Capítulo 65

—Sí, eso es lo que sugiero. Llevo años estudiando los datos y todos me llevan al mismo lugar, pero hasta ahora no he considerado necesaria mi intervención, quería tener la tesis terminada, con datos fiables que pudiera aplicar a este caso.

—Pero, hermana, mi padre y el señor Salas no eran sordos —dije—, y si su hipótesis es correcta, ellos habrían enfermado como lo hicieron el resto de las religiosas.

—Cierto, pero olvidan ustedes un detalle importante, un detalle que sor Vasallo conservó hasta sus últimos días de vida —respondió ella sonriendo.

—¡Detalle! —exclamé—. ¿Qué detalle?

—Este —dijo, entregándonos un aparato similar a un amplificador de sonido, un sonotone.

Lo cogí y, tras mirarlo, dije:

—Pero esto parece un aparato para ampliar el sonido, un aparato para sordos —dije dándoselo a sor Laudelina.

—Póngase los dos —dijo sor Isabel sacando otro similar del bolsillo de su hábito.

—No se oye absolutamente nada —dijo sor Laudelina tras probarlo—, es increíble —puntualizó entregándomelo.

Tras ponérmelo en ambos pabellones auditivos, comprobé que no oía nada, absolutamente nada. Pero no solo eso, la sensación que sentía, en vez de ser angustiosa, como suele suceder, era de tranquilidad.

—Es un aparato demasiado sofisticado, demasiado para aquellos años —dijo cogiendo los dos tapones—. Lo es, porque no solo impide oír, sino que produce una frecuencia imperceptible que hace una especie de cámara de silencio, de barrera frente a cualquier tipo de ondas o frecuencias para el oído, que no para el cerebro, que pueda haber a nuestro alrededor. Es una medicina tecnológica. Un escudo protector. La hermana Vasallo seguía utilizándolos para dormir. No oía prácticamente nada. Por el día se colocaba los amplificadores y por las noches estos aparatos, ¿lo recuerda? —inquirió mirando a sor Laudelina.

—Sí, recuerdo haberla visto en alguna ocasión con ellos.

—Pero… ¿cómo los tiene usted, y por qué no ha dicho nada hasta ahora? —pregunté.

—Ya le he dicho que quería asegurarme, para ello tuve que indagar y, tras mis investigaciones, en las que debo reconocer que me ayudaron en la facultad, descubrí que emitían frecuencias. Mi tesis surgió después de que sor Vasallo me regalara estos artilugios. Ella, antes de morir, me los entregó para que pudiera estudiar en el más absoluto de los silencios, para que nada me molestase. Me dijo que ella los utilizaba para dormir y para orar, y que con ellos conseguía platicar con Dios sintiéndole más cerca.

—¿Sor Vasallo le regaló los tapones para que usted sacara más rendimiento de sus estudios? —pregunté.

—Así es. Dijo que se los había regalado el señor Salas. Que él y el señor Enrique Fonseca también los utilizaban para dormir. Que lo hizo cuando ella estaba enferma y por las noches su sintomatología se acentuaba. Tenía los oídos, como les había sucedido al resto de las hermanas, muy dañados por la enfermedad y cualquier ruido le producía un dolor tremendo que a su vez era causa de unas terribles jaquecas. Cuando lo hizo, cuando el forense Salas se los dio, el resto de las hermanas estaban ya muy enfermas y no tardaron en ir falleciendo. Sor Vasallo me dijo que aquellos tapones le habían hecho más llevaderos los síntomas de su enfermedad y que, probablemente, en parte, habían sido los responsables de que su cura hubiera sido posible. Yo, entonces, no le hice mucho caso a sus palabras, pero, cuando los utilicé por primera vez, comprendí lo que la hermana Vasallo me decía. Aquello no eran tapones, eran unos aparatos muy sofisticados, algo que los estudios del departamento de Tecnología de la facultad me confirmaron. Eran emisores de frecuencias que hacían de escudo para el resto de frecuencias nocivas. Ello fue lo que me hizo desarrollar mi tesis sobre los efectos de las diferentes frecuencias y su poder. Un poder invisible pero que puede ser mortal y devastador.

—¿Está sugiriendo que la enfermedad de las religiosas fue producto de una frecuencia concreta? —pregunté.

—Pudiera ser. Todo indica que así fue. Si fue así, es lógico que la hermana Vasallo se recuperase tras utilizar lo tapones para dormir. Teniendo en cuenta que los síntomas de todas las hermanas se agravaban en las horas nocturnas, puede que esas frecuencias solo fuesen emitidas durante la noche. De dónde procedían las frecuencias, cómo eran producidas, para qué y por qué solo afectaban a los residentes en el convento y fuera del perímetro del mismo nadie tenía los síntomas, es algo que no puedo explicar. Aunque todo evidencia que el aparato que debía de producirlas, bien estaba en funcionamiento dentro de las instalaciones o dirigido a ellas. El convento era el núcleo de las mismas. Las hermanas fueron víctimas de un experimento tecnológico. Y creo que tanto el señor Enrique Fonseca como el señor Salas tenían información, más de la que dijeron tener. Es evidente que no les gustó lo que vieron y decidieron darlo a conocer, pero no lo consiguieron. Esa es mi hipótesis. En el convento se desarrolló un arma tan invisible e imperceptible como poderosa y mortal.

