Capítulo 9

La pesadilla, que durante mis años de internado era discontinua, una vez que concluí mis estudios universitarios y abandoné el colegio mayor, comenzó a producirse de forma asidua, casi diaria. Sin embargo, lo preocupante, lo que realmente alteró mi forma de vida y comportamiento, no fue el sueño que me aterrorizaba noche tras noche y que de tanto repetirse había pasado a ser algo cotidiano, sino la aparición de aquel maldito símbolo en las fachadas de los edificios que iba habitando. Cuando aquello comenzó a suceder, mi vida se vio alterada profundamente en todas sus dimensiones, incluida la relación emocional con mi esposa. Ver aquella grafía era como revivir una y otra vez la muerte de mi padre, su homicidio.

Desde que este fue asesinado, había crecido en mí una fobia incontrolable hacia los espacios abiertos en donde la gente se agrupaba y reunía en masa, algo que había conseguido evitar, en gran medida, durante mi residencia en el colegio mayor, del que no salía más que lo estrictamente necesario. Sin embargo, cuando mi vida comenzó a encaminarse por los cauces normales, y la grafía del número pi comenzó a aparecer en las fachadas de los edificios que iba habitando, no pude controlar la fobia, que aumentó de manera desmedida, haciendo de mí un ser extraño e introvertido. Aquella obsesión por no recordar, por olvidar mi infancia y los últimos días de convivencia con mi progenitor, fue lo que me llevó a buscar una jornada laboral nocturna, en donde las calles y recintos que debía recorrer, así como el lugar de trabajo, estuvieran casi desiertos, exentos de caras anónimas que siempre me evocaban la faz emborronada del hombre que dibujaba el símbolo del número pi en mi pesadilla. Aquel horario hacía que el insomnio no fuese algo preocupante, sino beneficioso para mí y mi estabilidad económica.

Pocos había que quisieran trabajar con los cuerpos inertes durante aquella jornada de noctivagos. Aquella ocupación siempre parecía más llevadera en las horas diurnas. En ellas, hasta los muertos figuraban estar un poco vivos. La soledad y aislamiento al que, de forma voluntaria, me había sometido, llevado por mis temores, duró un tiempo escaso. Igual que yo, había más personas que trabajaban y se divertían durante la noche, y no podía evitar encontrarme con rostros desconocidos en mis desplazamientos, en el metro o en los autobuses que recorrían las calles de la ciudad. Todos podían ser él, el hombre sin rostro del sueño.

Jana, conocedora y sufridora de mi paranoia, intentó compartir conmigo aquellos miedos, confiando en que así, junto a ella, serían más soportables y con el tiempo yo conseguiría superarlos. Puso todo de su parte para sobrellevar los cambios constantes de residencia a los que nos vimos sujetos, obligados por los temores que no me dejaban llevar una vida normal, por la aparición de aquel símbolo en las fachadas de las casas en donde residíamos, por la paranoia que me producía verlo allí. Lo hizo hasta que comprendió que su vida se estaba yendo en un deambular sin sentido de casa en casa, en la huida de un fantasma, de una obsesión que no era la suya.

Llevado por su advertencia de abandono, por el miedo a perderla, volvimos a la capital. Nos instalamos en nuestra casa, la primera y única en propiedad. Reanudé las consultas semanales con el psicólogo y me sometí a un análisis psiquiátrico que refutó la tesis del psiquiatra: debía tomar medicación y someterme a una terapia diaria. Pero la primera no surtió más efecto que una excesiva relajación que me impedía ejercer, dado el estado de absentismo parcial que me provocaban los fármacos. Pasé un tiempo de baja médica durante el cual intenté adaptarme a la vida diurna, saliendo, no sin esfuerzo, en las horas centrales del día a pasear entre la gente. Durante aquellas primeras jornadas de tratamiento farmacológico, mi vida pareció retomar la normalidad. Lo hizo hasta que una mañana en el Barri Gótic, en la Plaça de Pi, un hombre que permanecía sentado en una mesa, frente a mí, después de solicitar la consumición al camarero que tomaba nota a su lado y, sin dejar de mirarme, tomó la libreta en la que estaba escribiendo y levantándola me enseñó el dibujo que había hecho en el papel. Era el símbolo del número pi. Pasados unos instantes, en los que las imágenes parecieron ralentizarse en mi retina, me llevé las manos a la americana y busqué el envase fechado de la medicación, y tras comprobar que había tomado la dosis diaria, volví a mirar al hombre, que había abierto el periódico y, en apariencia, leía ensimismado.

Nunca le hablé a Jana sobre aquel nuevo incidente. Sin embargo, y a pesar de intentar seguir con mi vida como si nada estuviera sucediendo, no pude hacerlo y volví a buscar una nueva residencia fuera de la Ciudad Condal, lejos de aquellas calles en donde me sentía vigilado, en donde la grafía numérica se representaba una y otra vez sobre las fachadas.

Busqué trabajo en Madrid y trasladé mi residencia allí. Jana se negó a seguirme.

Los incidentes siguieron repitiéndose en la capital madrileña y mi huida siguió teniendo las mismas pautas que en Barcelona. Vagué de pensión en pensión, de residencia en residencia, huyendo de aquellas grafías que me perseguían como fantasmas por las paredes de la capital, hasta llegar a la casa de Daniel, después de que mi madre falleciera.