I
No olvidaron nunca su primera tentativa. El doctor Brent, de Cadogan Gardens, abandonaba su trabajo y ofrecía una buena clientela para un caballero calificado. En principio, parecía una excelente ocasión. Por temor a que algún candidato más rápida pudiera anticipárseles, tomaron un "taxi" extravagante que los llevó volando hasta la casa de Brent, que era un hombrecito de albas cabellos, agradable y casi timido.
–Sí -dijo modestamente el doctor Brent-. Es una ubicación bastante buena. La casa también es agradable. Yo sólo exijo siete mil libras por la escritura. Hay cuarenta años de plazo y la renta del suelo es sólo de trescientas libras anuales. En cuanto al consultorio.. creo que es lo usual… el importe de dos años, al contado… ¿Qué le parece, doctor Manson? – ¡Perfectamente! – manifestó gravemente Andrés-. ¿Usted también me ayudaría a familiarizarme durante un tiempo considerable? Gracias, doctor Brent. Lo estudiaré.
Lo estudiaron mientras se tomaban un té de tres peniques en el Brompton Road Lyons. – ¡Siete mil!… por la escritura-, Andrés se rió. Se quitó el smbrero de la arrugada frente y colocó los codos sobre la mesa de mármol-. ¡No es muy educante, Cristina! ¡El modo cómo los viejos se aferran a lo suyo! Y no se les puede hacer salir a menos que uno consiga dinero. ¿No es la condenación de nuestro sistema? pero, infame como es, lo aceptaré. ¡Tú verás! De ahora en adelante, me voy a preocupar de esta cuestión del dinéro.
–Espero que no -dijo sonriendo Cristina-. Sin él hemos sido suficientemente felices.
Andrés refunfuñó:.
–No dirás eso cuando comencemos a cantar por las calles.
Deténgase, señorita, por favor.
En razón de sus títulos de doctor en medicina y M. R. C. P., Andrés quería un consultorio sin listas, sin anexo de farmacia, quería verse libre de la tiranía del sistema de las tarjetas. Pero a medida que pasaban las semanas, estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, cualquier cosa que le diera alguna oportunidad. Visitó consultorios en Tilse Hill, Islington y Brixton, y uno -el consultorio tenía un hoyo en el techo- en Camden Town. Llegó hasta discutir con Hope -quien le aseguraba que con su capital era el suicidio- el plan de tomar una casa y tentar suerte.
Y entonces, al cabo de dos meses, cuando estaban a punto dc desesperarse, el cielo se apiadó y permitió que muriera el anciano doctor Foy, sin sufrimiento alguno, en Paddington. La noticia de su muerte, cuatro líneas en la Revista Médica, llamó la atención de Andrés. Fueron sin entusiasmo al número 9 de Chesborough Terraceo Vieron la casa, un sepulcro alto, de color plomizo, con un consultorio al lado y un garage de ladrillos atrás. Revisaron los libros según los cuales el doctor Foy quizá había ganado quinientas libras anuales, sobre todo de consultas, con medicamentos, a tres chelines y seis peniques. Hablaron con la viuda, que les aseguró tímidamente que el consultorio del doctor Foy era seguro, que en un tiempo había sido excelente, con muchos "pacientes acomodados" que entraban por la "puerta delantera". Le dieron las gracias y se fueron sin mayor entusiasmo.
Y, sin embargo…, no sé -dijo Anqrés-. Tiene muchos inconvenientes. Detesto las recetas. Es un mal lugar. ¿Viste toda esas casas de huéspedes apolilladas, casi contiguas? Pero está rodeado de un barrio decente. Es una esquina. Y una calle principal. Y bastante cerca de lo que podemos gastar. La ganancia de un año y medio…
Estuvo bien de parte de ella decir que abandonaba el mobiliario de la sala de consultas y de la salita de operaciones del viejo… Todo listo para entrar… Esta es la ventaja de una vacancia por fallecimiento. ¿Qué opinas, Cristina? Ahora o nunca. ¿Probamos suerte?
Ella lo miró dubitativamente. Para Cristina la novedad de Londres se había desvanecido. Amaba el campo, y ahora, en esos suburbios grises, lo añoraba de todo corazón.. Sin embargo, Andrés deseaba de tal modo instalar un consultorio en Londres, que ella no se atrevió siquiera a tratar de disuadirle. Inclinó lentamente la cabeza.
–Si tú lo quieres, Andrés…
Al día siguiente Andrés le ofreció al representante de la señora Foy 600 libras en vez de las 750 pedidas. La oferta fué aceptada y el cheque firmado. El sábado 10 de octubre sacaron los muebles del depósito y entraron en posesión de su nuevo hogar.
