Capítulo 75
Él siguió caminando sin mirar hacia atrás, y yo le seguí esperando que respondiera, pero no lo hizo; abrió la puerta y me cedió el paso.
En la habitación estaba Josep.
El zapatero, al verme entrar, se levantó del sillón de piel negra en el que permanecía sentado frente a un computador y fue a mi encuentro dispuesto, según indicaba su expresión de complacencia y sus brazos abiertos, a abrazarme como si nada hubiera sucedido. Levanté la mano derecha en gesto de detención y le dije:
—No se te ocurra tocarme.
Los otros dos hombres que había en la sala, se levantaron de sus sillones, apagaron los procesadores y salieron de la estancia sin pronunciar palabra alguna.
Josep se detuvo. Mi padre, tras indicarle con un gesto que omitiera mi comentario y saliese de la habitación, se aproximó a uno de los computadores y cargó un archivo. Tras hacerlo, dijo:
—Aquí están todas tus respuestas. Juzga por ti mismo. Tienes tiempo para hacerlo con calma. Todo el tiempo del mundo —puntualizó irónico—, y nosotros también disponemos de él.
Me acerqué al aparato y, de pie, leí el primer informe. Este hablaba de las ondas de Schumann, lo que en física se denomina como ondas transversal-magnéticas. Estas ondas vibran en la misma frecuencia en que lo hacen las ondas cerebrales de los humanos, también de los mamíferos. Exactamente en 7.8 Hertz ciclos por segundo. Leí los informes que demostraban cómo estas ondas habían sido utilizadas para interferir por medio de una modulación de las mismas en el funcionamiento de la mente humana. Los daños que la privación de ellas habían causado en individuos concretos y los efectos imprevisibles que podían tener a largo plazo, alteraciones que yo ya conocía. Indirectamente, mis estudios, la tesis que quería desarrollar, estaban relacionados, en parte, con aquello. Cuando estaba a punto de pasar al siguiente informe, mi padre puso la mano sobre el teclado y dijo:
—Antes de que el profesor Schumann llegase a su descubrimiento, nosotros ya llevábamos tiempo en ello. Nuestro proyecto, como ya habrás imaginado, está inmerso en la aplicación de estas frecuencias, por definirlo de alguna forma. Porque en realidad va más allá, pero para que lo comprendas tendremos que ir de manera paulatina con los informes.
—¿Estáis investigando sobre un arma invisible que puede matar a mucha gente y no le das la más mínima importancia? —pregunté.
—Estamos hablando de un lenguaje matemático cuya manifestación física son frecuencias. Un lenguaje divino en el que estas son las conductoras del raciocinio de las personas, de todos los seres vivos. El lenguaje de Dios, con el que hizo la Tierra, y no solo eso, el Universo. Estamos hablando de la música de los planetas, de la posesión de una frecuencia que nos otorga la capacidad de traer la paz al mundo y la felicidad al ser humano. De una frecuencia que, además, emite mensajes. Mensajes que contienen el lenguaje de Dios, mensajes que no se ven ni se oyen pero que el cerebro interpreta. Sé que es difícil que lo entiendas, pero no imposible.
—Estáis locos. Completamente fuera de la razón —dije aterrado—. Si se varía la frecuencia por la que se rige el hipotálamo de los mamíferos los daños cerebrales, incluso cardiacos, que pueden producirse en las personas son terribles, eso es algo que en los círculos científicos se conoce desde hace años. Es una irresponsabilidad, el hecho de que experimentéis con esto, en pleno siglo XXI, con los estudios que existen al respecto, es una auténtica monstruosidad. Ahora entiendo que vuestra organización esté fuera de la ley, que no pertenezca a ningún gobierno ni estamento, ahora entiendo lo que de ella decía el mentiroso de Josep —dije llevándome las manos a la cabeza.
—Nuestros experimentos van más allá de las ondas Schumann, aquello quedó obsoleto y fue lo que le causó la muerte a las religiosas del convento. Pero antes, he de explicarte con claridad en lo que estamos trabajando, cómo llegué a formar parte de la organización científica y tecnológica a la que pertenezco. De lo contrario, no entenderías nada.
