XII

El rescate de Sam Bevan era algo ordinario en una cIudad que había conocido anteriormente el horror y la agonía de desastres mucho mayores. Sín embargo, en su propio distrito le dió mucho crédito a Andrés. Si hubiera regresado con el solo éxito de Londres a cuestas, habría ganado únicamente una burla más por "una nueva estupidez de reciente invención". Con lo hecho, recibió saludos y aun sonrisas de gentes que antes no parecían haberlo mirado nunca. La popularidad real de un médico en Aberalaw podía ser medida a su tránsito por las calles. Y, donde Andrés había sido recibido antes con una hilera de puertas herméticamente cerradas, ahora las hallaba abiertas; los hombres que no estaban de turno y fumaban en mangas de camisa, prontos a conversar con él; las mujeres, listas para invitarlo a entrar mientras pasaba, y los niños saludándolo sonrientes por su nombre.

El viejo Gus Parry, perforador jefe del pozo número 2 y decano del distrito oeste, sintetizó la nueva corriente de opinión de sus compañeros al contemplar la figura de Andrés que se alejaba: -¡Eh, muchachos! No hay duda de que es hombre de libros.

Pero, con todo, puede hacer un trabajo real cuando se lo necesita.

Las tarjetas comenzaron a volver a Andrés, al principio poco a poco, y cuando vieron que él no trataba mal a sus desertores arrepentidos, en súbita avalancha. Owen se congratuló del aumento de la lista de Andrés. Encontrándolo un día en la plaza, le dijo sonriente: -¿No se lo previne yo?

Llewellyn había afectado gran placer por el resultado del examen. Felicitó efusivamente a Andrés por teléfono, y luego, con suavidad. le dió trabajo doble en la sala de operaciones.

–De paso -observó, mirándolo fijamente al término de una prolongada administración de éter-" ¿les dijo usted a los examinadores que era ayudante en una organización de soeorro médico?

–Les mencioné su nombre, doctor Llewellyn -respondIó suavemente Andrés-; Y eso lo allanó todo.

Oxborrow y Medley no se dieron por enterados del éxito de Andrés. Pero Urquhart se alegró sinceramente, aun cuando su comentario adquirió la forma de una explosión de censura: -iVáyase al diablo, Manson! ¿Qué se imagina usted que está haciendo? ¡Tratando de eliminarme!

A modo de homenaje a su distinguido colega, lo llamó en consulta para un caso de neumonía que atendía por entonces y quiso conocer su pronóstico.

–Mejorará -dijo Andrés, y dió razones científicas. Urquhart movió escépticamente la cabeza. Dijo:

–Jamás oí hablar de sus sueros polivalentes, de sus anticuerpos o sus unidades internaciocales. Pero la enferma se llamaba Powell antes de casarse. Y cuando a los Powell se les hincha el vientre en sus neumonías, mueren antes de los ocho días. Conozco la historia de la familia. Tiene el vientre hinchado, ¿no?

El anciano experimentó una especie de triunfo sombrío sobre el método científico cuando su paciente murió al séptimo dia.

Denny, ausente en el extranjero, nada supo del nuevo grado.

Pero una larga carta de Freddie Hamson le trajo una felicitación decisiva y algo inesperada. Freddie había visto los resultados en el Lancet, felicitaba a Andrés por su éxito, lo invitaba a Londres y luego le relataba sus grandes triunfos en la calle de la Reina Ana, donde, como lo había predicho aquella noche en Cardiff, brillaba ahora su limpia chapa de bronce.

–Es una vergüenza el modo cómo hemos perdido contacto con Freddie -declaró Manson-. Debo escribirle más a menudo. Siento que algún día lo veremos de nuevo. Hermosa carta, ¿no? – Sí, muy hermosa -respondi6 secamente Cristina- Pero habla casi toda de él mismo.

