Capítulo 79

Asustado, busqué en mi bolsillo la medicación y tomé una pastilla. Tras unos segundos, ya más tranquilo, sin recuerdos imprecisos y terribles que martillearan mi mente, me aproximé hacia el tumulto que seguía arremolinado alrededor del hombre. Este citaba el Apocalipsis y comparaba el proyecto HAARP con las cítaras de Dios. Cítaras que asociaba a las siete cartas de Loyola:

—Las siete copas son las siete cartas que el santo escribió. Son las cítaras de Dios. El siete es el número del Apocalipsis, pero la frecuencia es la décima, aunque nuestro hipotálamo también necesite una frecuencia siete para vibrar. El diez es el número de los cuernos de la Bestia, el ladrón de la palabra de Dios, el décimo forense…

Fui empujando a la gente hasta situarme cerca de él. Era Daniel. Él pareció presentir o estar esperándome porque agachó la cabeza y desde su púlpito citó una parte del Quijote, mirándome fijamente a los ojos:

Dichosa buscada y dichoso hallazgo y más si mi amo es tan venturoso que deshaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a ese hideputa de ese gigante que vuestra merced dice, que si matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma: que contra los fantasmas no tiene mi señor poder alguno…

—¡Daniel! —exclamé tendiéndole mi mano—, ¡cuánto me alegro de verte, solo Dios sabe cuánto!

Pero él pareció no reconocerme. Sin dejar de mirarme, dijo:

—El sueño de la razón produce monstruos —recogió su caja de speaker y tendió la mano a la mujer que estaba sentada bajo sus pies.

Ella llevaba una especie de chilaba, la cabeza y parte del rostro cubiertos con un pañuelo de seda negro. Ambos, sin mirarme ni prestarme la más mínima atención, comenzaron a caminar apresurados y con muestras de nerviosismo.

Les seguí, incluso les llamé por sus nombres, pero ninguno se dio por aludido. Fui tras ellos hasta la entrada del metro. Entonces ella, antes de bajar los escalones, se giró, retiró el pañuelo que cubría su rostro y, tras mirarme fijamente a los ojos, dijo:

—El séptimo vertió su copa en el aire, y una fuerte voz, procedente del trono, salió del Templo, decía: «¡Se acabó!».Y hubo relámpagos, voces, truenos y un gran terremoto, cual no hubo desde que existen hombres sobre la faz de la tierra.

Reyes, tras citar parte del Apocalipsis, versículo 16-17, se volvió a cubrir el rostro con el pañuelo y ambos bajaron las escaleras perdiéndose entre el tumulto. Mientras, la lluvia caía sin piedad sobre Londres. Mientras, yo, mudo e impávido, dejaba que mi ropa se empapara.

Regresé días tras día a aquella plaza durante el largo mes que duró mi estancia en la capital británica. Escuché sus palabras en boca de otros speakers, las mismas palabras que él repetía subido en su caja. Como si él se las hubiera transmitido directamente, como si las estuviera susurrando en sus oídos al tiempo que los speakers las gritaban al numeroso público que se arremolinaba junto a ellos. Pero ni Reyes ni Daniel volvieron a Hyde Park.

Jamás volví a verlos.