Capítulo 78
Tardé varios meses más en reponerme; durante ellos seguí el tratamiento y las visitas al especialista de manera metódica y exhaustiva. No recordé nada nuevo. Mi memoria se paraba en el día en que mi esposa murió, en el hospital.
Josep volvió a su lugar de jubilación, Piamonte. Ambos seguimos manteniendo contacto casi diario hasta que me incorporé a mi nuevo trabajo. Mi vida tomó unos cauces diferentes. Antes de marcharme de España, tal y como mi nuevo trabajo me exigía, intenté ponerme en contacto con la hermana de mi esposa, a la que no había visto desde la muerte de Jana, según Josep, ya que yo no recordaba nada, ni tan siquiera que Jana había sido incinerada, pero no lo conseguí. Reyes, como solía ser habitual, no había dejado huella alguna de sus movimientos. Supe, por Josep, que había contraído matrimonio civil con su pareja de toda la vida, Rosalía. Vendi la casa de mis padres y la de Barcelona a través de una agencia inmobiliaria y me trasladé a vivir fuera de España, como mi nuevo trabajo me exigía. Así estuve dos largos años, colaborando en un nuevo proyecto tecnológico que me absorbía por completo. Hasta un día en que, durante uno de mis viajes a Londres, paseando por Hyde Park, escuché a un hombre que gritaba desaforado las coordenadas que situaban el proyecto HAARP en Alaska. Caminé en dirección al lugar de donde procedían las voces. Un gran número de personas se arremolinaba alrededor del individuo, al que no podía ver la cara, mientras este decía:
—Es el arpa del Diablo. Sus acordes anularán nuestra voluntad. Borrará nuestros recuerdos, nuestros sentimientos, y dejaremos de ser como Dios nos hizo, dejaremos de elegir, para ser sometidos. Cuando encuentren la décima nota, todas sus cuerdas sonarán al tiempo. Sonarán pero no podremos oírlo. El número de Dios habrá sido dominado por el diablo sin que nadie pueda distinguir el bien del mal. El 999 girará en la circunferencia del pi, y se convertirá en el 666. Entonces la Bestia dominará al hombre. Seremos sordos a las palabras de Dios, sordos a la verdad, porque no sabremos qué es la verdad, ni tan siquiera si esta existe. Hay miles de mensajes que hablan de ello, miles de mensajes que han sido transmitidos siglo tras siglo y nadie ha visto. En los textos sagrados, en las obras magnas, están todas las claves. Los genios de las letras, las logias de la verdad, los han dejado a nuestro alcance siglo tras siglo, pero somos ciegos, ciegos a sus parábolas, como lo eran los hombres a los mensajes del Mesías…
Aquella alocución habría sido una más dentro de las muchas que se desarrollaban en aquel momento en ese lugar, discursos que yo estaba acostumbrado a oír y escuchar durante mis paseos por la plaza de la capital londinense. Algunas llamaban mi atención más que otras, pero aquel no solo llamó mi atención por la mención al HAARP, por la crítica y las connotaciones extremas del peligro que el experimento, decía, conllevaba, algo de lo que hacía tiempo se hablaba en foros y artículos de contenido detractor. Foros y artículos que yo conocía. Lo que me hizo buscar al hombre fueron las dos cifras que pronunció y comparó junto a la frase: «Las logias de la verdad».
Cuando escuché aquellas cifras y la frase, todos los recuerdos volvieron de golpe. Tuve que apoyarme en uno de los árboles que circundaban la plaza, mientras las imágenes se superponían una tras otra a velocidad de vértigo en mi cabeza. La primera fue el epílogo completo de Loyola, en el que pude ver con absoluta claridad cómo se me decía quién era yo, quién era mi padre, y lo que yo haría o estaba predestinado a hacer. También se me decía cómo podía cambiar el curso de mis designios. Entonces, comprendí lo que Salas había perseguido. Entendí que no buscaba venganza, como le hizo creer a mi padre. Salas no pretendía dar a conocer el proyecto y sus peligros, él solo cumplía una misión: hacer que el epílogo de san Ignacio de Loyola llegara hasta mí, que yo lo leyera y entendiera cuál era mi sitio en la historia, en aquella historia que en esos momentos era el presente. Un presente que había sido escrito muchos siglos atrás y al que nada podía cambiar.
Mi destino era llegar hasta allí, hasta donde había llegado en aquel momento, y de la forma en que lo había hecho.