Era exactamente lo mismo que sus antiguos días de consultorio en Aberalaw, salvo que ahora todos los enfermos que le llegaban lo eran del pulmón o de los bronquios. Y él, para grande y secreto orgullo suyo, ya no era un ayudante, sino médico honorario de uno de los hospitales más antiguos y famosos de Londres.
El Victoria Hospital era indiscutiblemente antiguo. Ubicado en Battersea, en una red de callejuelas junto al Támesis, rara vez veía, aun en verano, más que un precario rayo de sol, mientras que en el invierno sus balcones, hacia los cuales se hacían rodar las camas de los enfermos, estaban casi siempre envueltos en la neblina del río.
Sobre la fachada sombría y deteriorada, había un gran cartel en blanco y tojo, que parecía claro y redundante:
El Hospital Victoria se viene abajo.
El departamento de los pacientes externos, donde se hallaba Andrés, era, en parte, una reliquia del siglo XVIII. En el hall de entrada se exhibían muy orgullosamente, en una caja de cristal, un triturador y un mortero usados por el doctor Lintel Hodges, médico honorario del mismo departamento del hospital desde 1761 hasta 1793. Las desgastadas paredes estaban pintadas de un particularísimo matiz chocolate-oscuro y los irregulares corredores, aunque escrupulosamente limpios, tenían tan mala ventilación, que rezumaban humedad y en todas las habitaciones el olor caracteristico que exhalan las cosas vetustas.
El primer día lo acompañó el doctor Eustaquio Thoroughgood, el honorario antiguo, hombre de unos cincuenta años, amablemente correcto, de talla menos que mediana, de bondadosas maneras, que parecía más bien un eclesiástico. El doctor Thoroughgood tenía sus salas propias en el hospital, y, dentro del sistema vigente, herencia de una antigua tradición – en la que él era interesante erudito-, resultaba "responsable" por Andrés y por el doctor Milligan, el otro honorario joven.
Después de su vuelta por el hospital llevó a Andrés a la larga sala común del subterráneo, cuyas luces ya estaban encendidas, aun cuando apenas eran las cuatro. Ardía allí un hermoso fuego y en las paredes tapizadas con lienzo colgaban retratos de médicos distinguidos del hospital, el del doctor Lintel Hodges, muy obeso, con su peluca, en él sitio de honor sobre la repisa de la chimenea. Era una supervivencia perfecta de un pasado vasto y venerable y el doctor Thoroughgood, solterón y mayordomo de una iglesia como era, lo amaba como a su propio hijo.
En compañía del personal restante tomaron muy agradablemente el té, con muchas tostadas calientes cubiertas de manteca. Los médicos del establecimiento le resultaron jóvenes muy agradables. Sin embargo, al notar la deferencia que le guardaban al doctor Thoroughgood y a él mismo, no pudo menos de sonreír, al recordar sus choques con otros "mozalbetes insolentes", no hacía muchos meses, en las frecuentes luchas por hacer admitir sus pacientes en el hospital.
Se hallaba sentado junto a él un joven, el doctor Vallance, que había pasado doce meses estudiando en los Estados Unidos con los hermanos Mayo. Andrés y él comenzaron a conversar sobre la famosa clinica y su sistema, y luego aquél, con súbito interés, le preguntó si había oído hablar de Stillman mientras estaba en Améríca.
–Sí, desde luego -replicó Vallance-. Allá se lo estima mucho.
Por supuesto que carece de título, pero extraoficialmente ahora más o menos lo reconocen. Consigue los resultados más extraordinarios. – ¿Ha visto usted su clínica?
–No -replicó Vallance moviendo la cabeza-. No llegué hasta Oregón.
Andrés calló un momento, vacilando entre hablar o no. – Creo que es un sitio muy notable -dijo al fin-. Me ha ocurrido estar en contacto con Stillman durante algunos años; él me escribió primeramente sobre una publicación que yo hice en la Revista Americana de Higiene. He visto fotografías y leído detalles de su clínica. No se podría desear un sitio más ideal para tratar los propios enfermos. A buena altura, en el centro de un bosque de pinos, aislada, con balcones protegidos por vidrios, un sistema especial de aire acondicionado para garantizar una pureza perfecta y una temperatura constante en el invierno.
