Capítulo 11

Cuando asesinaron a mi padre y me encontraron en el sótano de mi casa, yo estaba inconsciente. El médico no pudo precisar con exactitud el tiempo que llevaba sin conocimiento, tumbado en el frío suelo de losetas arcillosas y ennegrecidas por la humedad que rezumaba de las paredes e iba chorreando por los laterales hasta ser absorbida por el piso. Sobre mí estaba el violonchelo, como si hubiera querido arroparme con él, protegerme de la humedad que entumeció mis huesos, que los empapó de un olor a tierra mojada y vino tinto del que aún conservo un recuerdo preciso.

El violonchelo no volvió a sonar desde aquel día, su base estaba abierta y la pica de metal se había roto. Del arco nada se supo, no se encontró rastro alguno de él.

Me interrogaron sobre los motivos por los que estaba allí durante aquellas horas tardías de la noche, sobre lo que había visto, pero yo no recordaba más que el negro absoluto de un vacío por el que descendía y el dolor espantoso, insoportable, de mis oídos a medida que bajaba los escalones, por los peldaños que se convirtieron en un precipicio en el que las paredes rocosas no existían, porque todo era oscuridad, absoluta oscuridad. Eso, y el balanceo de la bombilla que oscilaba del cable en el centro de la bodega, sin control, como si alguien le hubiera dado un manotazo, fue lo último que vi antes de caer al suelo, lo único que recordaba.

El médico dijo que lo más probable, dado que estaba descalzo del pie izquierdo y que el zapato se hallaba sobre uno de los peldaños cuando me encontraron, fuera que hubiese resbalado al bajar, hasta caer y perder la conciencia debido al golpe. Pero la Guardia Civil, uno de sus forenses, tras examinarme, dictaminó que el golpe de mi cabeza no era consecuencia de los escalones ni del suelo, sino de un objeto. Incluso afirmó que podía tratarse de la culata de un revólver. El zapato, la dirección en la que se encontró la puntera, indicaba con claridad que lo perdí cuando subía los escalones, probablemente huyendo a toda velocidad en dirección a la salida de la bodega. Aquello, según los agentes, unido a que el golpe estaba en mi nuca, evidenciaba con claridad que me golpearon por la espalda, que caí y el violonchelo se precipitó sobre mí.

Nadie, por prescripción médica, me dio a conocer ni un solo dato sobre su muerte. Cuando el funeral pasó, por prohibición expresa de mi madre, no se volvió a hablar de lo sucedido.

Pero, a pesar de ello, jamás pude olvidar aquellos dedos ensangrentados trazando las líneas del número pi.

Acaricié los pedazos del arco roto, sin cerdas, castrado, mientras Daniel me miraba de soslayo. Tras unos instantes, lo guardé e intenté forzar una sonrisa para disimular con ella el terror que sentía en aquellos momentos en que el pasado se abalanzaba sobre mí como una fiera hambrienta, como un jabalí herido que buscara venganza.