XI

Después de afeitarse y bañarse (gracias a Anita, siempre había abundancia de agua caliente en la cuba), se sintió menos cansado.

Pero la señorita Page, viendo que no había ocupado su cama, estuvo fríamente irónica a la hora del desayuno, tanto más cuanto que él acogía en silencio sus pullas. – ¡Ah! Parece algo decaído esta mañana, doctor. ¡Y tiene unas ojeras! ¿No regresó de Swansea hasta esta mañana, no? ¡Y se olvidó también de mis pasteles de Parry! ¿Andando por los tejados, hijo mío? ¡Ah, usted no puede engañarme! Parecería demasiado bueno para que fuera cierto. Ustedes, los ayudantes, son todos lo mismo.

Nunca encontré a uno todavía que no bebiera o hiciera algo malo.

Después de las consultas matutinas y de su jira antes de las doce, Andrés volvió a ver a su enferma.. Acababan de dar precisamente las doce y media cuando dobló por Blaina Terraceo Había grupitos de mujeres que conversaban en las puertas de sus casas, y cuando él pasaba dejaban de hablar para sonreír y darle un amistoso "buenos días". Al acercarse al número 12 le pareció divisar un rostro en la ventana. Y era así. Lo habían estado esperando. En el momento en que él puso los pies en el umbral de la puerta, recientemente revestido de arcilla roja, aquélla se abrió y la anciana, con una sonrisa radiante en su rostro increíblemente arrugado, le hizo un cariñoso recibimiento.

En realidad, ansiaba tanto cumplimentarle que apenas podía hilvanar sus frases. Le pidió primero que pasara a la sala a tomar algún refresco. Cuando él rehusó, dijo agitadamente:

–Muy bien, muy bien, doctor, sea como usted dice. Quizá tenga tiempo antes de irse, de servirse un traguito de vino de saúco y un poco de torta casera. – Mientras subía la escalera, lo palmeaba afectuosamente con sus trémulas manos.

Entró a la alcoba. La piecesita, poco antes una carnicería, había sido barrida y lustrada hasta quedar brillante. Todo su instrumental, colocado en perfecto orden, relucía sobre el tocador de pino barnizado. Su maletín había sido cuidadosamente lustrado con grasa de ganso, y las pinzas con pomada para metales, de tal modo que parecían de plata. La cama había sido rehecha con ropa limpia y en ella estaba la madre, que lo miraba silenciosamente feliz, con su rostro maduro, mientras el bebé chupaba tranquilo y tibio, pegado a su repleto seno. – jAh! – La vigorosa partera se levantó de su asiento al lado de la cama, esbozando una serie de sonrisas- Parece que están muy bien ahora, doctor, ¿no? No saben las angustias que nos dieron. Y ni tienen preocupación alguna.

Humedeciendo sus labios, con su mirada cálidamente inarticulada, Susana Morgan procuró tartamudear su gratitud. – jAh, bien puede decirlo usted! – asintió la matrona, aprovechando al máximo la situación- y no se olvide, mi hijita, a su edad no podría tener otro.

Por lo que a usted se refiere, la ocasión era ésta o nunca.

–Sabemos eso, señora Jones -interrumpió significativamente la anciana, desde la puerta- Sabemos que aquí lo debemos todo al doctor. – ¿No ha ido a verlo aún mi Joe, doctor? – preguntó tímidamente la madre- ¿No? Bien, irá, esté seguro. Está loco de alegría. No hace más que decir, que lo único que nos faltará cuando estemos en Sud Africa, será el no tenerlo a usted, doctor, en nuestras enfermedades.

Después de partir, convenientemente fortificado con la torta de semillas aromáticas y el vino de saúco preparado en casa -hubiera destrozado el corazón de la anciana si hubiera rehusado beber a la salud de su nieto-, Andrés prosiguió su ronda, con un calor extraño en su corazón. "No podían haberme tratado mejor", pensaba orgullosamente, "si yo hubiera sido el rey de Inglaterra." Este caso se convirtió en cierta manera en el antídoto de la escena que había presenciado en el andén de Cardiff. Algo había que decir en favor del matrimonio y de la vida de familia, cuando traía una felicidad tal como la que llenaba el hogar de Morgan.

Quince días después, cuando Andrés había hecho su última visita a la casa del número 12, Joe Morgan vino a visitarlo. La actitud de Joe era solemne. Y, después de luchar mucho tiempo con las palabras, dijo explosivamente:

–Al diablo con todo, doctor! Yo no estoy acostumbrado a hacer frases. El dinero no puede pagar lo que usted ha hecho por nosotros.

Pero, de todos modos, la señora y yo queremos hacerle este pequeño obsequio.

Impulsivamente, le alargó un papel a Andrés. Era una orden contra la Building Society, por cinco guineas. Manson miró el cheque. Los Morgan eran gente acomodada, pero estaban lejos de ser ricos. Esta suma, la víspera de su partida, teniendo que afrontar gastos de viaje, debía representar un gran sacrificio, una noble generosidad. Andrés dijo, conmovido:

–No puedo aceptar esto, Joe.

–Usted debe aceptarlo -dijo Joe con grave insistencia, mientras su mano apretaba la de Andrés-, o mi mujer y yo quedaremos mortalmente ofendidos. Es un presente para usted. No es para el doctor Page. Durante años y años él ha recibido mi dinero, y nunca, sino esta vez, lo hemos molestado. El está bien pagado. Este es un obsequio para usted, doctor. ¿Comprende?

–Si, comprendo, Joe -asintió sonriendo Andrés.

Dobló el cheque, lo colocó en el bolsillo de su chaleco y lo olvidó por unos días. El martes siguiente, al pasar por el Banco, se detuvo, reflexionó un instante y entró. Como la señorita Page le pagaba siempre en billetes, que él remitía por carta certificada a las oficinas de la Dotación, nunca había tenido ocasión de valerse del Banco. Pero ahora, con una respetable suma de su propio trabajo, decidió abrir una cuenta con el obsequio de Joe.

Endosó el cheque en las ventanillas; llenó algunos formularios y los pasó al joven cajero, observando con una sonrisa: -No es mucho, pero, de todos modos, es un comienzo. Entretanto, se había dado cuenta de que a cierta distancia estaba Aneurin Rees, en suspenso, observándolo. y al volverse para partir, el administrador de cabeza larga se adelantó al mostrador. Tenia el cheque en sus manos.

Alisándolo suavemente, miró a los lados a través de sus anteojos.

–Buenas tardes, doctor Manson. ¿Cómo está usted? – Pausa.

Aspirando a través de sus dientes amarillos- ¿Eh? ¿Desea usted colocar este pago en su nueva cuenta?

–Sí -Manson habló algo sorprendido. ¿Es una suma demasiado pequeña para comenzar? – ¡Oh, no, no, doctor! No se trata de la cantidad. Nos alegramos mucho del negocio- Rees vaciló, mirando el cheque y levantando luego sus ojillos suspicaces al rostro de Andrés-. ¿Lo quiere usted a su propio nombre?

–Vaya… ciertamente.

–Muy bien, muy bien, doctor. – Su expresión se resolvió súbitamente en una insípida sonrisa- Me extrañaba. Quería estar seguro. Qué tiempo tan bueno para esta estación del año! Hasta luego, doctor Manson, hasta luego.

Manson salió intrigado del Banco, preguntándose qué intención tenía ese diablo calvo y lacayo. Pasaron algunos días antes de que hallara respuesta a su pregunta.