—¿Por qué lo haces? —inquirí—, ¿por qué? Te hubiera bastado con desaparecer de aquí, con no recibirnos. No lo entiendo, no entiendo nada. Eres un ser despreciable, capaz de cometer asesinatos indescriptibles, de justificarlos, de experimentar con algo que se sabe que puede causar daños imprevisibles en las personas y los animales, incluso en la evolución de nuestro planeta y su existencia, y te molestas en contármelo sin saber si cuando salga de aquí voy a dar parte de vuestros terribles experimentos. ¿Por qué lo haces? ¿Es porque me necesitas?
—Eres mi hijo. Pero, aparte de ello, del cariño que siempre te tuve y te tengo, aunque tú no lo creas, aparte del arraigo sanguíneo que nos une, quiero que cuando el epílogo de san Ignacio regrese a tu cerebro, no me odies más de lo que ahora lo haces. Sé que ello sucederá, les ha sucedido a todos los que leyendo parte de las cartas del santo, en las que incluyo el epílogo, no han muerto o han perdido la razón y tú eres uno de ellos, otro soy yo.
—¿Leíste las cartas de san Ignacio? —dije sorprendido—. Las monjas dijeron que tú no lo hiciste, que fuiste la única persona que no lo hizo.
—Fui la única persona que leyó todas, solo que yo debí de ver e interpretar los símbolos de otra forma. Ya sabes, la realidad de cada uno es diferente a la de los demás.
—No entiendo —dije.
—Todos, los siete eclesiásticos que fueron leyendo las cartas del santo fueron viendo uno tras otro lo que estaban capacitados para ver, lo que debían ver en ellas. Cada uno vio una cosa diferente que, evidentemente, debió de impresionarles demasiado, tanto que les enloqueció, aunque tal vez vieron lo mismo que yo vi y a mí no me causó el mismo impacto que a ellos. Como ha sucedido contigo.
—He visto las cartas, las fotografié para Daniel. No pude leer nada que tuviera sentido. Los códices que en ellas estaban impresos parecían rotar. A cada vistazo cambiaban de forma y lugar en el papel. Leí el epílogo, sentí que entendía su contenido, pero solo he recordado parte de él y fue en un momento inesperado. Incluso es posible que creyera que las deducciones eran parte de esa lectura o producto de ella. Es imposible que tú vieras algo con sentido, creo que esas cartas son un juego de magia, dibujos en tres dimensiones, fáciles de encontrar en cualquier librería.
—Las cartas de san Ignacio de Loyola, las revelaciones que tuvo, como tú bien acabas de decir, contienen mensajes en varias dimensiones, y por ello los códices rotan ante tus ojos. Son infinitas combinaciones de infinitas aplicaciones que se suceden infinitas veces sin repetirse más que lo preciso, pero de forma que jamás sean idénticas. Tienen miles, millones de mensajes, tantos como puede generar la vida de cada uno de nosotros, cada instante de la misma, cada fracción de ese instante y, a su vez, de cada ser vivo de la Tierra. De los que se han ido como de los que aún no han nacido. Todo lo que cada uno genera durante su existencia. En ellas está absolutamente todo registrado, hasta el vuelo de una insignificante mosca, el movimiento que sus alas producen y la duración del mismo. Incluso los planetas, todos los planetas y todas las constelaciones del universo, y el mismo universo al completo, están recogidos en ellas, en sus códigos. Es la representación del significado del número pi, en un lenguaje que puede ser interpretado por el cerebro. Es como si tuviéramos el número pi completo, descodificado. Si pudiéramos hacerlo, si pudiéramos interpretarlo, veríamos lo mismo que en las cartas de Loyola, y el fin de esas visiones, al igual que los dígitos del pi, sería infinito como lo es el tiempo. Porque el tiempo nunca se acaba, jamás termina, el futuro es infinito. El número pi es el número de la Creación, aunque en realidad no es un número, sino parte del lenguaje matemático que Dios utilizó en la Creación. Un lenguaje que no hemos podido descodificar en su totalidad, aunque nosotros lo tengamos, en parte, descodificado, gracias a las cartas del santo.
