Capítulo 50
Javier era frutero y tenía un pequeño local ubicado en la plaza de Chichón. El comercio era tan austero como la indumentaria y el aspecto físico de su dueño. Del techo, amarillento y abombado en las esquinas, colgaban calabazas atadas por sogas de esparto viejo y ennegrecido, ristras de ajos trenzadas y simples y girasoles que caían con sus corolas vueltas hacia el suelo, como flores lánguidas que, privadas de poder seguir la luz del sol, parecían haber ido dando cabezazos agónicos, de lado a lado, hasta morir. Al fondo, en el lugar más oscuro, manojos de manzanilla, poleo, romero, tomillo… pendían por sus tallos. Las mazorcas de maíz pintaban de amarillo las esquinas encaladas en blanco.
En el establecimiento no había más luz que una bombilla pequeña, sujeta por un casquillo, la luz que desprendía era tenue, velada por el polvo que acumulaba el fino cristal. El cable que salía desde el punto de luz, situado en el centro de la tienda, parecía tirar de ella hacia sí, queriendo reubicarla en el lugar que la mancha oscura del techo indicaba que le había pertenecido durante mucho tiempo. Sin embargo, la bombilla permanecía impertérrita en una esquina retirada de la puerta, alumbrando solo la mesa de madera vieja, sobre la que Javier tenía la libreta en donde hacía las cuentas de las ventas diarias.
La tienda olía a campo. Olía como yo de niño imaginaba que olerían las casas de los duendes, de los elfos, como huelen los recuerdos que satisface rememorar. Permanecimos unos minutos mirando los claroscuros del establecimiento, la amalgama de objetos de labranza que el frutero tenía en el suelo, sobre los sacos de judías, garbanzos y lentejas, extasiados por los olores a vida que embargaban nuestros sentidos. Anduvimos unos minutos en silencio, mirando cada esquina, cada rincón. Javier nos dejó estar, imagino que como solía hacer con toda su clientela. Sin prisas, sin decirnos nada, esperó sentado en un taburete mientras limpiaba de tierra un saco de lentejas. De vez en cuando se frotaba las manos enfundadas en unos guantes de lana verde billar, rotos en las puntas de los dedos. En su oreja derecha llevaba un lápiz de carpintero afilado con navaja. Tenía la cabeza inclinada y nos miraba con una expresión agradable y tranquila. Sus diminutos ojos verdes resaltaban como «bonis» en aquella faz quijotesca de maxilares pronunciados, de pómulos excesivamente marcados por la ausencia de varias piezas molares. Tenía el rostro alargado como las figuras del Greco. Su expresión, cuando dejaba de sonreír, parecía enfermiza, de mirada vacía, semejante a la de los personajes del cuadro El entierro del conde de Orgaz.
Habíamos conseguido la dirección después de que Daniel contactara con un amigo y él le facilitase los datos del propietario actual del nicho. De aquel nicho que, según las conclusiones del rabino, era el centro del cementerio y debería haber contenido la clave del mensaje, pero en cuyo interior no hallamos nada.
—Buscamos a Javier Estévez —dijo Reyes acercándose al frutero.
—Servidor —respondió levantándose—. Ya me dijo don Sebastián que mandaría a sus amigos por los tomates, pero aún no están para ser cortados de la mata, aunque, si quieren, podemos acercarnos al huerto y vemos si alguno se nos deja arrancar…
—Creo que hay una equivocación —le interrumpió Daniel—. No venimos de parte de nadie.
—¡Ah no!, creí que así era. Díganme, ¿qué se les ofrece?
—Es complicado explicarle con precisión lo que nos ha traído hasta su tienda —dijo Reyes—. Verá, estamos recopilando información sobre un nicho que se encuentra en el cementerio de Nuestra Señora del Sagrario, y que pertenece, según nuestros datos, a un miembro de su familia. Deducimos que, por ello, usted figura en los registros como su propietario.
—Se refieren al nicho en donde está enterrado mi abuelo. Y ¿qué es lo que quieren saber? —inquirió.
