–Por sUpuesto, tendremos que dar una razón en nuestros avisos; doctor -dijo Turner, golpeándose suavemente los dientes con el cabo del lápiz-. Todo comprador no podrá menos de preguntarse: "¿Por qué renuncia un médico a semejante mina de oro?". Porque, discúlpeme que se lo diga, doctor, es una mina de oro. Jamás he visto tales ingresos en dinero contante durante muchos días. ¿Diremos que por motivos de salud? – ¡No! – contestó bruscamente Andrés-. Dígales la verdad. Diga… -se contuvo-, ioh!, diga que por razones personales.
–Muy bien, doctor -y el señor GemId Turner escribió su proyecto de aviso: "Abandonado por motivos puramente personales y sin relación con la profesión."
Andrés concluyó: -y recuerde, yo no exijo una fortuna por esto…, sólo un buen precio.
Hay unos cuantos cucañeros que no seguirían a mi reemplazante.
A la hora del almuerzo Cristina trajo dos telegramas que le habían llegado. Andrés les había -pedido a Denny y a Rape que respondieran telegráficamente a las cartas que les había escrito el día anterior.
El primero, de Denny, decía: "Comprometido. Espérame mañana por la tarde."
El segundo declaraba con típica impertinencia: "Debo pasar toda la vida con locos. Características de ciudades provincianas inglesas: Cantinas, ganado, catedrales y mercados de cerdos. ¿Dijo usted laboratorio?". (Firmado): Contribuyente indignado.
Después del almuerzo Andrés se fué al Victoria. No era la hora de visita del doctor Thoroughgood, mas ello sirvió admirablemente a sus propósitos. No deseaba alborotos ni desagrados, y menos que nada deseaba molestar a su jefe, que -no obstante su obstinación y excesivo interés por los médicos-barberos del pasado- Andrés lo reconocía, le había tratado bien.
Sentado junto al lecho de María, le explicó privadamente lo que pensaba hacer.
–Fué culpa mía el comenzar -le dijo palmoteándole la mano tranquilizadoramente-. Debí prever que éste no era precisamente el sitio para usted. Notará una gran diferencia cuando llegue a Bellevue, una gran diferencia, María. Pero aquí han sido muy bondadosos con usted, y no hay para qué herir los sentimientos de nadie. Debe decir que desea salir el miércoles próximo; si no lo quiere hacer usted misma, yo haré que Con escriba y manifieste que desea que salga. Tienen tanta gente esperando camas, que será fácil. Entonces yo la llevaré en auto a Bellevue, el mismo día. Dispondré de una enfermera y de todo lo necesario. Nada más sencillo… ni mejor para usted.
Volvió a casa con el sentimiento de una realización más, experimentando que comenzaba a despejar el laberinto en que había caído su vida. Aquella tarde en el consultorio comenzó a despedir a los crónicos, a sacrificar sin piedad a su clientela predilecta.. Doce veces en el curso de una hora declaró firmemente:
–Esta será su última visita. Ha estado viniendo mucho tiempo. Se halla mucho mejor ahora. Y no le aprovecha seguir tomando remedios.
Era asombroso, al final de todo, cuánto más aliviado se sentía. Ser capaz de decir honradamente, valientemente, lo que pensaba. Era un lujo que se había negada durante mucho tiempo. Fué a ver a Cristina con paso casi infantil.
–Ahora mé parezco menos a un vendedor de sales de baño. – y poco después-: ¡Dios mío! ¡Cómo puedo hablar así! Olvido lo que ha ocurrido…
Vidler…, todo lo que he hecho.
Entonces sonó el teléfono. Cristina fué a atenderlo y a Andrés le pareció que había estado ausente mucho rato y encontró que su semblante revelaba una extraña tensión.
–Alguien te necesita en el teléfono. – ¿Quién?..
En el mismo instante comprendió que lo había llamado Francisca Lawrence. Hubo en la pieza un silencio. Luego, apresuradamente, dijo:
–Dile que no estoy. Que he salido. No, ¡espera! – su expresión acusó una resolución enérgica y salió con paso firme-. Yo mismo le hablaré.
