Capítulo 72

Cuando llegamos, el mayordomo estaba esperándonos en los escalones que daban acceso al gran portón de la mansión, rodeada de una zona ajardinada extensa, delimitada por una gran valla de piedra que circundaba todo su perímetro. Algo que habíamos podido apreciar desde el coche durante el recorrido de unos dos kilómetros que separaban la casa de la carretera. En cuanto el coche estuvo estacionado, el hombre, alto y con apariencia famélica, de tez pálida y mentón afilado, se dirigió a nosotros con paso tranquilo y medido. Sin inclinar su cabeza y mirándonos sonriente fue bajando los altos escalones de mármol hasta situarse justo sobre el último. Sin bajarlo, se detuvo unos instantes en silencio, hasta que los tres estuvimos fuera del vehículo. Después nos miró con la misma expresión de tranquilidad e indicó con exquisita diplomacia y educación que le acompañásemos al cenador que estaba a unos metros, a la derecha. Una vez allí, y dirigiéndose a Reyes y a Daniel, nos comunicó que solo yo sería recibido por el señor.

Ella me miró y, temerosa, introdujo su mano en el bolsillo del pantalón vaquero, indicando con el movimiento que había conectado el transmisor que se comunicaba con el que yo también llevaba en el bolsillo de la camisa. Habíamos decidido que ambos llevaríamos un aparato de aquellos, por si en algún momento teníamos que separarnos. De aquel modo, si era necesario, podría mandarme una señal de alerta. La miré e hice el mismo gesto que ella. Daniel, como si nos hubiera leído el pensamiento, dijo:

—Ve tranquilo, no hará falta que lo utilice para defenderse de mí. Al contrario, yo soy la única persona que puede protegerla. No comeremos nada, ya lo hicimos durante el vuelo —dijo mirando a Reyes, al tiempo que retiraba su mano de una de las bandejas de canapés que había sobre la mesa de madera que coronaba el centro del cenador.

Nada más atravesar el umbral de la puerta principal, los acordes de un violonchelo llegaron a mis oídos. Uno tras otro iban recorriendo el gran pasillo de paredes vacías y suelo de mármol blanco y resplandeciente, en donde las notas parecían resbalar cogiendo velocidad hasta salir por la puerta al exterior de la casa. El mayordomo caminaba delante de mí erguido y firme, como si el recorrido lo hiciese una y otra vez, como si no necesitase ninguno de sus sentidos para ir y volver por aquel corredor resbaladizo y frío. Tan pulcro como una hornacina.

Tras recorrerlo, llegamos a un salón circular igual de vacío que el corredor. Del techo colgaba una gran lámpara de araña confeccionada en cristal de Murano. Una escalera de pasamanos de madera torneada y labrada conducía a las estancias superiores. En el distribuidor circular había varias puertas, pero solo una estaba abierta, por la que salían los acordes del violonchelo. Sin embargo parecía no haber luz dentro de la habitación. El mayordomo me cedió el paso diciéndome que el señor me esperaba dentro.