VI

El invierno llegó temprano e inesperadamente con una gran nevada. Aunque era sólo mediados de octubre, Aberalaw estaba tan alto, que heladas terribles azotaban la ciudad aun antes de que las hojas hubieran caído de los árboles. La nieve bajó silenciosamente durante la noche en blandos copos. Cristina y Andrés se encontraron al despertar con una vasta blancura resplandeciente. Unos ponies montañeses habían bajado por un boquete de la palizada quebrada al lado de la casa y estaban apiñados alrededor de la puerta trasera. Sobre las anchas mesetas y pastizales que rodean a Abcralavv, estos animalitos salvajes de color oscuro vagaban en gran número, huyendo al acercarse el hombre. Pero en tiempo de nevada el hambre los arrastraba hasta las cercanías de la ciudad.

Durante el invierno Cristina alimentó a los caballitos. Al principio ellos le huían, tímidos y recelosos, pero al fin se acercaban a comer de su mano. Uno especialmente se convirtió en amigo suyo, el más pequeño de todos, negro y de crin enmarañada, animalito de ojos pícaros, no mayor que un Shetland, al que bautizaron Darkie.

Los ponies comían toda clase de alimento: migas de pan, cáscaras de papas y de manzanas Y aun de naranjas. Una vez, por diversión, Andrés le ofreció a Darkie una caja de fósforos vacía. Darkie la mascó con fruición y luego se relamíó los labios como un gourmet que comiera pité.

Aun siendo tan pobres, aun teniendo que tolerar tantas cosas, Cristina y Andrés conocieron la felicidad. Andrés sólo tenía peniques que hacer sonar en sus bolsillos, pero la deuda de la Dotación estaba casi cancelada y en vía de pago la instalación de la casa. Cristina, con toda su fragilidad y aspecto de inexperiencia, tenía la cualidad de la mujer de Yorkshire: era una dueña dc casa. Con la sola ayuda de una jovencita llamada Jenny, hija de un minero del camino de atrás, que venía todos los días por unos cuantos chelines semanales, mantenía la casa brillante. Aunque cuatro de las piezas permanecían sin muebles y discretamente bajo llave, hizo un hogar de Vale View. Cuando Andrés regresaba cansado, casi vencido por un largo día de trabajo, ella le tenía comida caliente sobre la mesa, que pronto lo reponía.

El ejercicio de la profesión era enormemente duro, no, ¡ay!. porque tuviera muchos enfermos, sino a causa, de la nieve, las difíciles subidas a las partes altas del distrito y las grandes distancias entre las casas de sus pacientes. Cuando se derretían las nieves y los caminos se convertían en pantanos, antes que nevara de nuevo por la noche, la marcha era pesada y difícil. Tan a menudo regresaba con los extremos de los pantalones empapadosa, que Cristina le compró un par de polainas. Por la noche, cuando él se dejaba caer exhausto en una silla, ella se arrodillaba y le quitaba estas polainas, luego sus pesados zapatos y le alcanzaba las pantuflas. No era un acto de servidumbre, sino de amor.

La gente seguía suspicaz, difícil. Toda la parentela de Chenkin -que era numerosa, siendo frecuentes en los valles los matrimonios de consanguíneos-, se había mancomunado en una general hostilidad. La enfermera Lloyd era su enemiga declarada y amarga y se complacía en desprestigiarlo mientras se sentaba a tomar té en las casas que visitaba, escuchada por grupos de mujeres dc la vecindad.

Además tenía que luchar con una molestia siempre creciente. El doctor Llewellyn recurría a él para anestesias con mayor frecuencia que lo conveniente y permitido. Andrés aborrecía administrar anestesias: era un trabajo mecánico que exigía un tipo especial de espíritu, un temperamento tranquilo y mesurado, que ciertamente él no poseía. No se negaba en lo más mínimo tratándose de sus enfermos propios. Pero cuando se vió solicitado tres por semana para enfermos a quienes jamás había visto antes, comenzó a sentir que estaba soportando una carga que le correspondía a otro. No obstante, no se atrevía a protestar, sencillamente por miedo a perder su ocupación.

Un día de noviembre, sin embargo, Cristina notó que algo inusitado lo había deprimido. Entró esa noche sin saludarla alegremente y, aunque procuró aparentar indiferencia, Cristina, que lo amaba demasiado, pudo advertir, en el surco ahondado entre sus ojos y en otras cuantas señales menudas, que Andrés había recibido un golpe inesperado.

Durante la comida ella no hizo comentario alguno y en seguida comenzó a trabajar en una costura junto al fuego. El se sentó a su lado, la pipa entre los dientes, y al instante declaró de un sopetón -Me disgusta quejarme, Cristina..y más me disgusta intranquilizarte. Sabe Dios que yo procuro guardarme las cosas para mi mismo.

Esto, tomando en cuenta que él le abría a ella su corazón cada tarde, era sumamente divertido. Pero Cristina no se ríó cuando él prosiguió:

–Tú conoces el hospital, querida. Recuerda que lo has visitado nuestra primera noche. Recuerda cuánto me gustó y cómo me extasié ante las oportunidades de efectuar allí un trabajo hermoso, y todo lo demás. Pensé mucho en eso, ¿no fué así? Tenía un elevado concepto de nuestro hospitalito de Aberalaw.

