Capítulo 53
Caminé junto a ellos en silencio, sin prestar atención ni escuchar lo que ambos comentaban, centrado por completo en mis reflexiones, en el análisis de todos y cada uno de los datos que habíamos recopilado hasta el momento.
Los acontecimientos parecían emparentarse de cerca con la hipótesis que Daniel había defendido y defendía con vehemencia. Era evidente que la Iglesia tenía interés en ocultar información sobre los forenses y lo que se gestó tras las paredes del convento. Los motivos por los que se veía obligada a actuar así, como bien aseveraba Daniel, podían ser la clave de todo lo sucedido.
Todo lo que hasta el momento habíamos descubierto estaba interrelacionado, formaba una especie de jeroglífico cuyo centro eran las palabras y los números. Ambos códigos, el numérico y el alfabético, eran la clave de nuestra investigación. La palabra, su significado y su poder, era y sigue siendo, a pesar de ser utilizada a diario, un misterio para el ser humano. Incluso el nombre de Dios revelado a Moisés lo fue. Para los judíos fue un nombre tabú. Se podían escribir sus grafías, pero estaba prohibida su pronunciación. En sus caracteres está concentrada toda la divinidad y la fuerza: el verdadero significado de la existencia. Los alquimistas, los brujos, los hechiceros, los sacerdotes…, todos ellos le daban a la palabra un lugar prioritario en sus artes. Y quizás el barro con el que Dios creó al hombre no fuera tal, sino una palabra simple pero llena de poder y fuerza, como: ¡Hágase!
En aquellos momentos, mirando el tatuaje de Reyes, recordé que en hebreo cada letra de las veintidós que conforman su alfabeto es también un número. Las palabras son cifras. En la Cabala judía las letras y las cifras están unidas y son el núcleo de la creación de todo. La colocación y el número de cada símbolo deben ser exactos porque de ello se dice que depende su transcripción correcta y el futuro del ser humano. La Torá nos muestra varias dimensiones de lo que sus letras en apariencia parecen decir, varias dimensiones que hay que descubrir aplicando un código alfanumérico similar al que mi padre y Salas estaban utilizando para dejar sus mensajes. Un código alfanumérico de múltiples combinaciones, que muchos dicen que encierra el pasado, el presente y el futuro de todo ser sobre la tierra. Todas sus palabras confluyen en el centro, en el número 32, en el corazón o núcleo, en el principio y el fin, en una circunferencia. La circunferencia que es, o representa, lo divino. Rememoré las palabras de mi padre citando a Galileo: La lengua de ese libro es matemática y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas.
Caminaba detrás de ellos, en silencio, sin dejar de divagar sobre lo acontecido y sin dejar de mirar el tatuaje de Reyes. Mil y una conjeturas pasaron por mi cabeza. Pero una sola se mantenía clara, a pesar de que en cierto modo era la más descabellada de cuantas se me habían ocurrido. Pensé que el número pi y las cartas de Loyola podían estar vinculados y que esta vinculación podían ser el descodificador o las pautas a seguir para llegar a leer, a convertir en letras, los dígitos del pi. Tal y como Daniel había hecho con las cifras que Salas dejó grabadas en las paredes de la cueva.
—Demasiado tiempo en silencio —dijo Daniel, poniendo su mano sobre mi hombro y sacándome de mi absentismo—. Te lo compro, dime cuánto vale, estoy dispuesto a pagar lo que quieras. Venga, ponle un precio —concluyó sonriendo.
—¿El qué? —pregunté sobresaltado—, no sé de qué hablas —dije intentando disimular.
—Lo que piensas, te compro lo que estabas pensando —siguió riendo—. Debe de ser demasiado interesante. De lo contrario, habrías contestado a más de una alusión que te hemos hecho durante el camino. Y, como veo, ni te has enterado de que nos dirigíamos a ti. Dime, ¿qué pensabas?
—Tonterías, cosas sin sentido. Divagaba.
—Divagar es un ejercicio mental muy sano, con beneficios más que evidentes. La mayoría de las veces, divagar nos hace razonar y llegar a conclusiones que de otra forma nunca habríamos conseguido. Dinos qué pensabas.