Volvió a los cinco minutos para encontrarla sentada en su rincón familiar cerca de la luz, con algún trabajo entre las manos. La miró disimuladamente y luego miró afuera, avanzó hasta la ventana y se quedó pensativamente allí, con las manos en los bolsillos. El apacible sonido de las agujas de tejer lo hizo sentirse extremadamente tonto, como un perro triste y estúpido que vuelve a casa sucio, zalamero y con la cola entre las piernas, después de alguna correría ilícita. Al fin ya no se pudo contener. Todavía dándole la espalda a Cristina, dijo:
–Eso también ha concluído. Puede interesarte saber que fué mi estúpida vanidad… y el interés. Siempre te he amado ~de pronto se lamentó: Fué todo culpa mía, Cristina. Estas gentes no conocen a nadie distinto de ellas mismas; pero yo sí. Estoy saliendo de esto demasiado fácilmente. Pero déjame decirte…, ya que estaba en el teléfono, llamé a Le Hoy, pensando que tenía otro asunto pendiente. Los productos Cremo ya no se interesarán por mí en lo futuro. También me he eliminado de su personal. Y, ¡por Dios!, veré que me dejen fuera.
Cristina no respondió, pero el ruido de sus agujas ponía una nota alegre en la estancia silenciosa. Andrés debió permanecer mucho tiempo allí, con sus avergonzados ojos fijos en el movimiento de la calle, en las luces que surgían en la oscuridad. Cuando por fin se dió vuelta, la creciente oscuridad habia invadido toda la pieza, pero ella todavía estaba sentada allí, casi invisible en la silla, una leve figurita abstraída en su labor.
Esa noche despertó Andrés angustiado y transpirando, buscándola a tientas, todavía trémulo por los terrores de su sueño. – ¿Dónde estás, Cristiaa? Estoy arrepentido. Estoy verdaderamente arrepentido. Haré cuanto pueda para ser bueno contigo en adelante.
–Luego, más tranquilo, ya casi despierto-: Tendremos un descanso cuando vendamos esto. i Dios mío! Tengo los nervios destrozados. jY pensar que un día te llamé neurótica! Y cuando nos instalemos, dondequiera que sea, tendrás un jardín, Cristina. Sé que te gusta. Recuerda… ¿Recuerdas a Vale View, Cristina?
A la mañana siguiente le trajo un gran ramo de crisantemos.
Se esmeraba con todo su antiguo ardor, por mostrarle su cariño, no con aquella generosidad ostentosa que ella aborrecía _el recuerdo de aquel almuerzo en el Plaza todavía lo hacIa estremecerse!-, sino por vías modestas, discretas, casi olvidadas, A la hora de! té, cuando él llegó con un bizcocho de los que tanto le gustaban a Cristina, y además de esto le llevó en silencio sus zapatillas de casa, que estaban en el armario al final del corredor, ella se irguió en su silla frunciendo el ceño y protestando suavemente:
–No, queridito, no…, o voy a molestarme seguramente. En la próxima semana te estarás tirando el pelo y andarás dando puntapiés por la casa…, como lo hacías antiguamente. – ¡Cristina! – exclamó Andrés, entristecido-. ¿No adviertes que todo ha cambiado? De hoy en adelante yo te haré las cosas.
–Perfectamente, perfectamente, querido.
Se frotó sonriente los ojos. En seguida, con un fuego que nunca Andrés hubiera sospechado en ella, prosiguió:
–No me importa cómo sea, con tal de que estemos juntos. No quiero que andes tras de mÍ. Todo lo que te pido es que no vayas tras de nadie más.
Esa tarde llegó Denny, como lo había prometido, para la comida.
Traía un recado de Rape, que lo había llamado por teléfono desde Cambridge para decide que no podría llegar a Londres esa noche.
–Me dijo que lo retenían los negocios -declaró Denny sacudiendo su pipa-. Pero temo para mí que el amigo Rope tendrá pronto una novia.
Negocios románticos… el matrimonio de un bacteriólogo. – ¿Expresó algo respecto de mi idea? – Preguntó vivamente Andrés.
–Sí, está ansioso…, lo que no importa; inmediatamente podríamos metérnoslo en el bolsillo y llevarlo a cualquier parte. Y yo también estoy ansioso. – Denny desdobló la servilleta y se sirvió ensalada-. No puedo comprender cómo un proyecto magnífico como éste salió de tu insensata cabeza. Particularmente cuando me imaginé que te habrías instalado como un comerciante en jabón, del West End. Infórmame al respecto.
