Capítulo 19
En apariencia, Jana había dejado todo preparado hasta su regreso de Italia. La casa estaba en perfecto orden.
Nada más llegar, nos dispusimos a chequear el ordenador de mi esposa. Tal como Daniel me había sugerido, comprobamos que los mensajes habían sido remitidos desde un ordenador ajeno, utilizando las claves de acceso. Él se empeñaba en hacerme creer que quizás hubiera sido Jana quien los había mandado desde un cibercafé o un aparato portátil. Insistió en que mi esposa no tenía por qué haber estado en contacto físico con la persona que me había hecho llegar el paquete al bar de Torcuato. Sin embargo, yo seguía teniendo serias dudas sobre ello.
Registramos, palmo a palmo, la información de su ordenador, sin encontrar nada fuera de lo común. Nada relacionado con el mensaje que yo había recibido. Miré todas sus notas, carpetas e incluso las páginas de la red que había visitado en los últimos días, pero en ellas solo encontré información sobre restauración y pintura. En su agenda de mesa estaba anotada la dirección del Museo e Gallerie Nazionali di Capodimonte, ubicado en Italia, Napóles, y el cuadro de la Caída de Dédalo del maestro Cario Saraceni. Esa anotación, la última de la agenda, para Daniel, fue la prueba de que el viaje de Jana era profesional y nada tenía que ver con lo sucedido:
—Todo indica que iba a realizar un viaje de trabajo, sin más.
Por unos momentos pensé que Daniel estaba en lo cierto. Pero, minutos después, el paquete que encontré en el interior de uno de los cajones de la mesita de noche y la nota que lo acompañaba hicieron que volviese a tener en cuenta la posibilidad de que el accidente cardiovascular de Jana no fuese tal.
La nota decía:
Espero que este prendedor te sirva para lo que hemos supuesto. Cuando todo esté preparado envíamelo y hablaré con él.
Busqué la dirección de procedencia del envío, pero ni Daniel ni yo encontramos nada. Jana debió de deshacerse de ella.
Llamé al hospital para verificar que me habían entregado todos los objetos de mi esposa, insistiendo en que comprobaran, una vez más, si había sido así, si no quedaba nada en las dependencias, algo que me confirmaron y reiteraron un poco molestos por mi insistencia.
Daniel había preparado el almuerzo. Seguía todos mis movimientos con síntomas claros de preocupación, ya que yo no paraba de buscar en la casa alguna evidencia que me demostrase que Jana había estado en contacto con la persona que me mandó el paquete al bar de Torcuato:
—No acabo de comprender qué buscas aparte de ese prendedor, que lo más probable es que se perdiera en el aeropuerto o en el traslado hacia el hospital. Tal vez ni lo llevaba consigo. La nota no está fechada y no tienes papeles que indiquen cuándo lo recibió. Deberías comer algo e intentar dormir. Ambos deberíamos descansar.
—Debí enfrentarme con mi pasado hace tiempo, debí hacerle caso —murmuré, mirando uno de los estantes de las librerías superiores.
Sobre los libros había una fotografía. La cogí y, al darle la vuelta, comprobé que en ella aparecía mi padre junto a un grupo de hombres que jamás había visto. Todos llevaban colgado de su cuello la cruz de Ankh. Su extremo inferior estaba tallado con dientes como si fuese una tija. En el anverso de la foto estaba escrito:
Inútil es la labor del que se fatiga intentado cuadrar el círculo[4].