Capítulo 15

Conecté el correo electrónico e inmediatamente entraron dos mensajes de Jana. Respiré aliviado. El primero era escueto y, dados los acontecimientos, pensé que muy significativo:

Querido Enrique:

Saldré en el primer vuelo hacia Italia. A mi regreso tenemos que hablar. Es necesario que nos veamos. Ahora no puedo darte explicaciones, prefiero que nuestra charla sea en persona. Lo que tengo que decirte es tan importante como trascendental para que, por fin, entiendas lo necesario que es llegar hasta el final.

JANA

Desconcertado, abrí el segundo correo que, según el servidor, había sido mandado ese mismo día, a las 12 de la mañana. En él había un seriado alfanumérico que, si bien era evidente escondía un mensaje encriptado, no se asemejaba al que me había llegado junto a la alianza, el DNI de mi padre y el arco del violonchelo. Su estructura seguía las mismas directrices que mi padre empleaba en sus anotaciones personales. Las mismas pautas y claves que él utilizaba para esconder los mensajes que me llevarían al lugar en donde estaban los escarabajos. Era mi código, el código de mis juegos de jeroglíficos, el código de iniciación a la criptografía que él creó para mí. Por ello, cuando lo vi en la pantalla del ordenador supe, sin necesidad de descodificarlo sobre el papel, lo que decía. Seguía las mismas pautas de las técnicas del descifrado por análisis de frecuencias[1]. Para mi padre, cuando creó el cifrado, lo más importante no fue la correspondencia de los códigos con las letras, o la ocultación del mensaje, sino el que nadie percibiera que aquello era un mensaje encriptado. Si nadie lo percibía, nadie jamás trataría de descifrarlo.

Su forma matemática era el procedimiento que mi padre había creído más efectivo para despistar a los curiosos que tuvieran la osadía de meter las narices en sus documentos. Todos los textos que escribía se mezclaban a su vez con problemas matemáticos simples, con anotaciones irregulares sobre problemas que incluso planteaba en sus clases y con más de una respuesta de algún estudiante, por lo que las claves, los criptogramas, se perdían dentro de los folios que formaban sus apuntes y se hacían imperceptibles a simple vista. Dentro de ese desorden, había un orden preciso que solo él conocía. Estaba en el centro mismo de la hoja, de cada uno de los folios. Cuando me lo explicó, dándome las pautas a seguir para encontrar las series, no lo entendí. Preferí aprender el procedimiento para descifrarlo de memoria y buscar en los folios las líneas que tenían sentido, descartando las que solo eran operaciones matemáticas. Aquello me llevaba bastante tiempo, pero aún no era capaz de hacer dibujos geométricos.

Años más tarde, al contemplar una de las obras de Maurits Cornelis Escher[2], Orden y caos, supe lo que había querido decirme. Entendí cómo colocaba los seriados dentro de los folios y cómo estos formaban un dibujo perfecto de la esfera de un dodecaedro estrellado. Para encontrar las frases solo había que dibujar el dodecaedro estrellado dentro del folio o poner una plantilla transparente sobre él.

El texto encriptado que aparecía en la pantalla del ordenador, dentro del cuerpo del mensaje de Jana, estaba relacionado directamente con mi padre. Al desencriptar el mensaje recordé sus palabras cuando me enseñó la clave, la forma de descifrar aquellos números, de convertirlos en palabras:

—Cuando creé la clave pensaba en el número pi, en la búsqueda que el ser humano lleva a cabo para hallar sus dígitos, todos ellos, lo que en realidad es su verdadero misterio, ¿por qué es infinito? Nadie ha conseguido hallar todos sus dígitos. Y estoy convencido de que así seguirá siendo. Lo estoy porque creo que es el número de Dios.

—No entiendo lo que dices —dije, mirándole expectante, buscando que me diera una explicación más sencilla.

—Si prestas atención a lo que voy a decirte, te servirá para mucho cuando seas adulto. El número pi es un número irracional, es decir, un número decimal con infinitas cifras decimales exento de una secuencia de repetición que lo convierta en un número periódico. Para que lo entiendas mejor; es totalmente imposible conocer todas las cifras que tiene. Para mí, es el número del que Dios se sirvió para crear el universo y tras su misteriosa cifra está la clave de la existencia y un mensaje claro y preciso que todos nos negamos a ver, cegados en la búsqueda del resultado final. Este no es más que el comienzo o el principio del fin. Una espiral perfecta.

»Una espiral que al mismo tiempo que se expande se contrae y sigue las mismas pautas para ambas cosas. Su dimensión es infinita, y posiblemente esté en ella el misterio de las dimensiones y del espacio tiempo. Muchos matemáticos han invertido cientos de horas en hallar todas las cifras que componen estos números, pero sus logros son avances que se quedan pequeños al lado de los siguientes, porque sus guarismos siguen aumentando cálculo tras cálculo. Isaac Newton decía: «La naturaleza se reduce a un número: pi. Quien comprenda el misterio de pi comprenderá el pensamiento de Dios…». En esa frase está la clave de pi. No es un número, sino que posiblemente sea una forma que aún no conocemos con precisión, una espiral numérica infinita y finita al mismo tiempo, un eslabón de una cadena que nos conduce directamente a una dimensión desconocida, por eso no podemos ver ni hallar el fin, sencillamente porque no lo tiene. Cuando llegamos al fin estamos en el comienzo de nuevo.