Con la aproximación de Navidad el tiempo se hizo más frío: días helados y noches tranquilas y estrelladas. Las calles endurecidas como hierro resonaban con los pasos de Andrés. El aire puro era como un vino estimulante. Ya tomaba forma en su mente la nueva etapa de su gran lucha dentro del problema de la inhalación de polvo. Sus hallazgos entre sus propios pacientes le habían infundido grandes esperanzas, Y obtuvo permiso de Vaughan para extender el campo de sus investigaciones haciendo un examen sistemático de todos los trabajadores de los tres pozos de antracita. Oportunidad maravillosa.

Se propuso adoptar como punto de referencia los trabajadores de pozo y los de la superficie. Comenzaría con el Año Nuevo.

La víspera de Navidad regresó del consultorio a Vale Vicw con un sentimiento extraordinario de alegría espiritual y de bienestar físico. Mientras recorría el camino le era imposible substraerse a las señales de la próxima festividad. Los mineros daban gran importancia aquí a la Navidad. Durante la semana última la habitación delantera de cada casa había estado con llave para los niños, adornada con cintas de papel. Los cajones de los aparadores escondían juguetes, y sobre las mesas se veia una gran cantidad de cosas buenas que comer: pasteles, naranjas, galletitas, dulces, comprado todo con el dinero del club, pagado por esa época del año.

Cristina había hecho sus propios adornos de acabo y muérdago, con alegre expectativa. Pero al llegar a casa esta noche, Andrés advirtió en su rostro una excitación extraordinaria.

–No digas una palabra -dijo prontamente ella, levantando la mano- Ni una sola palabra. Cierra los ojos y sígueme.

Andrés la dejó que lo guiara hasta la cocina. Había allí en la mesa cierto número de paquetes extrañamente confeccionados, algunos envueltos sencillamente en papel de diario. pero cada cual con una notita adjunta. En un instante se dió cuenta de que eran regalos de sus pacientes. Algunos de los regalos no tenían envoltorio en absoluto. – ¡Mira, Andrés! – exclamó Cristina-. ¡Un ganso! ¡Y dos patos! ¡Y una torta deliciosa! ¡Y una botella de vino de saúco! ¿No es bondad de parte de ellos? ¿No es maravilloso que te obsequien así?

Andrés, sencillamente, no podía responder. Lo abrumaba esta evidencia de que la gente de su distrito había comenzado, al fin, a apreciarlo, a quererlo. Con Cristina apoyada en su hombro leyó las notas, los manuscritos laboriosos y llenos de errores, algunos garabateados a lápiz en sobres viejos vueltos al revés. "Su agradecido enfermo de la calle Cefan número 3'. "Con agradecimiento de la señora Williams". Una gema labrada por Sam Bevan: "Gracias por haberme sanado para Navidad, doctor", Y otras por el estilo.

–Debemos guardarlas, querido -dijo Cristina en voz baja-. Yo las llevaré arriba.

Cuando Andrés hubo recuperado su locuacidad -un vaso de vino de saúco casero lo ayudó a ello-, comenzó a pasearse por la cocina mientras Cristina preparaba el ganso. Andrés desvariaba poéticamente:

–Así es cómo debieran ser pagados los honorarios, Cristina.

Nada de dinero, de malditos billetes, de cuota por cabeza, de lucha por el oro. Pago en bondad. ¿Me comprendes, no? Uno cura a su paciente, y él le envía algo que ha hecho, producido. Carbón, si quieres, un saco de papas de su huerta, quizá huevos, si tiene gallinas …, tal es mi idea. Entonces tendríamos el ideal ético. A propósito, esa señora Williams que nos envió los patos… Leslie la tuvo tragando píldoras y drogas durante cinco años, antes de que yo le curara su úlcera gástrica con una dieta de cinco semanas. ¿Dónde estaba yo? ¡Oh, sí! ¿No ves? Si todos los doctores eliminaran la cuestión del negocio, todo el sistema sería más puro…

–Si querido ¿Quieres alcanzarme las pasas? En la tabla de arriba del armario.

–AIl diablo, mujer! ¿Por qué no escuchas? ¡Caramba! Ese estofado va a quedar bueno.

A la mañana siguiente, la Navidad llegó clara y hermosa. Los fanales de Tallyn se veían plomizos en la lejanía azul, con un albo casquete de nieve. Después de unas pocas consultas matinales, con la agradable perspectiva de no tenerlas en la tarde, Andrés realizó sus visitas. Tenía una lista corta. En todas las casitas se preparaban comidas especiales, lo que también hacía Cristina.