Llegó el domingo antes de que se vieran libres de la terrible "erupción" de paja y de bolsas y se maravillaran, incrédulos, de mantenerse en pie todavía. Andrés aprovechó la ocasión para pronunciar uno de aquellos sermones poco frecuentes pero desagradables, que lo hacían aparecer como un diácono de una capilla noconformista.
–Cristina, estamos convenientemente instalados aquí. Hemos invertido lo poco que teníamos. Hemos de vivir con lo que ganemos.
Sólo Dios sabe cómo nos irá. Pero hay que hacerlo. Tendrás que esmerarte, Cristina, economizar…
Para desaliento suyo, Cristina se echó a llorar, pálida, de pie allí en la sala de la calle, grande, sombría, de techo sucio y aún sin alfombrar. – ¡Por favor! sollozó.-. Déjame sola. ¡Economizar! ¿No te economizo siempre? ¿Te cuesto algo?..
Ella se estrechó frenéticamente contra él. – ¡Cristina! – exclamó Andrés, azorado. – ¡Es esta casa! No me daba cuenta. Ese subterráneo, las escaleras, la suciedad. – ¡Pero, qué importa! Es el consultorio lo que en realidad interesa.
–Podríamos haber conseguido un pequeño consultorio rural, en alguna parte.
–Sí. Con rosas alrededor de la puerta de! chalet. IDemonio!…
Finalmente, Andrés se disculpó por su sermón. En seguida, tomándola de la cintura, fué con ella a freír huevos al maldito subterráneo. Allí Andrés trató de halagarla persuadiéndola de que no era un subterráneo, sino una sección del Paddington Tunnel, por donde pasarían trenes en cualquier momento. Cristina rió débilmente de su intento de chiste, pero en realidad miraba la alcantarilla quebrada del fregadero.
Al día siguiente, a las nueve en punto -un poco tarde, no fueran a creerlo muy impaciente!– abrió su consultorio. Su corazón latía excitado y con una expectación mayor, mucho mayor que en aquella mañana casi olvidada en que atendió su primer cliente en Drineffy.
Dieron las nueve y media. Esperaba ansiosamente. Estando en el pequeño consultorio, que poseía su propia puerta a la calle lateral, unido a la casa por un corto pasadizo, Andrés podía vigilar igualmente su sala de operaciones -la pieza principal del primer piso, no mal equipada con el escritorio del doctor Foy, un diván y una vitrina-, a la que entraban por la "puerta delantera" los "pacientes acomodados", según la expresión de la señora Foy. Se diría que Andrés tenía tendida una doble red. Anhelante como todo pescador, esperaba el momento de recogerla.
Sin embargo, no caía nada, nada. Eran cerca de las once ya, y todavía no llegaba nadie. Unos cuantos choferes de taxi, de pie junto a sus coches, conversaban amigablemente en la vereda de enfrente.
Su chapa brillaba en la puerta, debajo de la vieja y desgastada del doctor Foy.
De pronto, cuando casi había abandonado las esperanzas, sonó la campanilla de la puerta lateral y entró una anciana de chal.
Bronquitis crónica, advirtió Andrés antes de que ella hablara, tosiendo con dificultad. Tiernamente, muy tiernamente, Andrés se sentó y la interrogó. Era antigua enferma del doctor Foy. Le conversó. En un estrecho reducto que hacía de botiquín, a mitad de camino entre la salita de operaciones y la sala de consultas, le preparó su droga. Volvió con ella. Y entonces, sin preguntar, mientras él se preparaba trémulo para cobrárselo, la anciana le alargó el honorario, tres chelines y seis peniques.
La emoción de ese momento, la alegria, el alivio de estas monedas de plata, allí, en la palma de su mano, fueron increíbles.
Parecían el primer dinero que hubiese ganado en su vida. Cerró el consultorio, corrió a ver a Cristina y le entregó las monedas.
–El primer enfermo, Cristina. Después de todo, no debía ser una clientela muy mala. En todo caso, esto nos alcanza para el almuerzo.
No tenia que hacer visitas, pues el anciano doctor había muerto hacía ya cerca de tres semanas y en el intervalo nadie lo había reemplazado. Debía esperar hasta que se produjesen los llamados.
Entretanto, dándose cuenta de que Cristina deseaba ocuparse sola de sus menesteres domésticos, dedicó la mañana a recorrer el barrio, mirando, examinando. las casas con los frentes desgastados, la larga sucesión de hoteles particulares de color grisáceo-amarillento, las plazas manchadas de hollín y arboladas horriblemente, las estrechas caballerizas, convertidas en garages, y luego, en un brusco recodo de la calle Norte, un triste retazo de arrabal: casas de préstamos, carritos de vendedores de baratijas, tabernas, vidrieras con medicinas patentadas y muestras de colores llamativos.