–Sí, así fué.

El prosiguió fríamente:

–No debí haberme engañado. No es el hospital de Aberalaw.

Es el hospital de Liewellyn.

Cristina se quedó muda, sus ojos en suspenso, aguardando que se explicara.

–Tuve un enfermo esta mañana, Cristina -hablaba ahora rápidamente, con todo fuego-. Tú notarás que digo: tuve… un caso de neumonía apical realmente incipiente en uno de los perforadores de la antracita. A menudo te he dicho cuánto me intereso por el estado pulmonar de esa gente. Sé positivamente que hay allí un gran campo de investigación. Pensé para mis adentros: he aquí mi primer enfermo para el hospital, oportunidad típica para la sinopsis Y el archivo científicos. Telefoneé a Llewellyn, le pedí que viera el caso conmigo, de manera que yo pudiera hacerlo llevar a la sala.

Andrés se detuvo a tomar aliento y luego prosiguió:

–Bien. Vino Llewel1yn con su limousine. Muy gentil y concienzudo en su examen. Conoce su trabajo al revés y al derecho, es un hombre eminente. Confirmó el diagnóstico, después de señalar una o dos cosas que yo había pasado por alto, y convino absolutamente en llevar al enfermo al hospital al instante. Comencé a darle las gracias, manifestándole cuánto significaba para mi el acceso a la sala y el tener tales facilidades para el tratamiento de este caso especial. – Descansó una vez más con ceño adusto Entonces Llewellyn me dirigió una mirada muy risueña y amistosa. "Usted no tiene que molestarse en venir, Manson dijo.Yo lo trataré. No podríamos permitir que los ayudantes trajinaran por las salas", les dió una mirada a mis polainas, "con sus zapatos claveteados… ": -Andrés terminó con la voz ahogada ¡Oh!, ¿qué significaba todo eso? Lo siguiente: yo puedo ir a las casas de los mineros, con mis zapatos pesados y mi impermeable empapado; puedo examinar mis enfermos con una luz pésima, tratarlos en malas condiciones, pero cuando se trata del hospital"., ¡oh!, allí sólo se me necesita para administrar el éter'.

Fué interrumpido por la campanilla del teléfono. Dirigiéndole una mirada de comprensión, Cristina se levantó para atender el llamado.

Andrés podía escucharla hablando en el hall. luego regresó muy vacilante.

–El doctor Llewellyn está en el teléfono. Lo siento.. " lo siente tanto, querido. Te necesita mañana a las once para un anestésico.

Andrés no respondió, sino que se quedó con la cabeza apoyada sobre los puños apretados. – ¿Qué le diré? – murmuró ansiosamente Cristina.

–Dile que se vaya al diablo. – exclamó él. Luego, pasándose la mano por la frente -: No, no. Dile que estaré allí a las once, a las once en punto -añadió con amarga sonrisa.

Al regresar, Cristina. le traía una taza, de café caliente…, uno de sus recursos efectivos para combatir su depresión.

Mientras lo bebía, sonreía a su mujer.

–Me siento tan feliz aquí contigo, Cristina. ¡Sólo si el trabajo anduviera como es debido! ¡Oh! Reconozco que no hay nada de personal o extraordinario en el hecho de que Llewellyn me excluya de las salas. Lo mismo ocurre en Londres, en todos los grandes hospitales por doquier. Es el sistema. ¿Por qué tiene que ser así, Cristina? ¿Por qué un médico es separado de su enfermo cuando éste ingresa al hospital? Pierde el caso tan completamente como si hubiera perdido al paciente. Es parte de nuestro maldito sistema de médicos universales y es erróneo, completamente erróneo. ¡Dios mío! ¿Por qué te hago disertaciones a ti? Como si ya no tuviéramos bastantes preocupaciones. ¡Cuando pienso en como principié a trabajar aquí! ¡Qué de cosas iba a hacer! Y en vez de eso, una cosa después de otra, todo malo.

Pero al término de la semana recibió una visita inesperada. Muy tarde, cuando él y Cristina estaban por subir al dormitorio, sonó la campanilla de la puerta. Era Owen, el secretario de la Sociedad.

Andrés palideció. Miró la visita del secretario como el acontecimiento más lamentable de todos, la culminación de estos meses de luchas y fracasos. ¿Quería el Comité que renunciara? ¿Lo iban a despedir, a echar a la calle con Cristina, en mísero abandono? Se le oprimió el corazón al mirar el rostro enjuto, tímido del secretario, y luego se le dilató, aliviado y alegre, cuando Owen sacó una tarjeta amarilla.

–Siento venir a esta hora, doctor Manson, pero me he quedado hasta tarde en la oficina, no tuve tiempo de ir al consultorio. Me preguntaba si usted tendría inconveniente en aceptar ml tarjeta médica.

Es, en cierto modo, extraño, siendo yo el secretario de la sociedad, que nunca me haya preocupado de elegir. La última vez que consulté a un doctor estaba en Cardiff. Pero ahora, si me acepta, me agradaría mucho estar en su lista.

