El tren de bajada se detenía en cada estación, no corría con la suficiente rapidez; por supuesto que no. El humor de Manson ya se había alterado. Hundido en el asiento del rincón y ansioso de llegar, lo atormentaban sus pensamientos.
Por primera vez comprendió lo egoísta que había sido en estos últimos meses al considerar sólo el lado suyo del asunto. Todas lass dudas sobre el matrimonio, su cavilación en hablar a Cristina, se habían subordinado a sus propios sentimientos y había contado con que ella lo aceptaría. ¿Pero si hubiera incurrido en una espantosa, equivocación? ¿Si ella no lo amaba? Se vió rechazado, escribiendo tristemente una carta al Comité, para manifestarle que, "debido a causas ajenas a mi voluntad", no podía aceptar el cargo. Ahora la veía vívidamente ante sus ojos. ¡Qué bien la conocía, aquella suave e indagadora sonrisa, la manera cómo ella descansaba, la mano apoyada contra su mentón, el sereno candor de sus oscuros ojos castaños!
Sintióse invadido por una dolorosa y vehemente inquietud. ¡Cristina querida! Si debía renunciar a ella, no le importaba ya lo que a él mismo pudiera ocurrirle.
A las nueve, el tren aminoró la marcha en Drineffy. En un instante estuvo en el andén, y después, caminando por la calle del Ferrocarril. Aunque no esperaba a Cristina hasta la mañana siguiente, había, sin embargo, la posibilidad de que ya hubiera llegado. Avanzó por la calle Chapel, doblando la esquina del Instituto. Una luz en la habitación anterior de su casa le produjo la emoción de la esperanza.
Diciéndose a sí mismo que debía reprimirse, que tal vez no era más que la patrona de Cristina que le preparaba su pieza, se precipitó a la casa y aguardó en la sala.
Sí! Era Cristina. Estaba arrodillada frente a algunos libros en el rincón, acomodándolos en el estante inferior. Terminada esa tarea, había comenzado a ordenar el cordel y el papel que tenía a su lado en el suelo. Su maleta con su chaqueta y sombrero estaban en una silla.
Advirtió Andrés que había llegado haría muy poco.
–Cristina.
Ella se volvió, todavía de rodillas, con un mechón de cabellos sobre la frente, y luego se levantó con un grito de sorpresa y de placer: -¡Andrés! ¡Qué bueno que haya regresado!
Adelantándose hacia él con el rostro iluminado, le tendió la mano. Pero él le tomó ambas manos en las suyas y las mantuvo estrechamente oprimidas. La miraba intensamente. La adoraba más que nunca con esa pollera y esa blusa que llevaba. En cierto modo acrecentaban su fragilidad y delicadeza, la tierna dulzura de su juventud. De nuevo le palpitaba el corazón a Andrés.
–Cristina, tengo que decirle algo.
Sus ojos reflejaron interés. Ella le estudiaba el semblante pálido y sucio a causa del viaje, con verdadera ansiedad. Díjole rápidamente: -¿Qué ha ocurrido? ¿Más dificultades con la señorita Page? ¿Se va usted?
El sacudió la cabeza, oprimiendo las manecitas más fuertemente entre las suyas. Luego, de una vez, se lo dijo todo:
–"Cristina, he conseguido un puesto, el puesto más maravilloso.
En Aberalaw. He estado allá a ver al Comité. Quinientas libras al año y casa. ¡Casa, Cristina! ¡Oh, querida… Cristina! ¿Podría usted…, querría usted casarse conmigo?..
Ella se puso muy pálida. Los ojos resplandecieron en su rostro pálido. Parecía que el aliento se le quedaba en la garganta. Dijo débilmente:
–Y yo creí… creí que usted me iba a dar malas noticias.
–No, no -.respondió él con vehemencia- Es la noticia más maravillosa, querida. ¡Oh, si usted hubiera visto el lugar! Muy abierto y limpio, con campos verdes, buenas tiendas y calles, un parque oh, Cristina!, un hospital. Sólo si usted se casa conmigo, podemos partir allá al momento.
Los labios de Cristina estaban sueltos y trémulos. Pero los ojos le sonreían, le sonreían con un extraño y resplandeciente brillo. – ¿Es esto por Aberalaw o por mí?
–Es por usted, Cristina! Oh, usted sabe que la amo!, pero, pero … ¡tal vez usted no me ama…!
La garganta de ella emitió un leve sonido y se le acercó hasta reposar la cabeza en su pecho. Mientras los brazos de Andrés la rodeaban, Cristina murmuró con palabras entrecortadas: -¡Oh, Andrés! Siempre te he amado… -sonriendo a través de sus lágrimas de alegría-¡Oh, siempre, desde que te ví entrar en aquella estúpida sala de clases.