—Tenemos una llave que lo abre. Esta —dijo ella enseñándosela.
—¿Quiénes son ustedes y por qué tienen esa llave? —preguntó en tono imperativo.
—Soy Ricardo Fonseca, hijo del forense Fonseca —dije, extendiendo mi mano hacia él, que la estrechó con fuerza.
—¿Y? —inquirió expectante.
—Es difícil explicarle, como ya le ha dicho mi compañera —miré a Reyes—, todo lo relacionado con nuestra visita. Lo verdaderamente importante es nuestro parentesco con el propietario de esta llave y con la cerradura que ella abre. Eso nos ha traído hasta usted. Todo está relacionado con la muerte de mi padre hace más de treinta años y la desaparición del grupo de forenses que lo acompañó en las investigaciones que realizó sobre una enfermedad que aquejaba a una orden de religiosas. Mi padre y uno de los forenses, Salas, fueron asesinados, pero el resto del grupo desapareció en Toledo. La llave que abre el nicho de su abuelo pertenecía a Salas. ¿Sabe usted a lo que me refiero? —le pregunté.
—Conozco la historia. Sin embargo, mi abuelo y mi padre, ¡que en paz descansen!, no estuvieron relacionados directamente con su padre, sino con el mentor de él, el señor Salas.
—Con mi padre, entonces —dijo Reyes.
—¿Con su padre? —preguntó él rascándose la cabeza pensativo—, tenía entendido que Salas no dejó herederos, que no tenía descendientes.
—Soy hija ilegítima.
—¿Qué tipo de información vienen buscando?
—Todo lo que usted pueda decirnos, lo que conozca y crea que pueda estar relacionado con la muerte de mi padre o la desaparición de los forenses —dijo Reyes—. Con el nicho de su abuelo y esta llave. Creemos, tenemos motivos suficientes para pensar que mi padre confeccionó esta llave por algún motivo especial y que este podría llevarnos a lo que estamos buscando.
—¿Qué es lo que ustedes buscan? —volvió a preguntar sin cambiar su expresión impertérrita.
—Los motivos por los que nuestros padres fueron asesinados. Estamos convencidos de que tras sus crímenes no estaba la mano de un asesino en serie; pensamos que hay algo más. Esa llave —dije, señalando la cruz que Reyes tenía en sus manos— fue dejada por Salas en un cuadro que previamente me regaló. No sabemos qué relación tuvieron su abuelo o su padre con Salas, pero sí estamos seguros de que tuvo importancia en lo sucedido, de lo contrario esa llave no abriría el nicho de su abuelo. Son intereses personales, exclusivamente eso. Necesitamos que nos diga lo que sepa para intentar seguir desvelando lo que realmente sucedió.
—El señor Salas venía al pueblo con cierta asiduidad. Más o menos una vez al mes, pero nunca en la misma fecha. Pasaba largas temporadas en nuestra casa descansando. Sus estancias constituían una fuente de ingresos importante para la familia. Cuando fue asesinado, nuestros posibles mermaron. Salas era un hombre agradecido y pagaba muy bien los servicios que le prestábamos. ¡Fue una lástima lo que sucedió! Recuerdo que venía desde Toledo y siempre traía algún dulce para mí.
—Y la llave, ¿sabe usted algo sobre esta llave?, ¿por qué abre el nicho de su abuelo? —pregunté enseñándosela.
—La llave la confeccionó Ruiz, un orfebre toledano. Mi abuelo está enterrado en Toledo porque Salas le compró el nicho. Cuando mi abuelo enfermó, Salas le ofreció a mi padre esa sepultura como deferencia. Mi padre no disponía de dinero para darle a su progenitor sepultura y, de no haber aceptado el nicho que ofrecía Salas, mi abuelo hubiera sido enterrado en el patio de Caridad. Después de aquello, el agradecimiento de mi padre fue en aumento al igual que la amistad que surgió entre ambos. Sin embargo, Salas dejó de venir al pueblo sin aviso. Meses más tarde, supimos que había sido asesinado. Nos dijeron que lo había hecho un demente que también mató a uno de sus alumnos, el señor Fonseca, su padre —dijo mirándome—. Aquella misma semana, mi padre se desplazó a Toledo para visitar la tumba del forense. Pero esto último le fue imposible, ya que sus restos mortales habían sido enterrados en el convento en donde fue asesinado. Visitó el cementerio y fue entonces cuando en el interior del nicho de mi abuelo encontró un manuscrito que evidentemente pertenecía a Salas —dijo mirando la llave.