Andrés se lo refirió todo y con entusiasmo creciente. Comenzaron a discutir el plan en sus detalles más prácticos. De pronto se dieron cuenta de cuánto habían avanzado cuando dijo Denny:
–Opino que no debemos elegir una ciudad demasiado grande. Menos de veinte mil habitantes… es ideal. Allí podríamos hacer grandes cosas con la mayor facilidad. Mira un mapa del West Midlands. Encontrarás muchísimos pueblos industriales atendidos por cuatro o cinco médicos que cortésmente luchan entre sí y en que el Viejo doctor en medicina saca media amígdala en una mañana y prepara una droga la siguiente. Es precisamente allí donde podemos demostrar nuestra idea de la cooperación especializada.
No nos meteremos a la fuerza. Sencillamente llegamos, por así decir. ¡Dios mío! ¡Me gustaría verles la cara…, quiero decir, la cara de los doctores Brown, Jones y Robinson. Tendremos que tolerar muchas ofensas; podemos hasta ser linchados. Pero, hablando en serio, necesitamos una clínica central, como tú dices, con el laboratorio de Hope anexo. Aún podríamos tener en los altos un par de camas. Al principio no será muy en grande: se trata de adaptación más que de edificación, supongo, pero tengo el presentimiento de que echaremos raíces.
De pronto, al advertir el brillo de los ojos de Cristina mientras escuchaba sentada su disertación, se sonrió: -¿Qué le parece, señora? Descabellado, ¿no?
–Sí -replicó, con algo de ronquera-. Pero son las cosas descabelladas las que valen.
–Esa es la palabra, Cristina! ¡Por Dios! Esto vale. Andrés empuñó el cuchillo, golpeando con el puño:
–El plan es bueno. ¡Pero el ideal es el que está detrás del plan! Una nueva interpretación del juramento hipocrático; una absoluta fidelidad al ideal científico; nada de empirismo, nada de métodos falsos, de recetar al azar, de arrebatarse los honorarios, de afán de dinero ni de halagar a los hipocondríacos. i Oh, por Dios! Dénme un trago. Mis cuerdas vocales no resisten, debería tener un tambor.
Conversaron hasta la una de la madrugada. La gran excitación de Andrés era un estímulo hasta para el estoico Denny. Su último tren había partido hacía mucho. Lo alojaron en la habitación desocupada y cuando, a la mañana siguiente, salió precipitadamente después del desayuno, prometió regresar el viernes próximo., Entretando, vería a Rape y -prueba final de su entusiasmo- compraría un mapa detallado de West Midlands. – ¡Esto marcha, Cristina, esto marcha! – dijo Andrés con tono triunfal al regresar de la puerta-. Felipe es ocre como la mostaza. No dice mucho.
Pero lo conozco.
Ese mismo día los primeros interesados estuvieron a ver el consultorio. Vino un presunto comprador, seguido luego de otros. GeraId Turner venía en persona con los compradores que presentaban más probabilidades. Poseía un lenguaje fluído y elegante, que aplicaba incluso a la arquitectura del garage. El lunes acudió dos veces el doctor Noel Lowry: por la mañana, solo, y acompañado del agente, por la tarde. Después Turner le telefoneó a Andrés, en tono confidencial:
–El doctor Lowry está interesado, doctor, muy interesado podría decirle. Tiene particular interés en que no hagamus la venta hasta que su esposa tenga ocasión de ver la casa. Ella está en la costa con los niños.
Llega el miércoles.
Era el día en que Andrés había dispuesto llevar a María a Bellevue, pero le pareció que la cosa podía quedar en manos de Turner. En el hospital todo había ocurrido según lo previera. María debía partir a las dos. Andrés había comprometido a la enfermera Sharp para que los acompañase en el auto.
Llovía a cántaros cuando, a la una y media, Andrés partió en dirección a la calle Welbeck para recoger a la enfermera Sharp. Estaba ésta con el genio avinagrado, en espera, pero de mala gana, cuando él llegó al número 57 A. Desde que Andrés la había notificado de que prescindiría de sus servicios al término del mes, sus maneras habían sido más desagradables todavía. Barbulló una respuesta a su saludo y subió al auto.