Por unos momentos pensé no decir nada, pero, tras unos instantes, comencé a contarles mi hipótesis. Él se paró en seco en el momento que mencioné la Torá y establecí un posible paralelismo entre los números y las letras, entre los textos de Loyola, Cervantes, la Torá y las cartas que, supuestamente, Loyola había escrito. Cuando dije que las creencias sobre los mensajes ocultos en textos podían tener una base real y que tal vez estuviéramos frente a uno de ellos o a la descodificación del mismo, Daniel preguntó con expresión de asombro:
—¿Has descodificado las últimas líneas de la cueva?
—¿Te refieres a las líneas de las que nos hablaste y que has dicho que quieres volver a ver antes de decirnos su significado? —le inquirí desconcertado.
—Sí, me refiero a esa serie numérica —respondió.
—No sé de qué me hablas. Ya te dije, igual que lo ha hecho Reyes, que solo he visto números en ellas —dije.
Reyes me miraba con gesto de sorpresa, como intentando hallar una explicación a la reacción de Daniel.
—Entonces, si no lo has hecho, ¿cómo has podido llegar a semejante conclusión?
—Ya te he dicho que divagando. Uniendo unos detalles con otros. Pero no entiendo por qué motivo me haces esa pregunta. Si lo hubiese descifrado te lo habría dicho. No tengo motivos para callar, estamos juntos en esto.
—Es evidente —respondió Reyes— que los seriados numéricos a los que Daniel se refiere hablan de lo mismo que tú acabas de decir. Y es él —puntualizó señalándolo con gesto irónico—, y no tú, el que no quiere soltar prenda sobre ello.
—Si la memoria no me falla y esos números corresponden a lo que creo, el experimento o la investigación que los forenses realizaban en el convento era más peligroso de lo que nos imaginábamos. De una trascendencia vital, tanto que quizás nos hayamos equivocado al indagar y nos veamos envueltos en una responsabilidad imposible de soportar por el resto de nuestros días —respondió Daniel con gesto de desagrado ante la afirmación de Reyes—. Es lo suficientemente importante como rocambolesca, tanto como lo es tu hipótesis —dijo mirándome con gesto desafiante— y la manera en que dices haber llegado a ella. Si estoy en lo cierto, si no me equivoco, y dada la importancia del mensaje, debo verificar su contenido antes de manifestarme sobre ello. Si lo hiciera sin asegurarme, sería un inconsciente.
—No tuvieron éxito —dijo Javier, que al vernos bajar la cuesta que conducía a la plaza había salido a nuestro encuentro—. Ya se lo dije. El nuevo cura no soltaría prenda, no diría ni mu, o no tendría ni la más remota idea de lo que ustedes decían. Y, bien, ¿qué les argumentó? —inquirió.
—Lo que usted dijo —respondió Daniel—, que el libro no está aquí y que no nos molestemos en buscarlo.
—Bien, entonces imagino que querrán, como me dijeron, fotografiar las paredes de la cueva. Será mejor que lo hagan ahora. He decidido borrar los números.
—¡Borrar los números! —exclamó Daniel—; no puede hacer eso.
—Sí, creo que sí. Llevo varios meses intentando vender la tienda. El huerto ya no me da para mucho. Ya saben ustedes, el campo es un quemahombres. Esta mañana he recibido una oferta bastante buena. Debe de ser una persona interesada en el pueblo. Sabe bastante sobre su historia y me preguntó si la tienda tenía cueva. Piensa acondicionarla para hacer un restaurante. Aquí, la hostelería es lo que funciona bien, desde siempre ha sido así. Por ello borraré todos los números que mi padre grabó en las paredes. Los que se dedican a este tipo de negocio, semirrural, suelen dejar las cosas como estaban en origen. Creo que es conveniente que borre los seriados antes de enseñar la cueva porque, si lo que ustedes afirman es cierto y sale a la luz, podría tener serios problemas, ¿no lo creen ustedes?
—Sí, creo que lo más conveniente será que los haga desaparecer —dijo Daniel esbozando una sonrisa forzada. Reyes y yo asentimos con la cabeza.
—Pues, entonces, vayamos a hacer las fotos. Querían venir hoy mismo, pero les dije que tenía otros interesados viendo el local. Estrategias de mercado —dijo sonriendo—. He de comenzar con el encalado esta tarde.