I
Afuera, una lluvia torrencial oscurecía el espacio comprendido éntre las montañas que se alzaban a los lados de la única vía férrea. Las cimas de las elevaciones ocultábanse en la gris extensión del cielo, pero sus laderas descendían negras y desoladas, con las cicatrices de las excavaciones mineras, manchadas aquí y allá por grandes montones de escoria por los que vagaban algunas ovejas sucias, con la vana esperanza de hallar pastos. No se veía un arbusto ni una brizna de vegetación. Los árboles, contemplados a la luz declinante, eran magros y escuálidos espectros. En una curva de la línea dejóse ver el resplandor rojizo de una fundición, iluminando a una veintena de trabajadores desnudos hasta la cintura, con los torsos tensos y los brazos levantados en actitud de golpear. Aunque el cuadro desapareció rápidamente tras la confusión de las maquinarias de una mina, persistía una sensación tensa y vívida de fuerza. Manson suspiró profundamente. Sintió una afluencia de energía, una súbita y sobrecogedora alegría, nacida de la esperanza y la promesa del futuro.
Había llegado la noche, subrayando lo extraño y remoto del cuadro, cuando media hora después la máquina se detenía resoplando en Drineffy.
Por fin había llegado. Tomando la maleta, Manson saltó del tren y recorrió apresuradamente la plataforma, buscando anhelosamente una señal de bienvenida. A la salida de la estación, junto a un farol agitado por el viento, esperaba un anciano de rostro amarillento, sombrero, e impermeable como un camisón. Escudriñó a Manson con ojos ictéricos y, al hablar, su voz chirrió con acento desagradable. – ¿El nuevo ayudante del doctor Page?
–Así es. Me llamo Andrés Manson.
–Oh! Yo me llamo Tomás. Suelen decirme "el viejo Tomás". Aquí tengo el coche. Suba… a menos que prefiera nadar.
–Manson introdujo su maleta y trepó al desvencijado cochecito, tirado por un caballo negro, grande y huesudo. Tomás lo siguió, empuñó las riendas y estimuló al animal. – jVamos, Taffy! – exclamó.
Partieron al través de la población que, pese al propósito de Andrés de darse cuenta de su trazado, debido a la fuerte lluvia sólo dejaba ver un confuso agrupamiento de casas alineadas bajo las altas y siempre presentes montañas. Durante varios minutos el viejo cochero no pronunció una palabra, sino que siguió dirigiendo miradas pesimistas a Andrés por debajo del ala de su sombrero que chorreaba. No se parecía en absoluto al gigante cochero de un médico afortunado, sino que, por el contrario, hallábase desaliñado y desaseado, y durante todo el tiempo despedía un peculiar y penetrante olor a establo. Dijo por fin:
–Acaba de obtener su título, ¿eh? ~ Andrés asintió con una inclinación de cabeza.
–Lo sabía. – El viejo Tomás escupió. Su triunfo lo puso más gravemente comunicativo. El último ayudante se fué hace diez días. Casi todos ellos prefieren irse. – ¿Por qué? Andrés sonrió a pesar de su nerviosidad.
–Me parece que para uno solo el trabajo es excesivo. – ¿Y para dos?. ~Usted verá. Un instante después, del mismo modo que un guía pudiera indicar una hermosa catedral, Tomás levantó el látigo y señaló al extremo de una hilera de casas donde, desde una pequeña puerta iluminada, salía una nube de vapor. Vea. Aquí está la señora y mi casita. Ella recibe la ropa para el lavado. Una secreta complacencia le hizo encoger el largo labio superior. Quizá pronto necesite conocerla.
Allí terminaba la calle principal. Doblando por un corto y accidentado camino lateral, atravesaron un terreno baldío y penetraron en la estrecha cochera de una casa aislada de las hileras restantes, detrás de un fresno achaparrado. Sobre la puerta leíase el nombre de Bryngower.
–Hemos llegado – dijo Tomás, deteniendo el caballo.
Andrés descendió. Instantes después, mientras se preparaba a hacer su entrada, la puerta delantera se abrió de repente y fué efusivamente saludado en el hall iluminado, por una mujer alta, enjuta y sonriente, de unos cincuenta años, rostro sereno y claros ojos azules.
–Bien, bien. Debe ser el doctor Manson. Adelante, por favor, adelante.
Yo soy la hermana del doctor, la señorita Page. Espero que no haya tenido un viaje desagradable. Me alegro de verlo. He estado casi fuera de mí desde que nos dejó ese terrible mozalbete que tuvimos últimamente. Debiera haberlo visto. Sin duda, era despierto como he conocido poco.~. iOh!, pero no importa. Ahora que se encuentra usted aquí todo está muy bien.
Adelante, yo misma le mostraré su cuarto.
