Capítulo 62

—Verá, hermana; parece ser que todo indica que mi padre pudo haber estado envuelto personalmente en todo lo acontecido en el convento durante su primera visita, cuando vino para estudiar las cartas de Loyola con los siete clérigos. También en la desaparición de los forenses y quizás hasta en la enfermedad que las hermanas de su orden sufrieron, años más tarde, y que les condujo a la muerte. Incluso se baraja la posibilidad de que él, mi padre, Enrique Fonseca, conociera lo que sucedía desde el principio, y que su cadáver, el cuerpo que mi madre reconoció, no fuese el suyo. Lo más significativo para su reconocimiento eran los tatuajes que tenía en su cuerpo, que a mi madre le producían rechazo.

—¡Dios mío! —exclamó persignándose con expresión de angustia—. No sabía nada de esos tatuajes, me refiero a que hubieran sido una de las pruebas concluyentes en el reconocimiento y que su padre también los tuviera.

—¿Cómo dice? ¿Había alguien más que los tuviese? —pregunté sorprendido.

—Sé, por la hermana Vasallo, que uno de los forenses los tenía en la espalda y en el pecho. Ella pudo verlo durante la construcción de la fuente, un día de calor sofocante en el que se quitó la camisa para trabajar. Es un detalle que comentó porque los símbolos le parecieron, cuando menos, un tanto demoníacos —dijo haciendo la señal de la cruz sobre su pecho—. La hermana me dijo que le había comentado a su padre ese aspecto y que él le respondió, con total normalidad, que aquellos símbolos eran religiosos y que estaban emparentados con una religión milenaria, pero que el forense en cuestión, debe perdonarme porque no recuerdo su nombre, era católico, aunque en otro tiempo había profesado aquella creencia. Que no se había quitado aquellos símbolos porque no le era posible hacerlo. ¿Entonces, el cuerpo que se encontró en la tinaja de su casa es posible que no fuera el de su progenitor? —inquirió angustiada.

—Así es, hermana.

—Si es así, su padre debía ir en el autobús —dijo.

—Pues no lo sé, hermana, no lo sé. Verá, tenemos pruebas suficientes como para pensar que en el autobús solo viajaban nueve forenses, cuando debía haber diez, por lo que uno de ellos puede que jamás desapareciera y que aún esté vivo.

—¿Pruebas? ¿Qué pruebas? Los cuerpos jamás se encontraron —dijo.

Saqué de mi cartera los documentos que Daniel me había facilitado y se los mostré. Ella los leyó con atención, y mirándome fijamente dijo:

—Si es así, créame, hijo mío, que lo siento, lo siento profundamente. Debe de ser terrible para usted tener esa posibilidad como algo factible, lo es incluso para mí, y si la hermana Vasallo pudiera saberlo, estoy segura de que le produciría un gran dolor. Entonces, ¿usted cree que el texto que vio en su casa era la copia manuscrita del Quijote que Salas hizo durante su permanencia en el convento y que también, como hizo con el resto de los trabajos, la utilizó para dejar un mensaje, igual que con las cartas que le envió a su amante? —preguntó.

—Cada minuto que pasa, esa posibilidad me parece más verosímil —dije—, del mismo modo que cada vez estoy más seguro de que ustedes solo han sido víctimas de algo que les era ajeno —ella sonrió, mostrando su agrado ante mis palabras—. Pero eso, hermana, no les exime de culpa en lo sucedido —puntualicé en tono severo—, deberían haber dado toda la información a los investigadores. Deberían haberlo hecho incluso con el padre Daniel, independientemente de los motivos que él tenga o tuviera en su momento para escarbar en los hechos.

—Ya le he dicho que lo sentimos y que nos equivocamos. No sé qué más puedo decirle. ¿Cómo podemos demostrarle que reconocemos nuestro error?

—No dejando nada en el olvido. Sobre todo, si se refiere a mi padre.

