Capítulo 77

Cuando abrí los ojos, Josep estaba sentado frente a mí, junto a la única ventana que tenía la habitación. Intenté hacer memoria, recordar cómo había llegado hasta aquella cama de hospital y por qué tenía una vía con suero en el brazo. Quise hablar, pero no pude articular palabra alguna. Josep, ajeno a mi estado de conciencia, hojeaba un legajo de recortes de periódico que tenía en una carpeta de fuelle. De vez en cuando sacaba uno, arrastraba las gafas de la punta de su nariz hacia sus ojos y leía el contenido con aparente interés y detenimiento. A veces movía la cabeza de izquierda a derecha frunciendo el ceño, como si lo que leyera no fuese de su agrado. Fue un tiempo inexacto el que permanecí observándole desde la cama, sin poder dar muestras de mi estado de conciencia, hasta que la puerta se abrió y él se giró en dirección a ella. Ambos, la enfermera y Josep, exclamaron al unísono:

—¡Pero qué gran noticia! Si ya hemos recuperado la conciencia.

No podía articular palabra, por ello levanté la mano en dirección al zapatero. Intentaba saber qué hacía él allí, qué hacía yo. Miré a la enfermera con el brazo levantado y señalando con mi dedo índice a Josep. Ella, sonriente, dijo:

—Lo sé, lo sé. No puede hablar aún. En unas horas irá recobrando el habla y seguramente mañana podrá levantarse de la cama y caminar un poquito, pero ha de ser paciente si no quiere recaer. Ya le dirá a su amigo todo lo que necesite; es lógico que quiera hablar con él. El pobre no se ha separado de usted desde que lo ingresaron. Amigos que viajen con uno desde Piamonte a España es algo difícil de encontrar, puede usted estar agradecido y sentirse afortunado por ello —dijo bajando mi mano con delicadeza—. Ahora, vamos a ver cómo tiene usted la tensión y si aún sigue con fiebre…

Había sido ingresado en el hospital hacía un mes, sedado tras ser trasladado de la mansión del compositor Tito Tamayo en Piamonte. Los periódicos nacionales recogían la noticia y los documentos gráficos hablaban por sí solos. En ellos aparecía yo resistiéndome a la autoridad, que intentaba sacarme de la mansión, mientras el concertista miraba con expresión apesadumbrada, junto a su violonchelo, cómo los agentes intentaban tranquilizarme.

Cuando la enfermera salió, Josep fue entregándome uno a uno los recortes de prensa que, momentos antes, extraía de su carpeta. Yo, atónito, iba leyendo los titulares. No podía hablar y él parecía aprovechar mi estado para darme toda aquella información incomprensible para mí sin necesidad de soportar mis preguntas:

—Sé que esto te resultará increíble —dijo sonriendo sin dejar de colocar recortes sobre la cama—. Como ves, tuviste un ataque de confusión, aunque en términos médicos recibe otro nombre diferente. Pero yo prefiero llamarlo así, me resulta más benévolo ese término que el profesional. Es lógico que no recuerdes nada, llevas demasiado tiempo sedado. El doctor me dijo que no te diera información alguna hasta comprobar que tu estado era el idóneo, pero yo creo que es mejor así.

»Debes ser consciente de una vez por todas de tu estado, de tu trastorno mental y no dejar el tratamiento —le miré y levanté la mano indicándole que parase de hablar, pero él ignoró mi señal y, bajando mi mano, continuó hablando—. Debes intentar controlarte, de lo contrario te volverán a sedar. Si lees este artículo tendrás toda la información que necesitas para comprender tu ingreso y tu estado —dijo, entregándome una revista doblada por la mitad y señalando la información—. Voy a salir a la cafetería, aún no he comido nada y son más de las tres de la tarde. El médico dijo que los sedantes dejarían de hacerte efecto más o menos ahora y que no debías estar solo cuando esto sucediera, por eso he preferido esperar a que despertaras. No tardaré en regresar —dijo saliendo de la habitación.

Cuando cerró la puerta tras de sí tomé la revista y leí el artículo:

El gran concertista Tito Tamayo, agredido por un individuo enfermo que creía que él era su progenitor.