—Pero, hermana, si lo que usted defiende es cierto, ¿qué relación pueden tener las cartas de san Ignacio de Loyola con ello y por qué desaparecieron? —pregunté.

—Una relación directa y clara —dijo ella tranquila, como si estuviese hablando del calor sofocante que hacía en aquellos momentos—, es probable que los códigos indescifrables de las cartas de san Ignacio, que siempre hemos custodiado como una reliquia, no sean tal.

—¡Por Dios! —exclamó sor Laudelina persignándose—, hermana, tenga prudencia con sus palabras.

—Quiero decir, que si los símbolos que san Ignacio transcribió tras las revelaciones de las que fue objeto eran el lenguaje de Dios, como se ha sopesado muchas veces, en ellos también pueden estar las claves de todo lo posible, de todo lo realizable. Pero también hay que tener en cuenta la posibilidad de que esos símbolos tal vez no sean palabras, ni números en sí, quizás el lenguaje de Dios solo sea una combinación de sonidos, de coordenadas y frecuencias que no somos capaces de escuchar ni sentir, invisibles como su presencia en la Tierra y el Universo. Muchos matemáticos definen al número pi como el número de Dios, y Salas dejó el número pi, sus dígitos, por todas partes. A su padre —dijo mirándome— se le conocía por el apodo de pi, que yo interpreto como el conocedor del misterio de la Creación. En este caso sería el poseedor del misterio. Creo que Salas nos estaba diciendo que en todo lo sucedido estaba implícito Dios y el misterio de pi, un número que tal vez no sea tal, sino un código que aplicado a una frecuencia pueda dar lugar a algo invisible y poderoso, algo con lo que Dios nos hizo a su imagen y semejanza: la palabra oral.

—Entonces, hermana Isabel, usted cree que en el convento se experimentó con frecuencias. Que estos experimentos pudieron surgir, me refiero al origen de la puesta en funcionamiento de ellos, de información que parte de los eclesiásticos que acompañaron a mi padre en su primera visita sacaron de las cartas de Loyola, y que posteriormente se pusieron en práctica. ¿Piensa que el experimento tiene origen en información que sustrajeron de esas cartas? —pregunté.

—Si no se sacó la información de las cartas, en ellas debía de estar recogido lo que sucedería, o desvelaban consecuencias de ello. De no ser así, su padre jamás habría vuelto a pedirlas. Salas no habría tenido acceso a ellas. Eso indica que su padre sabía lo que sucedía en el convento y tal vez quiso evitar lo que pasó y por ello le dio a leer las cartas a Salas. ¿No lo cree?

Asentí.

—Pero, entonces, hermana, ¿qué, según usted, indicaba Salas en el mensaje que se proyecta en la fuente? —preguntó sor Laudelina.

—Indica en qué lugar está el número pi y de lo que se trata —dijo con expresión de seguridad.

—Está en una cítara, en la cítara de Dios, tal y como también dejó escrito, en su mensaje codificado, en los seriados que encontramos transcritos de un manuscrito que él escribió antes de recluirse aquí.

Saqué de mi maletín la libreta en la que había copiado la transcripción del texto codificado que hizo Daniel en la cueva y se la di a sor Isabel. La religiosa, tras leerlo, se persignó y se lo entregó a sor Laudelina, quien volvió a mirar a la otra religiosa en demanda de alguna explicación por su parte. Esta dijo con voz queda:

—Esto confirma mi hipótesis. Tuvieron acceso a las cartas de san Ignacio, a su verdadero mensaje, y lo utilizaron en perjuicio de la humanidad, a saber si hoy también se está utilizando. La palabra en sí no es la poseedora del poder, sino el orden de los vocablos y la frecuencia en que se pronuncian, ahí reside la clave del lenguaje de Dios.

—Pero eso no es todo lo que desencriptó Daniel, también sacó esto —dije pasando una página hacia atrás en la libreta—. Hay algo más terrible, algo que le da la razón a su hipótesis —concluí tendiéndole, una vez más, la libreta.

Serie numérica de coordenadas infinitas para el proyecto. Conjunción de claves alfabéticas y numéricas precisas para su construcción y puesta en funcionamiento a escala menor.

Ambas lo leyeron al tiempo y sus rostros expresaron el mismo gesto de terror.

—No sé si debemos continuar con esto o darlo a conocer a nuestros superiores —dijo sor Laudelina—, es terrible, demasiada responsabilidad para mí.