—La hermana Vasallo me informó de que su padre pertenecía a una organización no gubernamental que se encargaba de investigaciones referentes a la salud y experimentación con nuevas técnicas para erradicar enfermedades endémicas. Dijo que, por ello, aparte, claro está, de ser una persona de confianza para la orden, se le llamó cuando las hermanas enfermaron. Eso es lo que puedo decirle al respecto, eso y que el resto de los forenses también pertenecían a dicha organización.

—Mucho me temo que no era así, hermana. Es probable que el grupo se desplazara al convento para ayudar a las hermanas enfermas sin más intención que esa, pero también es probable que la enfermedad fuera la excusa para volver sobre las cartas de Loyola y que estas fueran de interés para la organización, o que en ellas hubiera algo que por su valor condujera a la muerte de los forenses —dije—. Ahora que hemos llegado a este punto y que ambos sabemos, uno del otro, lo suficiente, me gustaría que nos dejara inspeccionar la fuente, la biblioteca, sus volúmenes y el cementerio con minuciosidad.

—¿Se refiere a que deje entrar en las instalaciones al padre Daniel? —preguntó.

—Sí. Evidentemente, lo mejor hubiera sido tener acceso a las cartas de Loyola, algo que tenía pensado solicitarle, pero, según usted, desaparecieron, ¿cierto? —inquirí burlón.

—No dude de que le he dicho la verdad sobre ello. Las cartas desaparecieron después del epílogo. No conservamos nada, ninguno de los documentos. Solo está en nuestro poder el cofre, que cuidamos como la reliquia que es. Si quiere verlo se lo enseñaré. Pero en cuanto a la posibilidad de que el padre Daniel entre en nuestras instalaciones, considere esa petición como un imposible. No nos está permitido hacerlo, y tampoco es de nuestro agrado. Solo usted puede inspeccionar la fuente y el resto de estancias u objetos que el forense Salas empleó. Ahora bien, puede utilizar la técnica moderna, me refiero a su teléfono móvil. Puede mantenerse en contacto con él e irle explicando lo que ve. Es una buena solución, ¿no cree? Además, ellos, me refiero a la señorita Reyes y el padre Daniel, no tendrán que permanecer en el coche tanto tiempo esperándole, podrán desplazarse al pueblo y buscar alojamiento para los tres. Si piensa inspeccionar los libros de la biblioteca y el resto de estancias en donde estuvieron los forenses, incluida la cocina, tendrá que dedicarle a ello bastante tiempo.

»Por otro lado, tendrán que hacerlo en estos días, ya que el traslado de todo lo que hay en el convento será durante el otoño, aproximadamente en septiembre. El mosaico será desmontado pieza a pieza, al igual que la fuente. Después se procederá a la exhumación de los restos mortales de las hermanas, que serán trasladados a la capilla del monasterio, en donde residiremos las hermanas que quedamos aquí. Los restos mortales del señor Salas serán enviados a Piamonte, allí habita un cuñado suyo, el hermano pequeño de su esposa, que los ha reclamado. La esposa del señor Salas falleció hace ahora dos años y, como ya sabe, el forense no tenía descendencia —la miré con expresión recriminatoria y ella puntualizó—. Quería decir descendencia reconocida legalmente y por la Iglesia.

—¿Está diciendo que abandonan el convento y se llevan todo lo que hay en él incluidas sus difuntas? ¿Por qué motivos? —inquirí.

—Por los mismos que hoy afectan a la mayoría de las congregaciones: por la falta de fe. Por la carencia de hermanas que quieran dedicar su vida a servir a nuestro Señor. Las personas han perdido sus valores, su rumbo, y de ello tienen mucha culpa gentes como el padre Daniel, que embarran nuestros cimientos sin tener en cuenta nada más que sus intereses. Sin sopesar el daño que pueden hacerle no solo a la Iglesia, sino a muchas personas de bien que nada hacen más que dedicar su vida a seguir los pasos del Señor.

