentran ante un caso difícil cuentan con mi ayuda. Les da muy buen0s resultados, puedo asegurárselo.
Andrés lo miró con cierta sorpresa. – ¿No depende eso del Plan de Socorro Médico?
–Bien, no precisamente -dijo Llewellyn arrugando la frente. Fué convenido por los mismos médicos hace ya mucho tiempo. – ¿Pero…?
–Doctor Manson! – La señora Llewellyn lo llamó amablemente desde el otro extremo de la mesa-. Acabo de decirle a su mujercita que debemos vernos con frecuencia. Debe venir a tomar el té algún día conmigo. Me la reservará algunas veces, ¿ verdad, doctor? Y de vez en cuando iremos a Cardiff en el auto. Será muy agradable, ¿no, hijita?
–Por supuesto -prosiguió LleweIlyn finalmente-; usted saldrá ganando. Leslie, el mozo que estaba aquí antes de usted, era un flojo del diablo. ¡Oh, era un pésimo médico, casi tan malo como el viejo Edwards! No había modo de que administrase convenientemente una anestesia. Supongo que será usted un buen anestesista, doctor, ¿no?
En un caso grave, usted sabe, es indispensable tener un buen anestesista. Pero, ¡qué necio soy! No debemos hablar de estas cosas ahora. ¡Vaya, usted apenas acaba de llegar, no es justo importunarlo.
–Idris! – le gritó la señora LleweIlyn a su marido, feliz de comunicarle algo sensacional- Recién esta mañana se han casado. La señora Manson me lo acaba de decir. ¡Es una noviecita ¿Te lo hubieras imaginado? ¡Los inocentes!
–Bueno, bueno, pues -dijo LleweIlyn.
La señora Llewellyn acarició la mano de Cristina.
–Mi pobre ovejita! Pensar en el trabajo que irá a tener usted en ese estúpido Vale View. Yo iré a veces a ayudarla un poco.
Manson se ruborizó algo, concentrando sus ideas dispersas.
Sentía como que Cristina y él hubieran sido fundidos en cierto modo y metidos en una blanda pelota lanzada de aquí para allá con toda destreza entre el doctor Llewellyn y su señora. Sin embargo, juzgó propicia la última observación.
–Doctor Llewellyn -dijo con nerviosa resolución-, es muy cierto lo que dice la señora. Estaba pensando. me duele pedirlo, en si pudiera disponer de un par de días para llevar a Londres a mi mujer a fin de ver amueblados para nuestra casa y…, y una o dos cosas más.
Vió Andrés que los ojos de Cristina se le dilataban de sorpresa.
Pero Llewellyn asentía graciosamente con la cabeza. – ¿Por qué no? ¿Por qué no? Una vez que haya comenzado a trabajar le será difícil desprenderse. Usted se toma mañana y pasado, doctor Manson. ¿Ve usted? Estas son las cosas en que puedo servirlo.
Puedo ayudar algo a los ayudantes. Hablaré al Comité por usted.
No le habría importado a Andrés hablar personalmente al Comité o a Owen. Pero no dió importancia a la cosa Tomaron el café en el salón, en "tazas pintadas a mano", como lo hizo notar la señora Llewellyn. El marido de ésta ofreció cigarrillos en su cigarrera de oro.
–Déle una mirada, doctor Manson. Es un obsequio! Agradecido paciente! Pesada ¿no? No vale menos de veinte libras.
Hacia las diez el doctor Llewellyn echó una mirada a su hermoso reloj. A la verdad devoraba con los ojos el reloj, pues, podía contemplar aún los objetos inanimados, particularmente cuando le pertenecian, con esa afectuosa cordialidad que era tan suya. Por un instante Manson creyó que iba a extenderse en detalles intimas referentes al reloj. Pero en vez de ello observó:
–Tengo que ir al hospital. Hice una operación gastroduodenal esta mañana. ¿Y si me acompañaran en el auto para que lo conozca?
Andrés se levantó gustoso. – ¡Vaya! Me agradaría, doctor Llewellyn..
Ya que Cristina se hallaba incluida en la invitación, le dieron las buenas noches a la señora Llewellyn, quien les dirigió cordiales adioses desde la puerta y entraron al coche que los aguardaba, el que luego avanzó con silenciosa elegancia por la calle principal, doblando después hacia la izquierda.
