Capítulo 76

En ese preciso instante comprendí el mensaje de Salas en su totalidad. Era una señal de alerta que indicaba el peligro que se cernía sobre el experimento. Supe que la leyenda sobre los mensajes cifrados en el Quijote, como bien afirmaba Daniel, tenía, como todas las leyendas, parte de verdad. Y pensé que tal vez Cervantes tuvo acceso a las cartas del santo o a su autobiografía y quiso transmitir la misma llamada de atención. Imaginé cómo un hombre en aquel siglo podía ver aquel experimento, un experimento que, para él, para los conocimientos que tendría sobre tecnología, sería difícil de comprender y transmitir. De ser cierta mi hipótesis, Cervantes buscó una analogía cercana para describir lo que había visto, algo que hubiera hecho cualquiera. Entonces comprendí la simbología de sus gigantes, de sus molinos. Eran las antenas que yo estaba contemplando en la pantalla del ordenador, las antenas gigantes con sus aspas metálicas y amenazantes orientadas hacia el cielo. Ciertamente, la similitud más apropiada para hacerlo fueron los molinos de viento, aquellos gigantes que Alonso Quijano día tras día intentaba matar y que finalmente se lo llevaron inmerso en su locura, la misma locura que sufrieron todos los que vieron los textos del santo. El hidalgo caballero de la Mancha murió preso de su demencia, de su desesperación, como les sucedió a los siete eclesiásticos, a las religiosas y, como en aquellos momentos pensé, me sucedería a mí.

Tenía frente a mí toda la información de un proyecto tecnológico que parecía formar parte de una ficción cinematográfica. Un campo de antenas gigantescas, como los molinos de Cervantes, que emitían frecuencias mortales. La sola idea de que aquello se pusiera en práctica me aterraba. Entonces él, mi padre, señaló con su dedo índice el nombre del proyecto:

HAARP[6], o Arpa.

Como bien había manifestado, al proyecto se le llamaba Arpa, pero no era, como él decía, el arpa de Dios, sino del diablo.

Ellos, los que trabajaban en él, habían cambiado la colocación de las antenas, las habían girado hacia arriba y el número de Dios, el 999, se había convertido en el del diablo, el 666. Así estaba escrito en el epílogo de Loyola.

—Es la cítara del diablo, vuestro proyecto es demoníaco —dije—, solo el diablo querría que el ser humano no pensara, dominar la Tierra de esa forma. Dios nos dio libertad, nos dejó elección, pero nunca podremos ser Él. Vuestro proyecto no deja posibilidad de elección, somete. Estáis utilizando el lenguaje divino sin conocerlo, estáis jugando con las leyes de un universo del que no conocéis nada. ¿No entiendes que eso es terrible, de consecuencias inimaginables e imprevisibles?

Se retiró del ordenador y poniéndose frente a mí dijo:

—Jesús iba atravesando la aldea, y un muchacho, que venía corriendo, fue a chocar contra su espalda. Y Jesús, irritado, le gritó: «No continuarás tu camino». Y, acto seguido, el muchacho cayó muerto. Y algunos que habían visto lo ocurrido dijeron: «¿De dónde es este niño, que cada una de sus palabras se realiza tan pronto?». Y los padres del niño muerto fueron a buscar a José y se quejaron ante él, diciendo: «Con un hijo semejante, no puedes habitar con nosotros en la misma aldea; tienes que enseñarle a bendecir y no a maldecir, porque mata a nuestros hijos». Es el capítulo IV de los evangelios apócrifos de Seudo-Tomás, que recoge las cosas que Jesús hizo siendo niño —concluyó mirándome fijamente—. Como ves el bien y el mal se confunden en demasiadas ocasiones y hasta el hijo de Dios tuvo errores.

—Eso pertenece a los evangelios apócrifos, y estos no tienen ninguna base.

—Querrás decir que no la tienen para la Iglesia católica —asentí con la cabeza—. Solo te he puesto el ejemplo más adaptado a lo que tú dices. Jesús, hijo de Dios, de tu creador, de tu Dios al que invocabas hace unos segundos, su hijo hablaba y mataba, sus palabras se cumplían según eran pronunciadas y no siempre fueron para hacer el bien. Es probable que nuestro proyecto, en principio, cause males como los que ha causado, pero poco a poco será perfecto y solo causará el bien, del mismo modo que las palabras de Jesús lo hicieron. No olvides que es el lenguaje de Dios —dijo irónico—; además, el proyecto es conocido a nivel mundial. Evidentemente, solo en parte y no se han dejado ver los fines reales del mismo. Incluso, si los dijéramos, la gente no lo creería. No lo haría por los mismos motivos que aún no se creen que las cartas de Loyola existan, que el último mensaje de Fátima hable de nuestra cítara y que el Apocalipsis se refiera a ella, a la destrucción del mal. Nuestra cítara, las siete cítaras de Dios, destruirán todo mal sobre la Tierra, crearán un nuevo orden mundial. Tal y como se cita en el Apocalipsis, y como los mayas dejaron escrito en su séptima profecía. Solo nos falta una clave que hallar para que todo funcione a la perfección: la décima.

—¿La décima clave? ¿Cuál es la décima clave? —pregunté.

—La frecuencia exacta para dominar sin producir daños. Para establecer el nuevo orden mundial sin que nadie sepa, sin que nadie sea consciente de ello, sin que se produzcan efectos devastadores que acaben con todo. Nosotros somos los más interesados en que nuestro proyecto no cause la devastación. Necesitamos que la vida en la Tierra perdure. Con él solo se busca la paz, la estabilidad, la felicidad del ser humano…