Andrés podía apenas hablar. Había devuelto tantas tarjetas como ésta, con el desagrado consiguiente, que el recibir una ahora, y del mismo secretario, le parecía abrumador.

–Gracias, señor Owen… Me complacerá mucho atenderlo a usted.

Cristina, que estaba en el hall, intervino rápidamente: -¿Por qué no tiene la bondad de pasar, señor Owen?

Protestando que los estaba incomodando, el secretario parecía querer, sin embargo, que lo introdujeran. Sentado en una silla de brazos, fijos sus ojos en el fuego, pensativamente, tenía un aire de extraordinaria tranquilidad. Aunque por su acento e indumentaria no parecía diferenciarse de un hombre de trabajo corriente, tenía la quietud contemplativa, el color casi transparente del asceta. Parecía por momentos estar ordenando sus pensamientos. Luego dijo:

–Me alegro de tener la oportunidad de hablarle, doctor. No se descorazone si tiene obstáculos en sus comienzos. Las gentes son aquí alga difíciles, pero buenas en el fondo. Volverán después de un poco, volverán.

Antes de que Andrés pudiera hablar, él prosiguió:

–No ha tenida noticias de Tom Evans, ¿no? El brazo se le ha inutilizado. Ah, aquel líquido contra el cual los previno, le produjo exactamente el resultado que usted temía! El codo se 1e ha puesto enteramente rígido y encorvado; no puede usarlo, por lo que ha perdido su puesto en la mina. ¡Ay!, Y como fué en su casa en donde se quemó, no saca ni un penique de indemnización.

Andrés delató con su expresión cuánto deploraba el hecho. No tenía rencor contra Evans; sino tan sólo un sentimiento de tristeza ante la fatalidad de este enfermo que tan innecesariamente se había agravado.

Owen guardó silencio una vez más. Luego comenzó a contarles, con su voz tranquila, las primeras luchas de él mismo, de cómo había trabajado bajo tierra siendo niño de catorce años, asistiendo de noche a la escuela, cómo había mejorado poco a poco de situación, aprendido dactilografía y taquigrafía y obteniendo, finalmente, la secretaria de la Sociedad.

Andrés podía ver que toda la vida de Owen estaba dedicada a mejorar la suerte de los obreros. Amaba su trabajo en la Sociedad, porque era una expresión de su ideal. Pero él aspiraba a algo mas que a puros servicios médicos. Aspiraba a mejorar habitación, más higiene, condiciones superiores y más seguras, no sólo para los mineros, sino también para sus familiares. Citaba la cifra de la mortalidad por maternidad entre las mujeres de los mineros, la cifra de la mortalidad infantil. Tenía todos los gráficos, todos los hechos en la punta de los dedos.

Pero, además de hablar, escuchaba. Sonrió cuando Andrés le contó su experiencia con la alcantarilla de la epidemia de tifus en Drineffy, Mostró gran interés por la idea de que los trabajadores de la antracita se hallasen más sujetos a las enfermedades pulmonares que los demás trabajadores bajo tierra.

Estimulado por la presencia de Owen, Andrés se dedicó a este asunto con gran ardor. Lo había impresionado, como resultado de muchos penosos exámenes, ver qué gran porcentaje de mineros de la antracita sufrían de formas insidiosas de la tuberculosis. En Drineffy, muchos de los perforadores que acudían a él quejándose de tos o de "algo de flemas en los bronquios", eran en realidad casos incipientes o francos de tuberculosis pulmonar. Y aquí estaba observando lo mismo.

Había comenzado a preguntarse si no había alguna relación directa entre la ocupación y la enfermedad. ¿Advierte usted lo que quiero decir? – exclamó ansiosamente.

Estos operarios trabajan todo el día en el polvo, en el polvo de piedra de las galerías subterráneas. Sus pulmones se sofocan con él. Ahora tengo la sospecha de que es dañino. Los perforadores, por ejemplo, que absorben la mayor parte, parecen contraer el mal con más frecuencia que los cargadores, pongamos por caso. ¡Oh, puedo estar equivocado!

Pero no lo creo. Y lo que me excita tanto es…,¡oh, vamos, es una senda de investigación que nadie ha seguido muy lejos! En la lista del Home Office no hay mención de ninguna enfermedad industrial parecida. Cuando estos hombres caen enfermos, no consiguen un solo penique de indemnización.

Owen se inclinó hacia adelante, entusiasmado, encendido su pálido rostro con una vívida animación. – ¡Vaya, doctor, eso sí que es hablar! Durante mucho tiempo no había escuchado algo tan importante.

Debatieron animadamente la cuestión. Era tarde cuando el Secretario se levantó para marcharse. Excusándose por haberse quedado tanto rato, instó calurosamente a Andrés a proseguir sus investigaciones, prometiéndole toda la ayuda que estuviera en su poder.

Al cerrarse detrás de Owen la puerta de calle, dejó una cálida impresión de sinceridad. Y Andrés pensó, como en la reunión del comité en que se le había otorgado el puesto: "Ese hombre es mi amigo."