Poderosos reflectores, ¿no? – observó Llewellyn al darles luzLuxite. Son un extra. Los encargué especialmente. – ¡Luxite! – dijo de pronto Cristina, con voz suave- ¿Seguramente son muy caros, doctor?
–Tenga la certeza de que lo fueron -asintió Llewellyn enfáticamente, dándole su importancia a la pregunta- Me costaron todos los.. peniques de treinta libras.
Andrés, gozando para sus adentros, no se atrevió a afrontar las miradas de su esposa.
–Hemos llegado -dijo Llewellyn dos minutos después- Este es mi hogar espiritual.
El hospital era una casa de ladrillos rojos, bien construida y con una calzada de cascajo. bordeada de laureles. En cuanto entraron se le iluminaron los ojos a Andrés. Aunque pequeño, el establecimiento era moderno, bien equipado. Mientras Llewellyn les mostraba el pabellón de operaciones, la sala de los rayos X, la de los entablillamientos, las dos hermosas y bien ventiladas sa1as de los enfermos, Andrés meditaba regocijado: "Esto es perfecto, perfecto. ¡Qué diferente de Drineffy! ¡Cuán bien cuidaré aquí a mis enfermos!"
Se encontraron con la directora, una mujer alta y huesuda que prescindió de Cristina, saludó a Andrés fríamente y luego so derritió en adoración ante Llewellyn.
–Conseguimos muy bien todo lo que necesitamos aquí, directora, ¿no? – dijo Llewellyn-. No tenemos más que dirigirnos al Comité. Son buenas personas, tomados en conjunto. ¿Cómo sigue mi gastroenterostomía?
–Muy bien, doctor Llewellyn -murmuró la directora.
–Bueno. La veré dentro de un minuto. – Volvió a llevar a Cristina y a Andrés hasta el vestíbulo.
–Sí, lo reconozco, Manson, me siento orgulloso de este sitio. Lo considero como mío. Nadie puede reprocharme por ello. Podrá llegar a su casa, ¿no? Y mire, cuando regrese el miércoles, telefonéeme.
Podría necesitarlo para una anestesia.
Caminaron un rato silenciosos y luego Cristina le tomó el brazo a Andrés. – ¿Bien? – interrogó ella.
El podía adivinar su sonrisa en la oscuridad.
–Me gusta el hombre -dijo rápidamente-. Me gusta bastante. ¿Te fijaste también en la directora… como si hubiera querido besarle sus ropas? Pero ¡por Júpiter Es un hospitalito maravilloso. Y nos dieron una buena comida. No son mezquinos. Sólo… ¡oh, yo no lo sé!… ¿por qué tengo que pagarle la quinta parte de nuestro sueldo? No suena decoroso, ni siquiera conforme a la ética. Y en cierto modo… siento como que me hubiera halagado, aplacado y dicho que fuera un buen niño.
–Has sido un niño muy bueno al pedir estos dos días. Pero en realidad, querido ¿cómo lo haremos? No tenemos dinero para comprar muebles todavía.
–Espera y verás -respondió él misteriosamente.
Dejaron atrás las luces de la ciudad y hubo entre ellos un extraño silencio mientras se acercaban a Vale View. El contacto de la mano de Cristina sobre su brazo le era delicioso a Andrés. Lo invadió una gran onda de amor. Pensó en ella, casada precipitadamente en un pueblo minero, arrastrada por las montañas en un destartalado camión, metida en una casa medio vacía donde su tálamo nupcial debería ser el solo lecho de ella…, y soportando estas durezas y estrecheses con valor y sonriente ternura. Ella lo amaba, confiaba en él, creía en él. Lo henchía una enorme resolución. El pagaría eso, le mostraría, con su trabajo, que su fe en él era justificada.
Atravesaron el puente de madera.. El murmullo del arroyo, con sus revueltas orillas ocultas en la suave oscuridad de la noche, era dulce a sus oídos. Sacó la llave del bolsillo y la metió en la cerradura.
El hall estaba casi oscuro. Cuando hubo cerrado la puerta regresó a donde ella lo esperaba. El rostro de Cristina estaba luminoso, su frágil figura expectante pero indefensa. La rodeó dulcemente con sus brazos y le susurró extrañamente: -¿Cómo te llamas, amor mío?
–Cristina -respondió ella sorprendida. – ¿Cristina qué?
–Cristina Manson. – Su aliento le llegaba anhelante y él lo sentía tibio sobre sus labios.