Andrés se dijo para si que el barrio había venido al mundo aquellos días en que los vehículos se deslizaban hasta los pórticos pintades de amarillo. Era negruzco y sucio, pero se advertían signos de nueva vida, surgiendo entre el moho: un nuevo grupo de casas en construcción, algunas tiendas y oficinas y, al extremo de la plaza Gladstone, el famoso Laurier's. Aun él, que nada sabía de modas femeninas, había oído hablar de Laurier's y no necesitaba de la larga hilera de automóviles estacionados frente al edificio sin ventanas e inmaculadamente blanco, para convencerse de que lo poco que sabía acerca de la fama del modisto sin duda era exacto. Le parecía extraño que Laurier's estuviese tan inadecuadamente situado en medio de estas calles modestas. Sin embargo, estaba allí, tan real como el policía del frente.
Por la tarde completó su jira inaugural visitando a los médicos de las vecindades. En total hizo ocho visitas, Sólo tres le impresionaron: el doctor Ince, de la plaza Gladstone, un hombre joven; Reeder, al final de la calle Alexandra. y en la esquina de Royal Crescent, un escocés de edad madura, llamado McLen. Pero el modo con que todos dijeron: "¡Oh, es la clientela del pobre anciano Foy la que usted ha tomado!". lo desalentó algo. pero se dijo a sí mismo que dentro de seis meses cambiarían de tono: Aunque Manson tenía ahora treinta años y conocía la importancia del dominio de sí mismo, todavía odiaba la afabilidad para con los inferiores como el gato odia el agua.
Esa noche hubo tres pacientes en el consultorio, dos de los cuales le pagaron el honorario de tres chelines y seis peniques. El tercero le prometió volver y cancelarle el sábado. En su primer día de trabajo había ganado diez chelines y seis peniques..
Pero al día siguiente no obtuvo absolutamente nada. Y el subsiguiente, sólo siete chelines. El jueves fué un día bueno; el viernes apenas si pasó de ser un día en blanco, y el sábado, después de una mañana ociosa, obtuvo diecisiete chelines y seis peniques por la tarde, aunque el paciente a quien había dado crédito el lunes no cumplió su promesa de regresar y pagar.
El domingo, aunque no comentó nada con Cristina, Andrés revisó la semana con amargura. ¿Había cometido un inmenso error al adquirir ese consultorio abandonado, al enterrar todos sus ahorros en esa casa que parecía una tumba? ¿ Cuáles eran sus fallas o defectos?
Tenía treinta años, sí, más de treinta. Era doctor en medicina, y M. R.
C. P. Poseía capacidad para la clínica y un hermoso trabajo de investigación en su haber. Sin embargo, allí estaba, cobrando apenas tres chelines y seis peniques, con lo que apenas podía comer. "Es el sistema", pensó indignado, "es un sistema senil. Debiera haber una organización mejor, una oportunidad para todo… digamos… iOh!, digamos el contralor del Estado." Pero luego suspiró, recordando al doctor Bigsby y al T. C. M. "No, eso no sirve para nada; la burocracia mata el esfuerzo individuaL.. me asfixiaría. ¡Yo debo triunfar, maldito sea, y triunfaré."
Jamas le había preocupado tanto el lado práctico de la medicina.
Y no se podría haber imaginado un método más sutil de convertirlo al materialismo que esas angustias auténticas del apetito -el eufemismo era suyo- que soportaba durante varios días a la semana.
Como a unas cien yardas más abajo, en la ruta principal de autobuses, había una pequeña fiambrería, de una mujercita pequeña y gorda, alemana de origen, que se llamaba Smith, pero que, a juzgar por su lenguaje cortado y la exageración de las s, era evidentemente Schmidt. Este lugarcito de la señora Schmidt era típicamente europeo, con un angosto mostrador de mármol lleno de arenques en escabeche, aceitunas en jarros, encurtidos, varias clases de salchichas, pasteles, y un queso delicioso llamado Liptauer. Tenia también el mérito de ser muy barato. Ya que el dinero andaba escaso en el número 9 de la calle Chesborough, y el horno de la cocina era una ruina, Andrés y Cristina recurrieron a la señora Schmidt. En los días favorables se servían chorizos calientes y pastel de manzanas; en los malos, arenques en escabeche y papas asadas.
Por la noche iban a menudo a la fiambrería Schmidt y luego de escudriñar ávidamente, a través de la vidriera empañada, el despliegue de comestibles, se volvían con algo sabroso en un saco de cuerdas.