No se cansó de dar y recibir saludos de Navidad a lo largo de las calles. No podía menos de comparar esta alegría presente con su helado paso por esas mismas calles sólo un año atrás.

Fué tal vez este pensamiento el que lo hizo detenerse con una extraña vacilación frente al número 18 de la calle Cefan. De todos sus pacientes, fuera de Chenkins, al que no quería, el único que no había vuelto a él era Tom Evans. Hoy que se hallaba inusitadamente conmovido, acaso exaltado indebídamente por un sertimientc de fraternidad humana, tuvo un repentino impulso de llegar hasta Evans y desearle feliz fiesta.

Después de golpear una vez, abrió la puerta del frente y camln¡, hasta la cocina, en el fondo. Allí se detuvo,completamente sobrecogido. La cocina estaba desmantelada, y en el fogón ardía una brasa. Sentado delante de ella, en una silla de madera de respaldo quebrado, eon su brazo tieso y doblado hacia afuera como un ala, estaba Tom Evans. Sus hombros caídos denotaban su abandono y desesperanza. Tenía en las rodillas a su niñita de cuatro años. Ambos miraban en contemplación silenciosa una rama de abeto, plantada en una vasija vieja. Sobre este diminuto ártbol de navidad, para obtener el cual Evans había tenido que caminar dos millas por la montaña, habia tres pequeñas velas de vera, aún sin encender. Y debajo estaba el banquete de Navidad de su familia, tres naranjas pequeñas.

De pronto Evans se volvió y vió a Andrés. Estremecióse y un ligero rubor de vergüenza y resentimiento se le acentuó en el rostro.

Comprendió Andrés que para él era amargo ser sorprendido sin trabajo, con la mitad de sus enseres derrengados o empeñados, por el doctor cuyo consejo había rechazado. Había sabido, por supuesto, que Evans estaba en mala fortuna, pero nunca sospechó nada tan lamentable como esto. Se sintió trastornado e incómodo; quiso marcharse. En ese momento llegó a la cocina ta esposa de Evans, por la puerta trasera, con un paquete bajo el brazo. Nerviosa ante la presencia de Andrés, dejó caer el paquete, que al abrirse en el suelo de piedra permitió ver dos trozos de carne de vaca, la más barata que había en Aberalaw. La criatura, mirando a su madre, comenzó de pronto a gritar. – ¿Qué ocurre, señor? – se atrevió a decir al fin la señora Evans, oprimiéndose el costado con la mano-. El no ha hecho nada.

Andrés se apretaba los dientes. Y quedó tan conmovido y sorprendído con esta escena, que sintió que una sola actitud podía dejado tranquilo. – ¡Señora Evans! – mantenía los ojos fijos en el suelo- Sé que hubo un malentendido entre Tomás y yo. Pero es Navidad… y… joh!, bien, quiero… -dijo débilmente-, me complacería enormemente que ustedes tres vinieran a acompañarnos en nuestra mesa.

–Pero, doctor… -murmuró ella.

–Quédate tranquila, mujer -interrumpió orgullosamente Evans-.

No iremos a ninguna comida. Si lo único que podemos tener es esta carne, será lo único que comeremos. ¡Basta! No queremos ninguna caridad sangrienta de nadie. – ¿Qué está diciendo usted? – exclamó Andrés, desalentado-.

Lo estoy invitando como amigo. – ¡Ah! ¡Ustedes son todos iguales! – respondió amargamente Evans-. Una vez que hunden a un hombre, todo lo que pueden hacer es tirarle unos mendrugos a la cara. Guárdese su comida. No la queremos. – ¡Vamos, Tomás!… -protestó débilmente la señora Evans.

Andrés se dirigió hacia ella, apenado, pero resuelto todavía a poner en práctica su propósito.

–Usted lo persuadirá, señora. Yo me sentiré verdaderamente ofendido si ustedes no vienen. A la una y media. Los esperaremos.

