Capítulo 58

—Como os dije, tu padre —continuó, mirándome—, Enrique Fonseca, una vez desencriptado el mensaje que contenía el libro que el padre Fausto le entregó, y negándole a este tal hallazgo, dejó la orden a la que pertenecía para realizar unos estudios en el convento de las religiosas, adonde regresaría años más tarde. Le acompañaron en su labor de supuesta investigación siete hermanos que también formaban parte del equipo de estudio de textos del padre Fausto, al igual que lo hice yo durante un tiempo. El equipo permaneció en el convento de las religiosas siete meses y todos sus componentes fueron enfermando progresivamente, como reflejan los documentos de defunción. Algo que investigué después de terminar el trabajo de descodificación del libro del padre Fausto —dijo poniendo su mano sobre el manuscrito—. Investigué la permanencia de tu padre en el convento de las religiosas, porque era evidente que algo se gestó allí, ya que en el mensaje del libro del padre Fausto se afirma que Loyola tuvo revelaciones y, siguiendo los pasos de Loyola, como te comenté en su momento —dijo mirándome—, llegué a los archivos de Barcelona, de la permanencia del santo en la capital catalana, y de ellos a la hermana tornera y a las cartas que ella guardó en el cofrecito.

»Por un lado, tenía la información que el padre Fausto me había dado sobre tu padre. Él decía que Fonseca había desencriptado el mensaje del libro, pero que lo negaba. Sin embargo, nada más terminar su trabajo, fue trasladado junto a los otros siete clérigos al convento de las religiosas para investigar unos documentos de los que no se le quiso dar información. Por otro lado, tenía la documentación suficiente como para asegurar que la hermana tornera fue poseedora de las cartas que Loyola había escrito víctima de sus alucinaciones y que ella debió de guardar en aquel cofre perdido. Y la hermana tornera…

—Era de la misma orden que las religiosas del convento. Por lo que estaba claro que Fonseca, habiendo descifrado el mensaje del libro del padre Fausto, solicitó permiso para leer aquellas cartas —dijo Reyes.

—Así es. Como decía, Fonseca fue acompañado de siete eclesiásticos más, que fueron falleciendo uno a uno durante los siete meses que duró la investigación. Uno por mes. Y todos padecían los mismos síntomas, sin que se pudiera diagnosticar un mal conocido y, por lo tanto, poner remedio a su padecimiento.

—Los mismos síntomas que años más tarde aquejaron a las religiosas y las llevaron a la tumba —dije.

—Según recogen los informes médicos del hospital al que iban siendo trasladados cuando comenzaban a dar muestras de la patología, manifestaban una alteración de conducta que, en sus comienzos, se correspondía con la que padecen algunos autistas. Dejaban de comunicarse primero en el lenguaje escrito. De ser doctos en el arte de la traducción y la trascripción literaria, olvidaban el código alfabético. No sabían leer ni escribir y no reconocían ningún signo numérico ni alfabético. Como si hubieran perdido la memoria de una forma repentina y con consecuencias fulminantes. Después, dejaban de hablar, se mostraban incapaces de pronunciar palabra alguna o entenderla. Más tarde dejaban de relacionarse incluso por señas hasta que se sumergían en un estado de catarsis de la que nadie podía sacarles. Algo similar a una involución referida a la comunicación con el medio y el mundo que les rodeaba. La última fase de la enfermedad, por definir lo que les sucedió de alguna forma, concluía cuando tenían que ser alimentados de forma mecánica hasta morir sin que se pudiera hacer nada para evitarlo.

—Un momento —dije levantando la mano para que me escuchasen—, has dicho que murieron los siete clérigos que acompañaban a mi padre en la investigación, pero mi padre no murió. Después de aquello dejó, según tú dijiste, los hábitos. ¿Eso significa que él no padeció ese trastorno?

—Él fue el único que no sufrió ningún tipo de alteración. Algo muy extraño, ya que fue, a todas luces, el precursor de la investigación que les llevó al convento. Por lo tanto, debía de estar siguiendo las mismas pautas de estudio que el resto del grupo. Si era así, era inmune a esos trastornos, o no le afectaron los síntomas por otros motivos que desconocemos —dijo mirándome fijamente.