La señora Schmidt los estimó pronto. Le tomó especial simpatía a Cristina. Su inflado rostro de pastelera se arrugaba hasta cerrar casi sus ojos bajo su alto copete de pelo rubio, mientras le decía sonriente y moviendo la cabeza, a Andrés:
–Le irá muy bien. Usted tendrá éxito. Tiene una buena esposa. Es pequeña, como yo. Pero es buena. Espere un poco… j yo le enviaré enfermos! .
Casi de repente cayó sobre ellos el invierno, y las calles se vieron envueltas en la niebla, que parecía intensificada por e humo de la estación ferroviaria cercana. Andrés y Cristina lo tomaban a la ligera, fingían que sus dificultades eran divertidas, pero en ninguno de sus años de Aberalaw habían pasado por tantas dificultades.
Cristina hizo lo que pudo en aquellos cuartos helados. Blanqueó los techos, cosió cortinas nuevas para la sala de espera. Empapeló de nuevo el dormitorio. Pintándolas de negro y oro, transformó las viejas puertas plegadizas que desfiguraban el salón del primer piso.
La mayoría de los llamados de Andrés, infrecuentes como fueron, lo llevaron a las casas de huéspedes de la vecindad. Era difícil hacerse pagar de tales pacientes: muchos de ellos eran tipos andrajosos, incluso de dudosa moralidad y aficionados al arte de estafar. Procuró hacerse agradable a las escuálidas mujeres que regenteaban estos establecimientos. Les entablaba conversación en los sombríos corredores. Decía: "No sospeché que hiciese tanto frío.
Debía haber traído mi sobretodo"; o bien: "Es molesto ir de un lado a otro. Mi auto está en compostura por el momento."
Trabó relación con el agente de policía que habitualmente estaba de guardia en una esquina de mucho tráfico, cerca del negocio de la Schmidt. Se llamaba Donal Struthers, y en seguida se hicieron amigos, porque Struthers, como Andrés, procedía de Fife. Le prometió hacer cuanto estuviese a su alcance para contribuir al éxito del médico nativo de su mismo lugar, diciéndole con humorismo de mal gusto:
–Si atropellan y matan a alguien aquí, con toda seguridad se lo haré llevar a su consultorio, doctor.
Cierta tarde, Andrés estuvo visitando a los farmacéuticos de las inmediaciones y, pretextando que necesitaba urgentemente una jeringa Voss, especial, de 100 centímetros cúbicos, seguro de que ninguno de ellos la tenía, se presentó como el nuevo y activo médico de Chesborough Terrace. Era más o menos un mes después de haber llegado. Al volver a casa advirtió que la expresión de Cristina reflejaba cierta nerviosidad.
–Hay una enferma en la sala de consulta -le susurró-. Entró por la puerta delantera.
Se le iluminó el rostro. Era el primer paciente "acomodado" que lo visitaba. Tal vez era el anuncio de tiempos mejores. Preparándose, entró alegremente en la sala de consultas.
–Buenas tardes. ¿En qué puedo servirla?
–Buenas tardes, doctor. Vengo por recomendación de la señora Smith.
Se levantó de la silla para darle la mano. Era gorda, robusta, sólida, llevaba un abrigo corto de piel y una cartera de mano. Andrés advirtió de inmediato que se trataba de una de las prostitutas que frecuentaban el barrio. – ¿Si? – preguntó él, disminuyendo su curiosidad. – ¡Oh, doctor! – prosiguió ella, sonriendo con desconfianza-. Mi amigo acaba de darme un par de aros de oro. Y la señora Smith, de la cual soy cliente, me dijo que usted podría perforarme las orejas.
Mi amigo teme que yo pueda usar alguna aguja sucia, doctor.
Andrés dió un gran suspiro. ¿Habria llegado realmente a esto?
Le contestó:
–Bien, le perforaré las orejas.
Lo hizo cuidadosamente, esterilizando la aguja, rociándole los lóbulos éon cloruro de etilo y aun ajustándole los aros de oro. – ¡Oh, doctor, qué bien! – mirándose en el espejo de su cartera-. Y no sentí nada. Mi amigo estará muy contento. ¿Cuánto, doctor?
La tarifa reglamentaria para los clientes "acomodados" de Foy, por mucho que fueran un mito, era de siete chelines y seis peniques.
Mencionó esta suma.
Ella sacó un billete de diez chelines. Lo juzgó un. caballero muy bondadoso, distinguido y buen mozo -le gustaban algo morenos-, y pensó también, mientras le recibia el vuelto, que parecía tener hambre.
Cuando ella hubo partido, Andrés no pateó la alfombra como en otro tiempo lo hubiera hecho, indignado de que también él se hubiera prostituido por este acto mezquino y servil. Sentia una extraña humillación. – Con el arrugado billete en la mano, se fué a la ventana y la miró desaparecer en la calle, moviendo las caderas, balanceando su cartera, y muy ufana con sus nuevos aros.