Antes de que ninguno pudiera decir una palabra, él dió media vuelta y se marchó.

Cristina no hizo ningún comentario cuando Andrés le dijo lo que había hecho. Los Vaughan hubieran venido a verlos, probablemente, en este día, a no ser por el hecho _ de que habían ido a Suiza por el ski-ing. ¡Y ahora invitaba Andrés a un minero desocupado, con su familia! Estos eran los pensamientos de Andrés, mientras dando la espalda al fuego, observaba a su mujer que arreglaba los nuevos sitios en la mesa. – ¿Estás molesta, Cristina? – le dijo al fin.

–Creí casarme con el doctor Manson -respondió ella un tanto bruscamente- No con el doctor Bernardo. Realmente, querido, eres un sentimental incorregible.

Los Evans llegaron exactamente a la hora, limpios y cepillados, orgullosos y tímidos al mismo tiempo. Andrés, luchando nerviosamente para crear una atmósfera de cordialidad, tenía un terrible presentimiento de que Cristina estaba en lo cierto, que la fiesta sería un horrible fracaso. Evans, mirando con extrañeza a Andrés, se desempeñó torpemente en la mesa a causa de su brazo malo. Su mujer tuvo que cortarle y ponerle manteca al pan. Y a esta altura de la cena, cuando Andrés utilizaba la vinagrera, se cayó la tapa del frasco de la pimienta y la media onza de su contenido se volcó integro en su sopa.

Hubo un profundo silencio y luego la pequeña Inés estalló en una risa convulsiva que procuraba ahogar. Su madre, consternada, se inclinó para reprenderla, pero la mirada de Andrés la detuvo. Un instante después, todos reían.

Libre de su temor de verse tratado como inferior, Evans se reveló un ser humano, entusiasta por el rugby y gran aficionado a la música.

Tres años atrás había ido a Cardiff a cantar en el Eisteddfod. Orgulloso de mostrar sus conocimientos. comentó con Cristina los oratorias de Elgar, mientras que Inesita era entretenida con unas sorpresas por Andrés.

Después Cristina llevó a la señora Evans y a la niñita a la otra pieza. Una vez solos, un extraño silencio se produjo en la mente de ambos y, sin embargo, ninguno de ellos acertaba a darle expresión.

Finalmente dijo Andrés, a la desesperada:

–Siento lo de su brazo, Evans. Sé que a causa de él ha perdido su trabajo en la mina. No crea que estoy tratando de jactarme ante usted o cosa por el estilo. Lo siento sincera y profundamente.

–Usted no lo siente tanto como yo -repuso Evans.

Hubo una pausa y luego prosiguió Andrés: -¿Me permitiría que le hablara de usted al señor Vaughan?

Dígamelo si piensa que me meto en lo que no me corresponde…, pero tengo algo de influencia ante aquél y estoy seguro de que podría conseguirle algÚn trabajo en la superficie…, marcador del tiempo… o algo…

Se interrumpió, sin atreverse a mirar a Evans. Ahora el silencio fué largo. Al fin levantó los ojos Andrés, sólo para bajados inmediatamente después. A Evans le corrían las lágrimas por las mejillas y todo su cuerpo vibraba con el esfuerzo que hacía para no ceder. Pero inútil. Colocó su brazo hábil sobre la mesa y sepultó en él su rostro.

Andrés se levantó y fué hasta la ventana, donde permaneció unos cuantos minutos, al cabo de los cuales ya Evans se había dominado. No dijo nada, absolutamente nada, y sus ojos evitaron los de Andrés con una reticencia más significativa que las palabras.

A las tres y media la familia Evans se despidió can una alegría que contrastaba con la nerviosidad de su llegada. Cristina y Andrés fueron a la sala. – ¿Sabes, Cristina -filosofó Andrés-, que toda la desgracia de ese pobre muchacho -quiero decír la rigidez de su codo-, no es culpa suya?

