Capítulo 68
Salas había introducido dentro de la base del arpa un recipiente en cuyo fondo había un mecanismo giratorio similar al de las cajas fuertes. En la rueda, grabados, había números y letras. Cualquiera de ellos, tanto unos como las otras podían constituir la clave para que, una vez introducida la contraseña, la ranura se levantase dejando el hueco, que permanecía cerrado, abierto para que se pudiera introducir la tija de la llave en él. Al hacerlo, el recipiente de cristal se abriría sin que el ácido que permanecía en un compartimiento superior se derramara sobre el compartimento inferior, en donde, suponíamos, porque no estábamos seguros de ello, estaban las siete cartas y el epílogo de san Ignacio de Loyola.
Pasé varios minutos observando el recipiente y la rueda con las letras y los números. Estos iban del uno al doce, y las letras eran:
D-B-E-M-R-S-I-N-A-G-
Alrededor de la ranura cerrada por una especie de trampilla que se podía ver y palpar estaba el dibujo de la cruz de Ankh, por lo que no había duda de que se abría con una llave que debía tener aquella forma, una llave como la mía.
Miré a las religiosas, que me observaban inquietas, y me quité del cuello la cadena en donde había colgado la llave para no extraviarla. La observé con detenimiento. Tras unos segundos, en los que recordé las palabras del rabino con el que hablamos en Toledo, creí hallar lo que las religiosas necesitaban para abrir el mecanismo que Salas había confeccionado y sacar de su interior el contenido intacto.
Antes de proceder a introducir los códigos, preferí llamar a Reyes. Si no estaba equivocado, ella tendría los suficientes conocimientos como para recordar el nombre de las doce tribus de Israel. Si me equivocaba en un número o en una letra todo podía irse al traste. Reyes fue dándome uno a uno los nombres y uno a uno fuimos comprobándolos hasta estar seguros de que no había ni un solo error de transcripción:
BINIAMIN, EFRAIM, MENASHE, REUBEN, SEBULUN, IEUDA,
ISSHAJED, DAN, NAFTALI, ASHER, GAD, SHIMON.
En un principio, las religiosas se mostraron desconfiadas:
—¿No pretenderá introducir clave alguna sin antes decirnos en qué se basa para hacerlo? —inquirió sor Laudelina poniendo su mano sobre la rueda.
Yo, que permanecía agachado, me levanté. La miré fijamente y dije:
—No pretenderán ustedes que no haya margen para un error. Saben de sobra que puedo estar equivocado en mis deducciones, pero menos es nada, y ustedes, sin mi llave —dije levantándola y mostrándosela—, no tienen nada.
Sor Isabel me miró con expresión recriminatoria y dijo:
—La madre Laudelina no se refiere a que usted pueda estar equivocado, sino a que exigimos una explicación a sus conclusiones, tenemos derecho a ella. Usted tampoco tiene nada sin el arpa. En estos momentos, estamos en igualdad de condiciones. Si no nos dice qué le ha llevado a estar tan seguro de tener la clave, no le dejaremos introducirla.
Sor Laudelina asintió con expresión desafiante.
—Ya que nos ponemos a hacer declaración de intenciones, yo también quiero exponer las mías, mis intenciones y exigencias. La primera es que no me hago responsable de un error que pueda darse y la segunda y más importante es que seré el primero en ver el contenido del tubo, todo su contenido. Me dejarán inspeccionarlo por completo. Si no están de acuerdo no lo abriré.
—Eso ya lo habíamos hablado, en ningún momento se lo negamos. El único requisito que le exigimos fue que los documentos no saldrían del convento y que la información que pudiera haber en ellos nunca debería ser relacionada con nosotros ni con la Iglesia. Algo que no es nada extraordinario, los textos son nuestros, y tenemos potestad sobre ellos. También están en nuestras instalaciones —respondió sor Laudelina.
—Todo eso está claro. Sin embargo, hay un punto que antes de abrir el tubo debemos asentar. Haré fotografías de su contenido con mi teléfono. Si no me dejan hacerlas, no abriré el tubo. Les doy mi palabra de que solo las utilizaré si es necesario desencriptar el contenido de los mismos.
Sor Laudelina puso una expresión de desagrado y dijo:
—Entonces debemos esperar a que lo consulte con mis superiores. Haré una llamada y en unos momentos veremos si aceptamos sus condiciones o no.
La superiora se retiró durante unos diez minutos, mientras sor Isabel permanecía a mi lado sin perder detalle de mis movimientos.