—Sí —respondió Reyes—, es evidente que no le afectaron como al resto del grupo de estudio. Pero sí lo suficiente como para abandonar los hábitos.

—O era inmune a ello —dije.

—Creo que él jugaba con ventaja —manifestó Daniel con una ironía manifiesta.

—¿A qué te refieres? —pregunté—, ¿estás insinuando que mi padre utilizó al grupo como si fuesen ratoncitos de laboratorio?

—Más o menos —dijo.

—Explícate —exigí en tono malhumorado.

—Tu padre los llevó hasta el convento sin que ellos supieran exactamente a qué iban. Si él sacó las mismas conclusiones que nosotros sobre el mensaje del texto del padre Fausto, y todo indica que así fue, sabía que las cartas del padre Loyola podían estar escritas con el lenguaje de Dios y que su lectura podía constituir un riesgo.

—¿Un riesgo? —inquirió Reyes—. Un verdadero privilegio, una suerte, una pasada, diría yo.

—No estés tan segura —dijo Daniel sonriendo socarrón—. Si esas cartas están, como suponemos, escritas con el lenguaje de la Creación, el mismo que Dios utilizó para dar vida al Cosmos, como ya hemos sopesado, pueden recoger tanto que la mente humana no sea capaz de asimilar. Lo que les sucedió al grupo de eclesiásticos que acompañaban a tu padre para mí es lo más similar a lo que le sucede a la CPU de un ordenador cuando la capacidad es inferior a los datos que se le introducen, en palabras coloquiales: el sistema se bloquea y a veces es imposible recuperar la información. Si tu padre conocía los riesgos, si pensaba como nosotros, lo más probable es que utilizase a cada uno de los siete eclesiásticos para ir viendo parte de esas cartas. Siete clérigos y, con ello, volvemos a los números.

—Exacto —interrumpió Reyes—, el siete. Siete eclesiásticos, siete meses de investigación y, según recuerdo, dijiste —dijo mirando a Daniel—, siete eran las cartas que se supone que escribió Loyola en los siete días que sufrió las revelaciones. Para los hebreos recoge los siete mandamientos Noájicos, las siete islas, los siete cielos, las siete montañas, los siete altares y los siete pares de animales que Noé introdujo en el Arca por orden divina. En el cristianismo los siete sacramentos, y los siete dones del Espíritu Santo. En metafísica y astrología, siete son los malos espíritus, y siete las murallas que separan el mundo inferior.

—El número siete es especialmente importante, pero has olvidado algo: los siete días de la semana, los días de la Creación.

—No fueron siete, sino seis, porque el séptimo Dios descansó, según las Escrituras —respondió ella sonriendo.

—El número indica que en esas cartas pueden estar recogidos todos y cada uno de los días y lo que aconteció mientras Dios iba creando cada cosa, cada ser vivo. En la séptima, si la teoría es válida, pudo escribir el futuro de lo creado. Si la séptima carta de Loyola recoge el lenguaje de Dios, que no puede ser otro que el de los misterios de la Creación, en ella también deben de estar las claves para evitar el Apocalipsis que parece que puede provocar el conocimiento de ese lenguaje, o dicho en términos más racionales, si cabe, para evitar que el código, las coordenadas matemáticas o las fórmulas del proyecto que imaginamos que se está llevando a cabo, y del que Salas dejó aviso en las paredes de la cueva, se realice.

—¿Piensas que mi padre sabía el valor del contenido de las cartas y la peligrosidad del mismo y utilizó a los eclesiásticos para que las leyesen, sabiendo el riesgo que corrían? —pregunté.

—Es lo más factible. Debió de ir dando una por mes a cada uno de ellos para que las fueran leyendo y descifrando. Debió de encontrar una forma para saber lo que ellas contenían sin necesidad de visualizarlas él. Es probable que por eso no padeciera las mismas consecuencias. El contenido, su valor o el que todos murieran tras la lectura, debió de ser lo que le hizo abandonar los hábitos. Aunque también pudo ser la codicia, el décimo mandamiento. Si él era el décimo forense, si realmente él era el topo y su cadáver no fue el que tu madre reconoció, pudo ser así. El número diez también nos indica algo muy importante. Hasta ahora todo son mensajes en los que los números tienen mayor simbología de la que aparentan.