Desconfió de mí porque era nuevo. No podía esperarse que estuviera informado acerca de ese maldito aceite de linaza. Pero el amigo Oxborrow, que aceptó su tarjeta, él debiera haberlo sabido. Ignorancia, ignorancia, pura maldita ignorancia. Una ley debíera obligar a los médicos a mantenerse al día. Toda la culpa está en nuestro abominable sistema. Debería haber clases obligatorias de posgraduados… cada cinco años… -¡Amor mío! – protestó sonriente Cristina desde el sofá-. He tolerado tu filantropia durante todo el día. He observado que extendías alas protectoras como un arcángel. Basta de sermones ahora. Ven y siéntate a mi lado; tenía una razón importante para desear que hoy estuviéramos solos. – ¿Sí? – escépticamente; -luego, indignado-: Supongo que no te quejas. Creí haberme conducido bastante bien. Después de todo…, Navídad…

Ella reía silenciosamente.

–Oh, querido, eres demasiado bueno! En otra oportunidad habrá una tormenta de nieve y tú te marcharás con los San Bernardos – arrebujado hasta tu garganta-, para volver con alguien de la montaña… , tarde, muy entrada la noche.

–Conozco a alguien que fué hasta el pozo número 3…, tarde, muy entrada la noche -repuso Andrés, desquitándose- Y no estaba arrebujada.

–Siéntate aquí -dijo ella extendiendo su brazo- Necesito decirte algo.

Se le acercó para sentarse a su lado, cuando sintieron afuera la penetrante llamada de un "klaxon": "Krr-krr Krr Ki-ki-ki Krr." – ¡Caramba! – dijo escuetamente Cristina-. Sólo una bocina de automóvil en Aberalaw podía tecar de ese modo. Pertenecía a Con Boland. – ¿No los quieres? – preguntó Andrés algo sorprendido- Con había dejado entender que vendría para el té. – ¡Oh, bien! – dijo Cristina, levantándose Y acompañándolo hasta la puerta.

Fueron al encuentro de los Boland, que estaban instalados frente a la puerta, en el automóvil reconstruído; Con, muy tieso en el volante, de galera y enormes guantes nuevos, con María y Terencio a su lado, y los otros tres niños alrededor de la señora Boland, que tenía al bebé en brazos, en el asi.ento de atrás, todos apretados, como sardinas, a pesar del ensanchamiento del vehículo.

De pronto comenzó a sonar otra vez la bocina: "Krr-krrkrr"…

Inadvertidamente, Con había oprimido el botón al desconectar, el cual había quedado presionado. Ei "klaxon" no quería callarse. – Krrkrr-krr… -. Con hurgueteaba y juraba; se abrieron las ventanas de la vereda de enfrente. Y entretanto la señora Boland seguía en su asiento impertérrita, con una expresión indiferente, soñadora, con la criatura en sus brazos. – ¡En nombre de Dios! – gritaba sobre el guardabarro Con, erizándosele los mostachos-. Estoy descargando la batería. ¿Qué habrá ocurrido? ¿Un corto circuito o qué? .

–Es el botón, papá -le dijo tranquilamente María. Y con su dedito lo echó afuera. Cesó la bulla. – iAh! Está bien -suspiró Con-o ¿Cómo está usted, Manson, hijo mío? ¿Qué le parece ahora mi auto? Lo he alargado unos dos buenos pies. ¿No es grande? Todavía hay un pequeño desarreglo en la caja de velocidades. No subimos muy bien la cuesta, que digamos.

–Sólo que nos "quedamos" por unos cuantos minutos, papá – interrumpió María.

–No me importa! – dijo Con- Pronto arreglaré eso cuando lo desarme de nuevo. ¿Cómo está usted, señora Manson? Aquí hemos venido a desearles feliz Navidad y a tomar el té con ustedes.

–Pase usted, Con -dijo Cristina sonriendo-. ¡Qué hermosos sus guantes!

–Obsequio de mi mujer para Navidad -respondió Con, mirándolos flotar en sus muñecas-. Material de más en el ejército. ¿Creería usted que todavía están vendiéndolos? ¡Ah!, ¿qué le ha pasado a esta puerta?

No pudiendo abrir la puerta, pasó por encima de ella sus largas piernas, y una vez en tierra ayudó a bajar a su mujer e hijos, inspeccionó el auto, quitando solícitamente un pelotón de barro del parabrisa, y luego siguió a los demás a Vale View.

