Capítulo 36

Rosalía, esbelta, fina como una rama de sauce sin hojas, y en apariencia tan flexible como ella, nos miraba quieta, casi estática, tras el halo de luz que desprendía el velón que sujetaba entre sus dedos flacos. Su figura estilizada, su belleza mortecina, la sensualidad que todos y cada uno de sus gestos y movimientos destilaban, me evocaron a una mantis religiosa minutos antes del apareamiento. Quizás por ello, en ese momento, cuando abrió el grueso portón de madera, se me antojó como el insecto, irresistible y mortal. Su piel lechosa, el color rojizo del pelo que, despuntado y desigual, caía anárquico sobre sus hombros desnudos, le daban el aspecto de una proscrita. Tenía el cuello largo y delgado. Las venas se marcaban en él rabiosas, perfectamente visibles, y dolorosamente sensuales. Nos observó con aquellos ojos verde hoja, rasgados, y de mirada velada, devorando sin piedad y sin pudor todos y cada uno de nuestros movimientos; incluso pareció comerse con aquella mirada violenta y arrebatadora lo que ambos estábamos pensando. Como la mantis religiosa, cazadora voraz y experta, parecía aguardar quieta a sus víctimas y, como el insecto, segregar feromonas que empapaban el aire de un olor semiimperceptible que te poseía. Su belleza era tan sobrehumana e inusual que asustaba.

—Ya tenemos luz, es la segunda vez en el día que cambio los plomos —dijo, apagando el cirio y girando la muletilla de madera del interruptor—. Podía haber encendido antes de abriros la puerta, pero no puedo resistirme, me encanta ver las caras de los desconocidos cuando les hablo entre tinieblas… El ser humano es fácil de impresionar —dijo, fijando sus pupilas en mí con evidente morbosidad—. Vayamos hacia la sala; Reyes debe estar irritada. La dejé sobre esa escalerilla de madera que se cimbrea cada vez más. A ver si de una vez por todas nos traen la nueva. Los ricos son ricos porque no paran de amasar el dinero, hemos pedido mil veces una escalerilla nueva, pero es como el que oye llover… Si Reyes me hiciera caso y dejara el trabajo, despabilarían. Pero debe terminarlo antes de que llegue la época de lluvias. Habéis llegado con anterioridad a lo previsto, tendréis que esperar hasta que ella termine lo que está haciendo. Ya sabes cómo es de paranoica —apostilló mirando a Daniel, que sonrió haciéndome un gesto de complicidad.

—¿Impacta, verdad? —Yo asentí—. Es el morbo que destila, tan fuera de cánones y estereotipos —me susurró Daniel al oído mientras caminábamos tras ella por el angosto pasillo que daba acceso a la parte central del viejo caserón.

Una vez que atravesamos el largo pasillo que unía las dos alas de la mansión, vi la figura de Reyes sobre la vieja escalerilla de madera que, como había dicho Rosalía, aparentaba ir a quebrarse en cualquier momento. La mujer tenía el pelo blanco en su totalidad y lo llevaba recogido en una trenza doble. El alzado dejaba al descubierto su cuello. En él tenía tatuadas cuatro letras: YHVH, el tetragrama del nombre de Dios en hebreo: YOD-Hed-Vav-Heh[5].

El mismo que Jana, mi esposa, tenía grabado en su espalda, a la altura de las lumbares…