El hijo del que fue uno de los forenses españoles más reconocidos y prestigioso criptógrafo en los años cuarenta, Enrique Fonseca, fue detenido en Piamonte en la casa del maestro concertista de chelo Tito Tamayo. Enrique Fonseca hijo sufre una esquizofrenia paranoide que le ha conducido a creer, dado el parecido físico del músico con su progenitor, que Tito Tamayo es su padre…

Josep Olivenza, vecino de Piamonte desde su jubilación, fue quien se puso en contacto con la Embajada de España para proceder a los trámites necesarios para el traslado de Enrique Fonseca a España. Enrique Fonseca residía en el domicilio de Josep Olivenza desde hacía unas semanas, donde estaba pasando un periodo de descanso tras el fallecimiento de su esposa en circunstancias trágicas.

Este caso, aunque no sigue los mismos parámetros, es similar al que hace unos meses se dio con otra española que creyó ser Anastasia, hija del último zar ruso…

Pasé dos semanas más en el hospital, siguiendo el tratamiento que me administraban casi de forma carcelaria. Apenas podía hablar con claridad, casi balbuceaba. Durante esos días, Josep vino a visitarme a diario. En sus estancias iba contándome escenas del pasado. Todos los recuerdos eran anteriores a la muerte de Jana, ninguno posterior a ella.

No recordaba absolutamente nada de lo que él me contaba referente a la permanencia en su casa, en Piamonte. Ni cómo llegué allí. La última imagen que conservaba en mi memoria era mi permanencia en la pensión de la Gran Vía madrileña. Me hablaba de su marcha de Barcelona tras su jubilación como de algo que no debió hacer hasta no estar completamente seguro de que yo me encontraba repuesto.

Cuando recibí el alta médica, Josep me acompañó hasta el domicilio de Jana y mío, el que antes de mi viaje de trabajo a Madrid, como él calificaba mi estancia en la capital, ocupábamos mi esposa y yo. Josep había estado instalado en la casa durante mi permanencia en la clínica.

Cuando llegamos, todo estaba tal y como lo recordaba, todo excepto mi despacho. Antes de dejar que entrase, Josep me avisó de que tal vez no recordase nada de lo que había allí, como no recordaba nada de lo sucedido después de que me comunicasen en el hospital la muerte de mi esposa, y que por ello debía tomarme todo lo que viese con la mayor serenidad posible para no recaer.

Abrió la puerta y se retiró para dejar que pasara.

Había textos por el suelo, sobre la mesa centenares de folios llenos de fórmulas matemáticas. Manuscritos de mi puño y letra en los que a simple vista se podía apreciar que había estado trabajando en la obra de Miguel de Cervantes, el Quijote, y El peregrino de Ignacio de Loyola. Varios montones de recortes de periódicos en donde se recogían centenares de noticias sobre el compositor Tito Tamayo referentes a sus giras y entrevistas. Tratados matemáticos sobre el número pi. Ejemplares de la Biblia, de la Torá, del Corán, de la Odisea, La metamorfosis de Ovidio, tratados criptográficos, bibliografía sobre alquimia. Una veintena de estudios sobre Hermes. Estudios y traducciones de las profecías mayas. Un extenso estudio sobre las ondas Schumann, el proyecto estadounidense HAARP y la repercusión de las frecuencias en el organismo humano.

Cerca de la mesa estaba mi violonchelo y, en el suelo, al lado de él, la colección de escarabajos y el cuadro desmontado con el marco roto.

Permanecí más de media hora mirando todo aquello, sin entender absolutamente nada, sin recordar nada de lo que podía significar.

—En apariencia parece ser que estabas desarrollando tu tesis sobre las ondas trasversal-magnéticas. Y no sabemos por qué motivo o razón tus estudios comenzaron a encaminarse por unos derroteros muy alejados de la ciencia, más emparentados con sucesos de parapsicología que con la realidad. El especialista afirma que pudo ser consecuencia de la muerte de Jana, del trauma que te causó. Sea como fuere, habías dejado el tratamiento que seguías, el que evitaba tus alucinaciones. No sé si recuerdas que veías el guarismo del pi en las fachadas de las casas que ibais ocupando Jana y tú en los últimos meses —asentí con la cabeza—. Bien, pues antes de que Jana enfermara, ya habías dejado de tomar la medicación y esto pudo ser el desencadenante real. Sin embargo, todo ello te llevó a esto —concluyó sonriendo, al tiempo que me daba una carpeta de fuelle marrón oscuro que yo no recordaba haber visto nunca—. Todos los genios están en cierto modo un poco locos —dijo, poniendo su mano sobre mi hombro derecho mientras yo miraba asombrado las fórmulas matemáticas y los planos que había en los folios que iba sacando—; son increíblemente reveladores y valiosos, unos estudios fantásticos que me he permitido el lujo de enviar a esta organización estadounidense…