La habitación de Andrés, ubicada en los altos, era un pequeño departamento, provisto de una cama de bronce, una cómoda barnizada de color amarillo y una mesa de bambú con una palangana y una jarra. Mirando en torno, mientras los claros ojos azules de ella inquirían en su rostro, dijo con angustiada cortesía:
–Parece muy cómodo, señorita Page.
–Sí, en verdad. – Ella sonrió y le golpeó maternalmente en la espalda-o Estoy segura de que se hará famoso aquí. Tráteme usted amablemente y yo lo trataré amablemente. No puedo hablarle más francamente, ¿verdad?
Venga ahora a conocer al. doctor Page. – Hizo una pausa, interrogándolo aún con la mirada y esforzándose por ser espontánea- No sé sí se lo decía en mi carta, pero…, en realidad, el doctor no ha estado muy bien últimamente.. .
Andrés la miró con súbita sorpresa. – iOh!, no es nada grave -añadió rápidamente antes de que él pudiera hablar-. Ha estado en cama unas semanas. Pero pronto estará muy bien. No se engañe al respecto.
La siguió perplejo hasta el fin del pasadizo, donde abrió una puerta exclamando alegremente:
–Aquí está el doctor Manson, Eduardo, nuestro nuevo ayudante. Viene a saludarte.
Mientras Andrés penetraba en la habitación, un largo dormitorio malamente amueblado, con cortinas de felpilla bien cerradas y un pequeño fuego en la chimenea, Eduardo Page se dió vuelta lentamente en el lecho, pareciendo hacer un gran esfuerzo. Era un hombre grande, huesudo, acaso de unos sesenta años, con facciones vigorosamente acentuadas y ojos brillantes y cansados. Toda su expresión tenía un sello de sufrimiento y una especie de fatigada resignación. Y había algo más. La luz de la lámpara de aceite, proyectándose encima de la almohada, descubrla la mitad de su rostro inexpresivo y ceroso. El lado izquierdo del cuerpo hallábase igualmente paralizado y la mano izquierda, que descansaba sobre un cobertor de retazos, estaba contraída como un cono brillante. Observando estas huellas de un ataque grave y nada reciente, Andrés tuvo la sensación de experimentar un súbito desmayo. Hubo un extraño silencio.
–Confío en que esto le agradará -observó por fin el doctor Page, hablando lenta y trabajosamente, embrollando un poco sus palabras- Espero que el trabajo no le resultará excesivo. Es usted muy joven.
–Tengo veinticuatro años, señor -respondió secamente Andrés-. Sé que éste es el primer trabajo que tengo y todo eso… pero no me asusta el trabajo.
–Ahí tienes, Eduardo! – prorrumpió la señorita Page-. ¿No te dije que con el próximo tendríamos suerte?
El rostro de Page adquirió una inmovilidad todavía mayor. Observaba a Andrés. Luego su interés pareció decaer y dijo con voz fatigada:
–Espero que usted se quedará.
–Válgame Dios! – exclamó la señorita Page-. Qué cosas dices! – Se volvió a Andrés sonriente y como disculpándose- Es que hoy ha estado un tanto decaído. Pero pronto estará en pie y trabajando. ¿No es así, querido? – Inclinándose, besó cariñosamente a su hermano- Bien. En cuanto comamos nosotros te haré subir la comida por Anita.
Page no respondió. De perfil, el rostro de aspecto pétreo dejaba ver la boca torcida. Su mano buena se extendía en la dirección del libro que se hallaba sobre la mesa de luz, titulado Los pájaros silvestres de Europa. Aun antes de que el paralítico comenzase a leer, Andrés tuvo la sensación de que la entrevista había terminado.
Mientras bajaba a comer, su pensamiento extraviábase penosamente.
Había solicitado esa ayudantía en respuesta a un aviso del Lancet. Sin embargo, en la correspondencia cambiada a ese fin con la señorita Page -que había llegado a asegurarle el puesto-, no se hacía la menor referencia a la enfermedad del doctor Page. Pero Page estaba enfermo, no cabía duda respecto a la gravedad del derrame cerebral que lo había invalidado.
Pasarían meses antes de que se hallase nuevamente en condiciones de trabajar si es que, en fin de cuentas, no quedaba incapacitado para siempre.
Con un esfuerzo disipó la inquietud de su mente. Era fuerte, joven, y no tenía inconveniente alguno en realizar el trabajo extraordinario a que quizá lo obligaría la enfermedad de Page. En realidad, dentro de su entusiasmo, esperaba una avalancha de llamados.
–Tiene usted suerte, doctor -dijo entusiastamente la señorita Page al entrar en el comedor- Esta noche puede cenar de inmediato. Nada de atender enfermos. Dai Jenkins se ha encargado de ello. – ¿Dai Jenkins?
–Es nuestro boticario -confesó inadvertidamente la señorita Page-. Un muchacho muy dócil y animoso, también. Algunos hasta lo llaman "doctor Jenkins", aunque, por supuesto, no puede comparársele con el doctor Page.