—Está bien. Puede tomar fotos, pero, si estamos en lo cierto y lo que hay en el tubo son las cartas de san Ignacio, su firma y todo lo que pueda identificarse como autoría del santo será ocultado antes de tomar la fotografía. Ese es el único requisito que le exigimos —dijo la religiosa tras regresar.
—Está bien, pero es estúpido. Si son las cartas y están escritas de puño y letra de Loyola, si yo quisiera darlas por válidas, solo necesitaría un calígrafo —dije sonriendo.
—Hay muchos métodos para desvirtuar lo que usted dice, nunca es lo mismo un original físico que una fotografía —respondió sor Isabel con sorna—. Ahora díganos qué directrices ha seguido para estar tan seguro de las claves que tiene que introducir.
—Como ven —respondí enseñándoles la llave—, el grabado que tiene la llave corresponde al de la Estrella de David. Las doce puntas de la misma representan…
—Las doce tribus israelitas —respondió sor Isabel.
—Exactamente, y los números van del uno al doce. Si tenemos en cuenta las letras que aparecen en la rueda —dije señalándola—, que son D-B-E-M-R-S-I-N-A-G, percibimos que no recogen todas las que componen el abecedario, sino unas cuantas. Si tomamos los nombres de las doce tribus y debajo ponemos las letras que aparecen en el seriado —dije escribiéndolas—, percibimos…
Sor Isabel, que permanecía atenta a lo que yo iba escribiendo en la libreta, me interrumpió y dijo:
—Son las iniciales. Corresponden a las iniciales de las tribus. Aunque faltan letras.
—Faltan las que se repiten —dije señalándolo—: D-B-E-M-R-S-I-N-A-G-BINIAMIN, EFRAIM, MENASHE, REUBEN, SEBULUN, IEUDA, ISSHAJED, DAN, NAFTALI, ASHER, GAD, SHIMON.
—Pero, si es así, ¿en qué orden debemos introducirlas? —preguntó sor Laudelina—. Si nos equivocamos en el orden, sería como si no supiéramos nada. El orden tiene la misma importancia que el símbolo.
—Buena apreciación, hermana —respondí—. Reyes tampoco está segura de ello, pero cree que pueden seguir el orden de establecimiento que tuvieron las tribus en el desierto, este —dije señalando el orden que Reyes me había dado—, debemos arriesgarnos, porque es lo único que tenemos. Una vez introducidas hay que girar la rueda hasta el número doce. ¿Recuerda?, las doce tribus, los doce forenses, los doce cuadros y doce escarabajos; por todos estos datos, creo que el doce no ha sido puesto por casualidad en la rueda. Además, si se fijan, verán que los números que hay grabados solo llegan hasta el doce. Para mí, esto es más que una casualidad.
—Y si estamos equivocados y Salas siguió otro orden, como puede ser el lugar de colocación de cada letra en el alfabeto —apuntó sor Isabel.
—Ese, en concreto, es imposible porque, como ve, hay dos letras que dan comienzo a los nombres de las tribus que se repiten: la I, y la S. Si fuese así, no sabríamos cómo hacerlo. Tendríamos que repetir la misma letra y volver a girar la rueda y eso es algo que no entra en las conjeturas. Creo que la hipótesis más acertada es la que les he dicho. Entonces, ¿comenzamos? —apremié.
Ambas asintieron con la cabeza tras persignarse. Fui introduciendo las letras en el orden que me había dado Reyes. Después giré la rueda hasta llevarla al número doce. La puertecilla se abrió y la ranura quedó al descubierto. Ambas religiosas suspiraron aliviadas. Introduje la tija en la ranura y la giré. Un rollo grueso de papel cayó al suelo. En su parte externa estaba mi nombre completo escrito a pluma:
Enrique Fonseca Xátiva
Debajo del mismo, una especie de nota manuscrita de Salas:
Comprenderás, tras leer el epílogo de san Ignacio de Loyola, que supiera que ibas a llegar hasta aquí. Lo que sus grafías contienen no lo puedo transcribir porque solo podrás verlo tú, como yo vi lo que a mí me correspondía ver. Él, Daniel, el párroco que te acompaña, también debe leer el texto del santo, el texto en su totalidad, como sé que hará. Reyes, mi amada hija, debe intentar olvidar todo lo sucedido. Ella ha cumplido su misión en esta historia y aunque sé que lo más factible sea que no abandone hasta el final, porque así está escrito, te pido la gracia de que intentes separarla de la investigación. Mi misión no es la que te harán creer. Jamás tuve sentimiento de venganza alguno hacia tu padre. Mi único fin era hacerte llegar hasta aquí. El resto es la palabra de Dios y yo no soy más que polvo sobre ella.