Capítulo 73

La habitación estaba en penumbra. Frente a la puerta de entrada había un gran ventanal que recorría toda la pared frontal de lado a lado y cuyas vistas daban al jardín interior de la casa, a la parte trasera, en el que se veía una gran fuente. En su centro había una escultura que se asemejaba a un símbolo celta. Las cortinas estaban recogidas hacia un lado, pero los visillos sueltos sobre los cristales de los ventanales propiciaban la penumbra, que, con la falta de alumbrado artificial que había en la estancia, hacía que la figura del hombre que de cara a los ventanales y de espaldas a mí acariciaba con el cepillo las cuerdas del chelo se apreciase velada.

El mayordomo me indicó que esperase mientras le comunicaba a su señor que yo ya estaba en la habitación. Recorrió la gran sala despacio, como si el mínimo ruido de su caminar pudiera incomodar al músico. Cuando estuvo a su lado se inclinó y le susurró al oído. El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pero no se giró ni dejó de acariciar las cuerdas del instrumento.

—El señor quiere que usted tome asiento —dijo el mayordomo cuando estuvo a mi lado—, solo serán unos minutos de espera que no le incomodarán. Los suficientes para que dé por finalizado su ensayo diario. Esta tarde tiene concierto y es imprescindible que se prepare. No se extrañe por su actitud, no suele hablar hasta que termina la preparación. El señor debe tenerlo en muy alta estima para permitirle estar presente en sus ensayos, para permitirle la entrada en esta estancia —dijo en mi oreja, casi en un murmullo—. Debe esperar aquí, y no interrumpirle hasta que termine —concluyó, acercándome un butacón para que me sentase.

La distancia que me separaba de aquel hombre era de unos cincuenta metros. Aquello, unido a la poca luz que había en el habitáculo, hacía que fuese imposible identificarlo, apreciar con cierta precisión sus rasgos físicos o características personales. Sin embargo, nada más entrar en la estancia, supe que no se trataba de Josep. Ni su estatura, ni la rectitud de su espalda eran las del anciano zapatero con el que había convivido durante tantos años.

—Perdone —dije mirando al mayordomo—, nos dijeron en el aeropuerto que el señor Josep había mandado a buscarnos, pero él no es Josep. Tal vez nos hayamos equivocado de persona y ustedes de invitados.

—¡Por supuesto que no! No existe tal equivocación. Usted es el señor Enrique Fonseca, y sus acompañantes, el señor Daniel, el clérigo, y la señorita Reyes, la restauradora. Son las personas que esperábamos. Cuando haya terminado su ensayo, le atenderá y le responderá. Ahora, si me disculpa, tengo que retirarme —dijo saliendo de la estancia.

Cerró la puerta tras de sí y al hacerlo una luz se encendió en la pared que había a mis espaldas. Me levanté despacio del butacón y me aproximé para poder contemplar más de cerca aquella fotografía iluminada por una lámpara rectangular cuya visión me había sobrecogido.

El hombre no se movió; seguía pasando el cepillo sobre las cuerdas del chelo, como si estuviera buscando una nota perdida y mi presencia o mis movimientos no le importaran lo más mínimo. La fotografía recogía una instantánea de uno de los momentos del concierto que Pau Casals dio en la Casa Blanca el día 13 de noviembre de 1961. En ella se veía al maestro catalán interpretando con su violonchelo. Frente a él, el presidente John Fitzgerald Kennedy, su madre y su esposa. Entre los invitados estaba mi padre. Reconocí la foto de inmediato, porque yo tenía una igual, la única que conservaba de mi progenitor, la única que, como el cuadro del escarabajo, pude guardar antes de que todo lo que le había pertenecido desapareciera para siempre bajo las manos de aquellos hombres uniformados que entraron en casa después de su muerte.

La sensación de angustia que me produjo ver que lo único que estaba iluminado en la estancia era aquella fotografía, unida a lo que esta significaba para mí, me hizo caminar hacia el hombre del chelo. Iba decidido a desenmascararle, cuando él, como si supiera lo que yo estaba pensando hacer, comenzó a tocar con una perfección absoluta El cant dels ocells. El llanto del violonchelo me paralizó. Permanecí quieto, de pie, sin poder moverme hasta que la pieza hubo concluido. Entonces él se giró, mostrándome un rostro de facciones aún desdibujadas por la falta de luz.

Fue aproximándose hacia mí con el chelo. Lo hizo despacio, como si le costase caminar, pero sin arrastrar los pies, mientras yo le miraba inquieto. Cuando estuvo a unos centímetros de mí, me lo entregó y dijo:

—Quiero oírte tocar.

Por unos momentos creí que volvería a caer como aquella noche, la noche en que me encontraron inconsciente en las escaleras de la bodega, pero no lo hice. Le miré a los ojos fijamente y las imágenes, aquellas escenas que quedaron atrapadas en mi inconsciente, aquellas en las que veía los pies amoratados de un hombre surgiendo de la tinaja y la grafía del número pi escrita con sangre en su superficie, volvieron. Pero esta vez los recuerdos no tenían ningún punto oscuro, ninguna zona abisal. Esta vez pude ver la cara del asesino, su rostro, y cómo dibujaba el símbolo del número pi en la tinaja. Su cara era la misma que la del hombre que estaba frente a mí, que, mirándome de frente, me exigía que tocara la misma pieza que él había ejecutado.

Era la cara de mi padre.