»Somos ya muy pocas las hermanas que quedamos, escasas manos para ni tan siquiera mantener las instalaciones como deberían estar —dijo, señalando los estantes de las librerías cubiertos de polvo—. Usted ha podido comprobar la decadencia de todo. Hasta la instalación eléctrica es antiquísima —y señaló los interruptores de porcelana y los cables de hilo que recorrían las paredes—. Nuestra orden ha tomado la mejor decisión. Todas las que residimos aquí somos demasiado mayores y estamos a gran distancia del pueblo. Cuarenta kilómetros es mucho para una emergencia.

—¿Ha dicho que Salas tiene un cuñado que reside en Piamonte? —pregunté, recordando la vidriera y el viaje que mi esposa iba a realizar a esa ciudad.

—Sí, verá, no lo hemos sabido hasta hace dos semanas, tras tener noticias de que la esposa de Salas había fallecido, y que sus bienes habían sido legados en su totalidad al municipio donde residían, a excepción de la parte mínima legal que corresponde a los herederos. En el caso de la esposa del señor Salas, legalmente, solo había un heredero, su hermano, que, según los datos que nos dio el ayuntamiento, residía en Italia, en Piamonte. Le remitimos un telegrama indicándole que se pusiera en contacto con la orden para dar cuenta de sus deseos sobre lo que quería hacer con los restos del que fuera su cuñado, el señor Salas: que continuaran en el cementerio, algo a lo que nosotras no pondríamos ningún reparo, exhumarlos en su presencia para posteriormente enviárselos, o dejarlo a nuestra elección, en cuyo caso serían trasladados junto a los de las hermanas. Pero él nos envió un certificado notarial para que fueran exhumados e incinerados, si así lo requerían, y se los enviásemos a Piamonte.

—¿Mi esposa conocía esto?

—Ya le he dicho que nadie sabía de la existencia de este señor, solo la esposa de Salas; eran hermanos. Aunque no debían de ser muy bien avenidos. De no ser por el traslado, jamás habríamos sabido de su existencia.

—Hermana, ¿cuándo se han enterado de esto, cuándo ha tenido conocimiento de que Salas tenía un cuñado que residía en Piamonte?, ¿no ha recordado el dibujo que había en la vidriera de la que sor Vasallo le habló tantas veces a usted y a los investigadores? En ella, según sus palabras, se representaba el pasaje más conocido de la historia que escribió Ovidio en su obra La metamorfosis sobre Dédalo e Icaro: la caída de Icaro. Una reproducción exacta de la obra de Cario Saraceni que se exhibe en el Museo e Gallerie Nazionali di Capodimonte, en Nápoles, al sur de Italia, adonde mi esposa se dirigía. ¿No ha pensado usted que no era una casualidad que el cuñado de Salas residiera allí?

—¡Por supuesto que sí!, lo he pensado igual que lo ha hecho usted. Pero no sé qué relación puede tener con la vidriera, a excepción de lo que se refiere al arte. Quizás Salas, que evidentemente conocía la ciudad y el museo en donde está expuesta la obra, la eligiera porque la considerara la representación más hermosa. O tal vez porque debió de pasar allí mucho tiempo. Si en la vidriera había algo más, no lo sabremos nunca, porque desapareció, ya lo sabe usted.

—¿Y no ha pensado que tal vez Salas la hiciera llegar a su cuñado, que la sacase del convento cuando estaba recluido?, ¿que tal vez no desapareció?

—Yo no puedo saberlo, jamás le vi. Recuerde que no estaba en el convento por esas fechas, llegué mucho más tarde, pero puede comprobarlo usted mismo. Le facilitaré los datos que necesita para ponerse en contacto con el cuñado del señor Salas. Según nos dijeron en el ayuntamiento, es un zapatero de prestigio en la ciudad de Piamonte, un diseñador de calzado estupendo. Ya sabe usted cómo son los zapatos italianos. A decir verdad, no solo los zapatos, Italia es la cuna de cualquier oficio y arte…