Fué muy ameno el té. Con estaba de excelente humor, muy engreído de su creación.

–Ustedes no lo reconocerán cuando le dé una mano de pintura.

La señora Boland se bebi6 abstra¡damente seis tazas de té puro cargado. Los niños comenzaron con las galletitas de chocolate y terminaron en un pugilato por el último pedazo de pan. Dejaron limpios todos los platos de la mesa.

Después del té, mientras María había ido a lavar la loza -Insistía en que Cristina parecía cansada-, Andrés le quitó el bebé a la señora Boland y jugó con él sobre el felpudo frente al fuego. Era el bebé más gordo que jamás había visto, un niño de Rubens, con ojos enormes y solemnes masas de carne en las extremidades. Trató insistentemente de meterle un dedo en el ojo de Andrés. Cada vez que fracasaba mostraba en el semblante una expresión atónita. Cristina estaba sentada con las manos en la falda, sin hacer nada. Observaba a su marido jugando con el niño.

Pero Con y su familia no podían quedarse mucho rato. Afuera estaba oscureciendo y Con, preocupado de las baterías; tenía dudas, que no formuló, respecto del funcionamiento de las luces. Cuando se levantaron para marcharse. los invitó:

–Salgan a vernos partír.

Andrés y Cristina estaban una vez más en la puerta. Mientras Con llenaba el auto con su prole. Después de un par de saeudidas le obedeció la máquina, y él, haciéndoles un saludo triunfal, se puso los guantes y se ajustó su galera inclinándola hueia atrás. Luego irguióse orgullosamentc en el asiento con las manos en el volante.

En ese momento cedió la conexión, y el auto se derrumbó con estrépito. Al peso de la familia integra, el vehículo, excesivamente alargado, se hundió limpiamente hasta el suelo, eomo una bestia de carga que pereciera de puro agotamiento. Ante los ojos atónitos de Andrés y Cristina, las ruedas se inclinaron hacia afuera. Hubo un sonido de piezas que caían, una expulsión de herramíentas lanzadas del cajón, y luego el cuerpo del vehículo vino a reposar, desmembrado, en el nivel de la calle. Un instante antes era un automóvil, y en el siguiente, un desecho ridículo. Adelante estaba Con abrazado al volante; atrás, su mujer abrazando al bebé. La señora Boland tenía la boca abierta, sus ojos soñadores fijos en la eternidad. La estupefacción del rostro de Boland ante su repentino descenso, era irresistible.

Andrés y Cristina se pusieron a reír. Una vez que comenzaron no pudieron detenerse. Rieron hasta quedar agotados.

–En nombre de Dios -dijo Con, frotándose la cabeza y levantándose. Observando que ninguno de los niños estaba herido, que la señora Boland seguía impertérrita, aunque pálida, en su asiento, reflexionó ofuscado sobre el accidente: -¡Sabotaje! – declaró al fin, mirando las ventanas del frente mientras se le venía a la cabeza una idea- Alguno de esos demonios ha metido aqui la mano. – Luego se le iluminó el rostro. Tomó del brazo al exánime Andrés y le indicó con melancólico orgullo la arrugada capota, bajo la cual la máquina emitía todavía débiles resoplidos convulsivos-. ¡Mire, Manson! ¡Todavía funciona!

En alguna forma arrastraron los restos hasta el patio del fonda de Vale View. La familia Boland se fué a pie. – ¡Qué día! – exclamó Andrés, cuando al fin se vieron en pazMientras viva jamás olvidaré esa expresión del rostro de Con.

Estuvíeron callados un momento, y luego, volviéndose a Cristina, le preguntó: -¿Qué tal pasaste Navidad?

Ella rep!icó en forma extraña: -Gocé viéndote jugar con el bebé.

El la miró. – ¿Por qué?

Cristina evitó sus ojos.

–Todo el día he estado buscando el momento de decírtelo, ¡Oh! ¿No puedes adivinarla, amor mío?.. Después de todo, no creo que seas tan buen médico.