—Los diez cuernos de la bestia apocalíptica —dijo Reyes—. El ladrón de la palabra de Dios, el décimo forense. Creo que comienzo a dar por factible tu hipótesis. Está claro que si esas cartas existen, como demuestra el texto manuscrito que nos has enseñado y su descodificación, el que sean siete y no ocho, o nueve, no es una casualidad. Si Dios le transmitió a Loyola esas revelaciones, no escogería otro número para hacerlas. También el que los forenses fuesen doce es demasiado simbólico. En un principio todos los relacionarían con los doce apóstoles y entre ellos también había un traidor. Es evidente que, como siempre mantuviste —dijo mirando fijamente a Daniel—, las religiosas debieron de verse envueltas en algo de lo que no eran responsables pero que sí las vinculaba indirectamente con los acontecimientos.

—Eso es lo que he estado intentando explicaros. Las religiosas han intentado por todos los medios desviar la atención sobre la existencia de las cartas desde el principio.

—Tal vez tenían miedo —dije—. ¿Por qué se le dieron, según tú, las cartas a mi padre, años antes de que la enfermedad asolara el convento?

—Cuando tu padre acudió con el grupo de clérigos, es probable que entonces las religiosas desconocieran el alcance real de aquellos documentos. Podían tener una vaga idea de su valor, pero no los daños que podían ocasionar. Durante mi estancia en el convento, no dije nada sobre el libro del padre Fausto, tampoco hablé sobre la información que tenía de los siete clérigos. En un primer momento, intenté ganarme la confianza de la orden y realizar el trabajo que había dicho que haría, porque el trabajo en realidad era cierto. Más tarde, cuando ya pensaba que las religiosas no desconfiarían de mí, les hice saber mis verdaderos motivos. Entonces se cerraron en banda. Ni tan siquiera prestaron atención al libro del padre Fausto y mis notas. El resto ya lo sabéis. Es evidente que tu padre volvió al convento durante muchos años, como ya sabes, a realizar sus ejercicios espirituales, ya que jamás se desvinculó del clero. También es evidente que las cartas de Loyola no salieron del convento nunca. Si mis suposiciones son correctas, tu padre no las necesitaba ya que había conseguido su transcripción a través de los siete clérigos que fallecieron. Tal vez, las cartas volvieron a ser leídas por las religiosas que enfermaron. Cuando esto ocurrió, llamaron a tu padre porque él conocía cómo parar aquel mal. Recuerda que fue el único que salió indemne del primer episodio.

—¿Por qué estás en este asunto? Dime, ¿cuáles son los motivos reales que te han llevado a todo esto? —dije mirándole directamente a los ojos.

—Llevo diciéndotelo desde que supiste quién era y cómo había llegado a conocer a Reyes y a tu esposa. Mis motivos son puramente éticos, de conciencia, de deber cristiano. Aunque esté fuera de la institución católica, sigo siendo cristiano. Creo firmemente en Dios y reniego de las casualidades. Conocí al padre Fausto solo para recibir de sus manos el libro y las enseñanzas suficientes como para descodificarlo, y eso no es casualidad. Haré todo lo que esté en mis manos para llegar hasta el final. Dios quiera que esté equivocado y todas mis hipótesis sean pura ficción. Pura ficción, no solo ahora, sino por los tiempos de los tiempos.

—Ahora vas a venir diciéndome que eres el salvador del mundo, ¡no me jodas!, después de todo lo que he tenido que oír, ahora esto —dije con gesto de burla.

—Te equivocas, ni lo he dicho ni lo he pensado. Yo solo soy un eslabón de la cadena. Quizás el cierre, la pieza clave para cerrar la cadena, no sea yo sino tú, y estés dejando de lado tus responsabilidades en este asunto. Es posible que tú siempre hayas sido la pieza más importante en esta historia. Y ahora, con la información de la que disponemos, sor Laudelina tendrá que hablar. Tú sabes demasiadas cosas que ellas, las religiosas, querrán seguir manteniendo en secreto.

—Daniel tiene razón —dijo Reyes, poniendo su mano sobre mi hombro en gesto de comprensión—, tenemos que ir al convento y tú debes ser el que hable con sor Laudelina, solo a ti te recibirá. Debemos averiguar qué contienen esos escritos y qué produjo la muerte de los eclesiásticos y posteriormente la de las religiosas.