—¿Está diciendo que en el nicho de su abuelo había un manuscrito de Salas? —preguntó Daniel con expresión de curiosidad.
—Sí. Un manuscrito en cuyas páginas solo había números, líneas y líneas de números. Lo único legible era una pequeña cita del Quijote,…
—Dichosa buscada y dicho hallazgo —le interrumpí—, dijo a esta sazón Sancho Panza… —y seguí recitando en su totalidad el pasaje que me había entregado sor Laudelina con los objetos de Salas.
—¿Cómo sabe usted lo que ponía? —preguntó asombrado.
Saqué de mi cartera el papel y se lo entregué. Él lo leyó en silencio y dijo:
—Ese pasaje fue lo que hizo que mi padre pensara que Salas había introducido el texto en el nicho de mi abuelo antes de marchar al convento. Era un admirador ciego de esa obra, recitaba pasajes enteros de memoria. Incluso me regaló un ejemplar que aún no he conseguido leer al completo.
—Según sus datos, Salas pudo utilizar a su padre para tener un lugar en donde dejar ese texto, ¿cierto? —dijo Daniel.
—Mi padre nunca lo vio así. Mi madre afirmaba que aquel manuscrito bien podía ser el responsable de la muerte del forense e insistía en que lo entregara a la familia, a la esposa de Salas. Sin embargo, mi padre siempre se negó a ello. Fue como si aquellos números que se repetían sin orden ni concierto en todas y cada una de las páginas, llenándolas de manera casi obsesiva, sin apenas dejar un espacio libre, hubieran poseído su voluntad.
—¿Aún tiene usted el texto? —preguntó Daniel.
—No. Mi padre pasaba los días intentando descifrar aquellos números. Llegó un momento en el que, desesperado ante la esterilidad de su trabajo, intentó buscar ayuda. Habló con el párroco, la persona que en aquellos años poseía más conocimientos matemáticos, y se lo enseñó. Esperaba que él le diera una respuesta. Pero el párroco, tras examinar el manuscrito, le dijo que aquellos números no eran más que seriados sin sentido. A pesar de su afirmación sobre la carencia de valor del texto, el eclesiástico dijo que el manuscrito tenía un cierto valor documental y tasó su precio en mil duros.
—¿El párroco le ofreció dinero por el texto a su padre? —preguntó Reyes.
—Sí. Así fue. La situación que vivíamos era delicada y el sacerdote lo sabía, por lo que intentó aprovecharla.
—¿Su padre le vendió el texto al párroco del pueblo? —inquirió Daniel con gesto de desprecio.
—Tardó una semana en aceptar la compra. Justo el tiempo que necesitó para copiar todos y cada uno de los seriados. Como imaginarán, mi padre no era tonto. Desde el primer momento, en el mismo instante en que el cura fijó sus ojos en los números y le ofreció dinero, supo que tenía más valor de lo que él creía. Después de recibir aquella tentadora oferta, y viendo el manifiesto interés del clérigo por hacerse con el texto, su obsesión por descifrar aquellos seriados numéricos, en vez de disminuir se acrecentó. Decidió copiarlos, transcribirlos en su totalidad tal y como aparecían en cada una de las hojas. No le dio una respuesta al cura hasta que no tuvo la copia terminada. A pesar de su obstinación, de su tesón y el deseo de llegar a una conclusión satisfactoria, jamás consiguió su propósito. Nunca encontró una respuesta, una clave, una solución. Si me acompañan al sótano les mostraré los seriados. Imagino que querrán verlos —dijo con ironía.