Capítulo 13
Daniel canturreaba «Lástima, Luis», de Luis Eduardo Aute, como si fuera el protagonista del guateque de que hablaba la letra de la canción. Era tal su euforia que, por unos instantes, olvidé el código alfanumérico y la alianza que me había puesto en mi dedo meñique. Sonreí mientras le oía cantar. Abrí la ventana de par en par y dejé que el aire ya fresco de la tarde entrase en la habitación junto al murmullo de la gente que caminaba por las aceras. Tras unos instantes en que mis pensamientos deambularon entre los ajenos viandantes, contemplé el seriado con calma. Combiné palabras una y otra vez, maldiciendo el no haber hecho un programa de informática que agilizase el trabajo, algo que sí había realizado para otras claves y relaciones de datos y decesos.
Durante el proceso de descodificación llamé varias veces al teléfono móvil de Jana. Intentaba aplacar el presentimiento aciago que me acompañaba desde que vi la alianza y el seriado alfanumérico, pero fue infructuoso: la compañía telefónica, su grabación automática, respondía con insistencia que el número solicitado estaba fuera de cobertura o desconectado. Esa circunstancia no hubiera debido intranquilizarme, ya que Jana solía tener apagado el móvil mientras trabajaba, pero, en aquellos momentos, con la alianza en mi meñique, lo hacía. No poder verificar que estaba bien, no conseguir oír su voz, me hacía sentir impaciente. Por ello, con insistencia robótica, no dejé de marcar el número una y otra vez, sin descanso, mientras tachaba las grafías que iba combinando en la formación de palabras. Miré el reloj y calculé que le faltaba una media hora para terminar su jornada, por lo que no volvería a llamarla hasta que no hubiera pasado ese tiempo. Era inútil hacerlo antes, sabía que ella no conectaría el teléfono hasta haber terminado su horario laboral.
Serían aproximadamente las seis de la tarde cuando descifré el código:
No cometas el mismo error que ellos.
Cuando leí la frase, sentí un pánico semejante al que producen los presentimientos nefastos. Pensé que su autor podía ser la misma persona que pintaba el símbolo en las fachadas. La misma que, por motivos que desconocía, se había encargado de que no olvidase la muerte, el asesinato de mi padre. Nadie más que el asesino podía conocer el código alfanumérico que mi padre descifró ante mis ojos, días antes de ser encontrado sin vida en el sótano de la casa. Tampoco nadie, excepto él, podía tener su carné de identidad y la mitad del arco de mi violonchelo. En aquellos momentos todo se entrelazó y tomó sentido. Pero lo más terrible no era sentirme directamente amenazado por sus palabras, sino el que Jana estuviera incluida en aquella advertencia. Lamentablemente así lo evidenciaba el hecho de que él me hubiera hecho llegar la alianza.
A pesar de haber descifrado la frase, por más que la leía, no conseguía deducir su significado completo. Advertía su amenaza, pero desconocía el error al que se refería. Si en aquel momento apenas conocía detalles sobre la vida de mi padre y el móvil real del asesino, con más motivo me era imposible saber qué error pudo cometer para que le matasen. Un error que, en apariencia y para mi estupor, parecía haber cometido también Jana.
Levanté el teléfono y marqué el número de la casa, ubicada en el Barrí Gótic de Barcelona, esperando oír su voz a través del auricular. Lo intenté varias veces, pero ninguna de mis llamadas recibió respuesta. El contestador saltaba, y yo volvía a colgar y a llamar como lo había hecho durante la tarde a su número de móvil; una y otra vez. Desesperado, decidí, aun sabiendo que ella no me lo perdonaría, llamar a su trabajo.
Me atendió el ujier:
—No, señor, no está aquí. Hoy no ha venido. Dijo que tenía que resolver unos temas personales. Nosotros también estamos intentando localizarla, la situación tan delicada que se ha presentado nos obliga a ello. Hemos llamado a su casa y a su número de teléfono móvil, pero debe de tenerlo desconectado. Lo que ha sucedido es una verdadera tragedia, incalificable, nefasto —dijo exaltado.
—¿A qué se refiere? —pregunté sorprendido.
—El fresco, señor, el fresco que estaba restaurando su esposa; en su base alguien ha hecho una inscripción. Es un seriado numérico y varias réplicas del símbolo que representa el número pi. Una herejía que no sabemos si tendrá solución. Cuando la señorita Jana lo vea… ¡Dios mío, cuando vea lo que han hecho con la pintura!
—¿Números? ¿Qué números han puesto?
—Muchos. Los mozos de escuadra dicen que es obra de grafiteros, que debieron de entrar por la noche. Si me hubieran hecho caso, esto no habría sucedido; en más de una ocasión recomendé la vigilancia nocturna. Hay demasiado gamberro suelto, estas cosas son llamadas de atención y este es un lugar muy propicio para ello. La juventud está muy perdida en este siglo, muy perdida.
—¿Sería tan amable de avisarme si mi esposa se pone en contacto con ustedes? ¿O de decirle a ella que me llame? Es urgente.
—¡Por supuesto! Si usted hablara con ella antes que nosotros, también podría comunicarle que estamos buscándola, creemos que, cuanto menos tiempo pase, mejor se podrán eliminar esos números…