Capítulo 8

No tenía pensado quedarme en aquella habitación más que lo preciso para ultimar los detalles que me permitieran viajar a mi pueblo natal. Tras la muerte de mi madre había heredado la casa de mis padres y pensaba venderla. Esperaba que los beneficios que me reportara su venta me permitiesen continuar con mis investigaciones, que estaban estancadas por falta de capital. Desde que terminé la carrera y la tesis doctoral quise desarrollar un estudio sobre la variación de los tejidos óseos y blandos de los cuerpos muertos al ser sometidos a determinadas energías, como la luz y el sonido, pero nunca había dispuesto del dinero suficiente para hacerlo. Tampoco había conseguido ninguna de las becas a las que, persistentemente, opté. De una forma u otra, siempre se anteponía alguien a mí. Fue tal mi frustración que llegué a pensar que mi madre y sus influencias, que eran muchas, conocidas y relevantes, estaban detrás de mis fracasos.

Ella había mostrado, por activa y por pasiva, su desacuerdo con mi carrera. Lo hizo desde el primer momento en que tuvo conocimiento de la especialidad que había elegido. Fue tal su oposición que incluso llegó a amenazarme con dejar de costearme la residencia y las cuotas de las clases en la facultad si no la cambiaba. En aquel momento recurrí al padre Manuel y fue él quien consiguió que aquella amenaza nunca llegara a cumplirse. Cuando este falleció me quedé sin influencias, temiéndome lo peor.

Pero mi madre, contrariamente a lo que yo supuse, siguió costeando mi carrera como le había prometido al franciscano, hasta que finalicé la tesis doctoral. Llegado aquel momento, le remití a mi madre una especie de informe en el que intentaba explicarle, con la mayor claridad, las investigaciones que quería realizar y los motivos de las mismas. También le hacía saber que había recurrido a ella tras los múltiples fracasos para conseguir una beca que me permitiera desarrollar dichos exámenes sin tener que acogerme a nadie. La primera de sus respuestas fue casi inmediata. Una negativa rotunda:

Terminaste tu carrera y la tesis doctoral; esa carrera que tanto me hizo sufrir; algo que nunca tuviste en cuenta. Mi sufrimiento nunca te importó. Sabes mi oposición al respecto, te la he manifestado en infinidad de ocasiones, y ahora tienes la osadía de pedirme dinero para entrometerte en el descanso eterno de los muertos. Ya eres forense, ¿no era eso lo que querías? Pues que tu relevante y querida profesión costee las investigaciones. No cuentes conmigo ni con mi dinero…

A pesar de su negativa y de la dureza de sus palabras, yo, llevado por el recuerdo del padre Manuel, que siempre abogaba en su favor, seguí insistiendo. Relegué hasta el dolor, el desarraigo que su actitud durante gran parte de mi niñez y adolescencia había producido en mí. Sin embargo, ella seguía negándose, calificando mis investigaciones como experimentos endemoniados que solo me llevarían por la senda del mal:

Ni un solo céntimo destinaré a esas terribles investigaciones. La Ciencia es el cáncer del hombre, la mano del diablo que todo lo destruirá…

Mi última carta, en respuesta a aquellas comparaciones que consideré ofensivas y maníacas, casi fundamentalistas, fue la llave que cerró nuestra escueta y gráfica relación para siempre:

Querida madre:

O ¿tal vez debería dirigirme a usted como querida benefactora anónima? Creo que así debería haberlo hecho desde el primer momento, desde nuestra primera carta, único medio de comunicación que hemos tenido. El último recuerdo que conservo de usted data de cuando yo tenía diez años; poco tiempo después de que me abandonase en un monasterio perdido y desolado del norte de España, país que usted se apresuró a dejar tras la muerte de mi padre, su marido, que también era forense como ahora lo es su hijo. Profesión que, como bien se esfuerza en manifestar en cada una de sus cartas, usted tanto parece odiar. Solo conservo de usted un recuerdo vago y emborronado de una señora enlutada y bien vestida a la que llamé madre por un tiempo. Eso creía en aquellos años, que usted era mi madre. Sin embargo, aquella señora de rasgos endurecidos por el luto de sus ropas y la ausencia de maquillaje en su piel me dejó como si fuese un huérfano ajeno que solo estuviera bajo su custodia por motivos legales, a cargo de unos frailes cuyos cuerpos enfundados en sotanas y sus caras de expresiones impertérritas me sobrecogieron tanto como para no pronunciar ni un solo vocablo durante meses. Mutismo del que usted tampoco se preocupó.

Sus críticas a mis investigaciones y sus odiosas comparaciones no se corresponden con la realidad, ni tan siquiera la rozan de lejos. No se preocupe por mí, por mis pasos zambos y torpes, como usted define mi caminar, si lo hace desperdiciará un tiempo precioso. Este carácter mortecino, solitario y ajado, esta soledad, esta tristeza que usted generó en mis entrañas al abandonarme, me hizo ser quien ahora soy, no lo olvide nunca. Mi orfandad me emparentó de cerca con el mundo de los muertos y me alejó del de los vivos. Resido desde hace décadas en el Valle de los Muertos. ¿De veras cree usted que fui yo quien llegó solo hasta allí? No, señora mía, alguien me dejó en ese valle hace ahora treinta años. Una señora enlutada. Creo que usted la conoce bien…

No recibí respuesta alguna. La ausencia de correspondencia por ambas partes desde mi última carta hizo que nos alejáramos aún más de lo que siempre lo habíamos estado. Ella, imagino que como medio de presión y venganza, dejó de efectuar los ingresos en mi cuenta destinados a mi manutención aquel mismo mes. La falta de asignación me abocó a buscar un trabajo.

Si bien no dejé de lado mis investigaciones, que financiaba con los pocos ahorros que había conseguido reunir, me centré más en intentar llevar una vida lógica, o lo que la mayoría entiende por estable y convencional, que en seguir con las pruebas, investigaciones y estudio de aquella hipótesis que daba vueltas en mi cabeza desde hacía mucho tiempo.