Afortunadamente, no tuvo dificultades con María. Andrés se detuvo cuando esta llegaba a la pieza del portero y un momento después ya estaba en el asiento posterior del lujoso coche con la enfermera Sharp, confortablemente envuelta en una manta y con una botella caliente a los pies. No había recorrido mucho, sin embargo, cuando Andrés comenzó a arrepentirse de haber traído a la taimada y suspicaz enfermera. Era evidente que ella consideraba ese viaje como algo ajeno a sus obligaciones. Se extrañaba de cómo había logrado entenderse con ella tanto tiempo. A las tres y media llegaron a Bellevue. La lluvia ya había cesado y el sol asomaba por entre las nubes cuando ascendían a la explanada. María se inclinó, fijando nerviosamente los ojos, con un poco de recelo, en el sitio en el que la habían hecho poner tantas esperanzas.
Andrés encontró a Stillman en la oficina. Estaba ansioso de examinar con él a la enferma, pues el asunto del neumotórax le pesaba como plomo en el espíritu. Habló de ello mientras fumaba un cigarrillo y bebía una taza de té.
–Muy bien -asintió Stillman cuando Andrés hubo terminado-.
Subiremos ahora mismo.
Y lo guió a la pieza de María, qne ya estaba en cama, descolorida a causa del viaje y todavía inclinada al recelo, mirando a la enfermera Sharp que, de pie en un extremo de la pieza, le doblaba su vestido. Se agitó un poco cuando avanzó Stillman.
Este la examinó meticulosamente. Calmo, silencioso, absolutamente preciso, la revisación de Stillman fué para Andrés unn revelación. No era zalamero con los enfermos. No era ostentoso. A la verdad, no se parecia a un médico en su labor. Se parecía a un hombre de negocios enredado en las complicaciones de una máquina de sumar ecnada a perder. Aunque usaba el estetoscopio, lo más de su investigación era táct.il, un palpamiento de los espacios intercostales y supraclaviculares, como si, con sus delicados dedos, pudiera verdaderamente advertir el estado de las celdillas del pulmón vivo y palpitante allá dentro.
Cuando concluyó no le dijo nada a María, sino que invitó a Andrés a salir de la habitación.
–Neumotórax -expresó-. No cabe duda. Ese pulm6n debería haber sido comprimido hace semanas. Voy a hacerlo al instante. Vaya y dígaselo.
Mientras Stillman iba a ver su aparato, Andrés regresaba junto a María y le informaba de su decisión. Habló dándole a la cosa la menor importancia que pudo; sin embargo, fué evidente que la perspectiva inmediata de la operación sobresaltó más todavía a la enferma. – ¿Usted lo hará? – preguntó con tono intranquilo. ¡Oh, preferiría que lo hiciese usted!
–No es nada, María. No sentirá dolor alguno; yo estaré aquí. Yo lo ayudaré. Veré que nada le.ocurra.
Había tenido realmente la intención de abandonar toda la tarea a Stillman. Pero como ella estaba tan nerviosa, tan suspensa de él, y como, a la verdad, se sentía responsable de que estuviese allí, fué a la sala de tratamientos y le ofreció su ayuda a Stillman.
Diez minutos después, estaban listos. Cuando trajeron a María, Andrés le dió la anestesia local. En seguida se hizo cargo del manómetro, mientras Stillman· insertaba hábilmente la aguja, controlando la entrada del nitrógeno esterilizado a la pleura. El aparato era exquisitamente delicado, y StilIman un maestro de la técnica, indudablemente. Manejaba hábilmente la cánula, haciéndola avanzar con destreza, con los ojos fijos en el manómetro para el sonido final que anunciaba la perforación de la pleura parietal. Tenía su propio método de manipulación profunda para prevenir el enfisema quirúrgico.
Después de una primera fase de nerviosidad aguda, la intranquilidad de María disminuyó poco a poco. Se abandonó a la operación con creciente confianza, y al final pudo sonreírle a Andrés, enteramente tranquila. De nuevo en su salita, le dijo:
–Usted tenía razón. No era nada. No siento que me hayan hecho nada. – ¿No? – Andrés frunció el ceño y luego rió-. Así debe ser: ningún alboroto, ninguna impresión de algo terrible; me gustaría que todas las aplicaciones fuesen así. Pero, con todo, le hemos inmovilizado el pulmón.
Ahora descansará. y cuando comience a respirar otra vez, créamelo, estará curada.
La mirada de María se clavó en él y luego vagó por la agradable piecita y a través de la ventana hasta el panorama del valle allá abajo.
–Me va a gustar esto, después de todo. No se afana por parecer bondadoso… el señor Stillman, quiero decir…, pero de todos modos una siente que lo es. ¿Cree usted que podría tomar té?