Andrés se interrumpió excusándose de su entusiasmo, pues un paréntesis en la charla general había permitido que todos lo escuchasen.
Cuando se piensa en nuestras condiciones en Londres, aquello nos parece algo inalcanzable.
El doctor Thoroughgood sonrió con adusta aspereza: -Nuestros clínicos de Londres siempre han sabido desempeñarse muy bien en estas mismas condiciones londinenses, doctor Manson. No podemos tener los recursos exóticos de que usted habla. Pero me atrevo a sugerir que con nuestras métodos firmes, bien experimentados, aunque menos espectaculares, se consiguen resultados igualmente satisfactorios y quizá más duraderos.
Andrés, que mantenía sus ojos bajos, no respondió. Sintió que como miembro nuevo del personal había sido indiscreto al expresar tan sin ambajes su opinión. Y el doctor Thoroughgood, para mostrar que no había tenido intención de dar una reprimenda, cambió muy agradablemente el giro de la conversación. Habló sobre el arte de aplicar ventosas. La historia de la medicina había sido por mucho tiempo su "distracción" predilecta y poseía un cúmulo de informaciones a propósito de los cirujanos-barberos del Londres de antaño.
Cuando se levantaron de la mesa le declaró amablemente a Andrés:
–Tengo en realidad un auténtico par de copas para ventosas.
Algún día se las mostraré. Es realmente una vergüenza que se haya renunciado a las ventosas. Era todavía, un recurso admirable para disminuir la congestión.
Fuera de aquella primera y suave colisión, el doctor Thoroughgood se mostró un colega simpático y servicial. Era un médico juicioso, un diagnosticador casi infalible y siempre se alegraba de ver a Andrés par sus salas. Pero en cuanto a tratamiento, su espíritu metódico era refractario a la introducción de lo nuevo. No queria ni oir hablar de la tuberculina y sostenía que su valor terapéutico no había sido en absoluto demostrado aún. Era circunspecto en el empleo del neumotórax y su porcentaje de aplicaciones resaltaba el más bajo del hospital. Sin embargo, mostrábase extremadamente liberal en lo referente al aceite de hígado de bacalao y la malta. Se los prescribía a todos sus pacientes.
Andrés se olvidó de Thoroughgood al comenzar su trabajo.
Era maravilloso, se dijo, encontrarse comenzando de nuevo al cabo de meses de espera. En un principio mostró el mismo ardor y entusiasmo que en sus víejos tiempos.
Su trabajo anterior sobre las lesiones tuberculosas acarreadas por la inhalación de polvo lo había traido inevitablemente a la consideración de la tuberculosis pulmonar en toda su amplitud. Se propuso vagamente, teniendo presente la prueba de Van Pirquet, investigar los primeros signos físicos de la lesión inicial. Disponía de gran material aprovechable en los niños desnutridos traídos por sus madres, con la esperanza de aprovechar la generosidad con que el doctor Thoroughgood ordenaba extracto de malta.
Y sin embargo, aunque puso el máximo empeño no pudo dedicarse de todo corazón al trabajo. No logró recuperar aquel entusiasmo espontáneo por sus investigaciones sobre la inhalación.
Tenía muchas preocupaciones en su espíritu, demasiados casos importantes en su consultorio para escrutar signos oscuros que incluso podían no existir. Nadie sabía mejor que él cuánto tiempo exigía el examen prolijo de un solo enfermo. Y él estaba siempre apurado. Este argumento era incontestable. Pronto se deslizó hacia una actitud de lógica admirable… Humanamente hablando, no podía hacerlo.
Las pobres gentes que venían al dispensario no le exigían mucho. Parecía que su predecesor había sido algo antipático y, con tal de que Andrés recetara copiosamente y dijera de cuando en cuando algunas bromas, su popularidad no corría peligro. También entendióse perfectamente con el doctor Milligan, su colega rival, y bien pronto adoptó el método suyo de tratar enfermos corrientes. Les hacía presentarse en un grupo ante su escritorio al comienzo de la sesión y firmaba rápidamente sus tarjetas. Al anotar: Rep. Mist. – La receta anterior-, no tenía tiempo de recordar cómo se había burlado antes de la frase clásica. Iba muy bien en camino de convertirse en un admirable médico honorario.