Estos últimos diez días ha atendido las consultas y también ha hecho visitas.
Andrés la miró con renovado interés. Todo cuanto se le había dicho, todas las advertencias que le habían hecho acerca de los dudosos procedimientos médicos empleados en estos remotos valles de Gales, acudían a su memoria. De nuevo tuvo que hacer un esfuerzo para callarse.
La señorita Page se sentó a la cabecera de la mesa, de espaldas al fuego. Cuando se hubo arrellanado confortablemente en su silla, con un almohadón, suspiró con anticipada felicidad y agitó la pequeña campanilla que tenía delante. Una sirvienta de mediana edad, de cara pálida y limpia, entró con la comida echando a Andrés una furtiva mirada.
–Anita, ven -exclamó la señorita Page poniendo manteca a un trozo de pan fresco que se llevó luego a la boca-. Es el doctor Manson.
Anita no respondió. Silenciosa y circunspecta, sirvió a Andrés una tajada muy delgada de carne de pecho, hervida y fría. A la señorita page le sirvió lo mismo y, además, un poco de leche fresca. Luego de verter el inofensivo líquido y de llevárselo a los labios, ésta le explicó, mirándolo:
–No he almorzado bastante, doctor. Además, tengo que observar mi dieta. Es la sangre. Debo tomar un poquito de leche para la sangre.
Andrés, resueltamente, masticó el insípido trozo de carne y bebió agua fría. Después del descontento momentáneo, la principal dificultad residía en su propio sentido humorístico. Después de todo no podía pretender que hubiese manjares deliciosos en la mesa de esos ásperos valles.
La señorita Page comió en silencio. Finalmente, puso manteca a la última rebanada de pan, terminó el trozo de carne, limpióse los labios luego de beber el resto de leche y se echó hacia atrás en la silla, descansando el cuerpo delgado, mirando con cautela, como calculando. Parecía dispuesta a permanecer en la mesa, inclinada a las confidencias, quizá tratando de estimular a Manson con su ejemplo.
Observándolo, pudo ver a un joven delgado y sencillo, moreno, de rasgos firmes, pómulos salientes, mentón afilado y ojos azules. Los ojos, al levantar la mirada eran extraordinariamente firmes y escrutadores, no obstante la nerviosa tensión de las cejas. Y, aunque Blodwen Page no lo supiese,.hallábase frente a un tipo celta. Si bien reconocía el vigor y la despierta inteligencia revelados por el rostro de Andrés, lo que más le agradó fué su aceptación sin reparos a esa mezquina tajada de carne de tres días. Pensó que, no obstante parecer hambriento, no resultaría difícil alimentarlo.
–Estoy segura de que nos haremos famosos, usted y yo -elijo nuevamente en un tono muy afable-. Sólo necesitamos un poquito de suerte para que todo cambie. Melosamente le refirió sus tribulaciones e hizo un vago esbozo de las tareas del consultorio y de su situación- Ha sido terrible, amigo mío. No sabe usted. Con la enfermedad del doctor Page, sus malvados e ineptos ayudantes, sin ningún ingreso y con muchos egresos… bien,… no lo creería! Y el trabajo que me ha costado mantener satisfechos al gerente y a los empleados de la mina -Es de ellos que proviene el dinero de la profesión- ni qué decir tiene -añadió encogiéndose de hombros- "En Drineffy se trabaja de este modo: en el presupuesto de la compañía figuran tres médicos… aunque, por supuesto, debe usted tener en cuenta que de todos ellos el doctor Page es el más inteligente. Y además.. el tiempo que ha estado aquí!, cerca de treinta años, o más, que es bastante decir, me parece.
Ahora bien: estos médicos pueden tener tantos ayudantes como deseen -el doctor Page a usted, el doctor Nicholls a un joven con aspiraciones, llamado Denny-, pero los ayudantes nunca figuran en las listas de la compañía. De todos modos, como le decía, la compañía deduce un tanto de los sueldos y salarios del personal empleado en las minas y canteras y paga de ellos a los médicos registrados, conforme al número de hombres voluntariamente inscriptos en sus respectivas listas.
Se interrumpió, observándolo interrogativamente.
–Creo que comprendo cómo es el sistema, señorita Page.
–Bien, entonces! – la hermana del médico rió-. Ya no tiene que preocuparse por eso. Todo lo que debe recordar es que trabaja para el doctor Page. Esto es lo fundamental, doctor. Recuerde que trabaja para el doctor Page, y los dos estaremos en la gloria.
A Manson, silencioso y observador, parecióle que ella se había humillado demasiado. Con una mirada al reloj, enderezó y colocó la servilleta en el servilletero de asta. Luego se puso de pie. Su voz era ahora diferente, seria, formal:
–A propósito, hay un llamado para la calle Glydar número siete. Llegó después de las cinco. Sería mejor que fuese usted de inmediato.