—Sí, padre, pero no entiendo qué tiene que ver el número pi con su código secreto —dije un tanto acogotado por sus palabras, aún demasiado complicadas para mí.

Él sonrió y, poniendo su mano sobre mi cabeza, en un gesto de cariño, continuó:

—Todo está relacionado; cada cosa que sucede aquí en la Tierra, como decía Kepler, sucede en los cielos —dijo, señalando las estrellas que se podían ver en el cielo despejado de aquella noche de agosto sin luna—. Solo quiero que entiendas que la respuesta a todo está ante nuestros ojos; todo está escrito. El secreto es saber verlo, observar con detenimiento lo que sucede y lo que le sucede a las cosas y seres que tenemos a nuestro alrededor, sin perder ni una sola de las perspectivas que se nos han dado. Newton no vio que una manzana le cayera en la cabeza, sino que percibió que aquello debía ser provocado por algo, lo que dio lugar a su descubrimiento: la ecuación de la gravedad. Observación, esa es la clave de todo. Solo es cuestión de ver más allá, algo que, como gran criptógrafo que espero seas, debes tener siempre en tu mente. No analices las cosas por lo que los demás creen que son o por lo que te quieren hacer ver, hazlo siempre por ti mismo.

»No te dejes cegar por el ansia de llegar al final y disfruta en cada paso de tu investigación sin tener en cuenta la satisfacción que quizás nunca tengas al hallar el resultado. Puede que una clave te conduzca a otra y esta a su vez a una más. El desarrollo de un criptograma, como el de una fórmula matemática, es más apasionante que el descubrimiento del mensaje encriptado o la resolución del problema, pero se nos olvida. La búsqueda de un final ha cegado muchas mentes, créeme. Mi clave es tan sencilla, está tan clara, que no se ve; ahí está su único misterio. Solo unos pocos serán capaces de intuir en ella un mensaje encriptado, los muy observadores. Como muy pocos ven que en el número pi no hay más que una prueba evidente de que Dios existe, de que nada tiene fin. Sus decimales infinitos nos indican que el resto de las cosas también pueden ser ilimitadas. Todo puede seguir descomponiéndose en formas diferentes, guardando la esencia de lo que fueron y volviendo a ser de nuevo, ya que el fin siempre da lugar al comienzo. En mi código, los números dan lugar a las letras y el orden de los mismos se corresponde con el alfabeto. Es fácil descifrarlo, solo tienes que invertir el orden y la colocación de ambas cosas: el fin es el principio y el principio es el fin. Como verás, todo está invertido, y los seriados lo que menos parecen es un mensaje cifrado.

»El universo es un gran criptograma, un estallido continuo de mensajes. El problema es que no lo vemos así y por ello jamás seremos capaces de descifrarlo. El ser humano solo ve en él una fórmula matemática, porque solo se fija en lo aparente, en lo establecido por otros. El ser humano está dejando de pensar por sí mismo, de imaginar…

Aquello quedó grabado en mi mente para siempre, de tal forma que durante mucho tiempo indagué sobretodo lo que él me había repetido una y otra vez. Y siguiendo sus enseñanzas encaminé mis investigaciones forenses, desde un ángulo muy diferente al que se venía haciendo. Su idea de la inmortalidad, de lo infinito, marcó en mí una constante que dirigió mi vida. Creo que ese y no la genética que nos unía fue el determinante para que me decidiera por la Ciencia Forense.

Como él decía, nada muere, se transforma, y yo intentaba saber qué era lo que se transformaba, cómo y por qué lo hacía. Sin embargo, los acontecimientos que surgieron después de recibir los mensajes de Jana me adentrarían en un camino aún más desconocido e interesante del que me ofrecían las investigaciones forenses que estaba realizando. Un camino que intuí mi padre había recorrido antes que yo.

En el mensaje que emitía la pantalla del ordenador estaba encriptada la frase:

En la circunferencia

el comienzo y el fin coinciden[3].

No sabría precisar con exactitud el tiempo que permanecí mirando la pantalla, sí que el ordenador entró en periodo de hibernación. De vez en cuando miraba la cama, en donde, sobre la manta de lana marrón, estaba la alianza de mi esposa. Nada más descodificar el mensaje, supe que este se refería a la sortija, por eso no me atrevía a cogerla, a comprobar qué podía esconder la circunferencia. Tenía la certeza de que había algo más que yo había pasado por alto, como verifiqué minutos más tarde al comprobar que el símbolo del número pi estaba grabado en su exterior. Llevado por la ansiedad había cometido el error sobre el que mi padre tantas veces me había advertido: había dejado de lado todo por saber cuál era el mensaje del sobre, cuando en realidad el verdadero mensaje estaba allí, grabado en la alianza, en su parte exterior, donde no había mirado.

Cogí el teléfono móvil para llamar de nuevo a Jana, pero este sonó antes de que yo marcase su número:

—¿Señor Enrique Fonseca? —dijo una voz varonil a través del aparato.

—Sí, dígame.

—¿Es usted el señor Enrique Fonseca, esposo de Jana Bonet?

—Sí, soy yo, dígame —respondí.

—Le habla el jefe de asistencia sanitaria desde la Ciudad Condal, siento tener que comunicarle…