»Hemos creado una circunferencia de hechos relativos, previsibles, que aún no han sucedido pero que pueden darse, e incluso de hechos históricos, de acontecimientos pasados. A todos les hemos aplicado variantes matemáticas y el resultado es sorprendente. El círculo de las probabilidades se amplía infinitamente, tanto que con ello es posible demostrar que la realidad no existe y por tanto es posible crearla y destruirla. Cada fracción de segundo tiene múltiples, infinitas variantes que dan la posibilidad de construir ciento, incluso miles de tiempos asentados en un presente nuevo, un pasado y un futuro. Esto se puede hacer cuantas veces se quiera, pero aún no está perfeccionado del todo y, por lo tanto, es demasiado peligroso.
Me miraba con expresión de supremacía, esperando una reacción mía, pero yo permanecía inmerso en sus palabras, en lo que tanto de irreal como de grave tenían cada una de ellas.
—Estáis jugando a ser Dios y nadie puede ser Dios —dije mientras un escalofrío me recorría.
—Dios nos creó y se fue, nos dejó aquí, abandonados a nuestra suerte. Pero dejó muchas cosas antes de irse, muchas cosas de las cuales podemos servirnos para seguir adelante, para mejorar este mundo. También lo hizo en el Edén. Si no hubiera querido que Eva y Adán comieran del Árbol de la Sabiduría, le hubiera bastado con quitar el árbol de allí, pero no lo hizo —dijo riendo burlón—, por lo tanto el error no fue del hijo, sino del padre, del Creador. Un hambriento que encuentra un pedazo de pan no comete un delito por comérselo, hace lo necesario para seguir viviendo, algo que los Evangelios pregonan en todas sus páginas. En ellos se dice que estamos obligados a no dejarnos morir, y eso es lo que hemos hecho y estamos haciendo —dijo irónico—. La primera vez que tuve acceso a los documentos que hablaban de las cartas de san Ignacio de Loyola como algo real, fue durante mis estudios criptográficos con el padre Fausto, como ya sabes. Fue entonces cuando, llevado por mi curiosidad, solicité permiso a la Santa Sede para inspeccionar aquellos textos que siempre habían sido catalogados de peligrosos e indescrifrables, sobre los que se cernían muchas leyendas. Tras presentar el mensaje que había desencriptado durante mis estudios con el padre Fausto, y cuando comprobaron que mi fe y dedicación a la doctrina católica eran aceptables, se me concedió lo que pedía. Todos los frailes que me acompañaron murieron, uno tras otro, víctimas de una locura que les enfermó. Pero yo iba inspeccionando las cartas una tras otra y no me sucedía nada, excepto cuando llegué al epílogo. Cuando procedía a la lectura de este, olvidé todo lo que había visto con anterioridad, todo menos una sola cosa. La imagen de un proyecto científico tecnológico. Ese en el que estamos trabajando, en el que llevo trabajando toda mi vida. Un proyecto que cada día está más avanzado y que conducirá, como ya te he dicho, a la paz en el mundo, a la felicidad absoluta, a la perfección. Dejé los hábitos, dije que mi decisión había sido consecuencia de la muerte de los frailes que me acompañaban y del sentimiento de culpabilidad que ella me causaba, y comencé a buscar enlaces científicos extraoficiales, hasta llegar a la organización.
»El primer experimento se desarrolló en el convento, era el mejor lugar para hacerlo. Como del mismo modo se estaban desarrollando otras pruebas en otros lugares del mundo. Las religiosas tenían una confianza extrema en mí, y yo demasiada información. Introduje el aparato que emitía las frecuencias en el convento durante una de mis visitas, cuando realizaba los ejercicios espirituales, en las cocinas. Los síntomas no tardaron en manifestarse. Después me ofrecí para estudiar aquella misteriosa enfermedad. Salas llevaba años trabajando conmigo en la fórmula de puesta en marcha del proyecto a escala menor, pero pensaba que ni yo ni la organización sabíamos que el proyecto podía tener repercusiones nefastas en las personas y se prestó a la investigación sin objeciones. Sin embargo, el muy cabrón, había ido estudiando por su cuenta todos los datos de los que disponía, como más tarde supimos, y los transcribió en ese diario que escondía en un nicho. Era un hijo de su madre; utilizó la pobreza que reinaba en la casa de Javier, el frutero, para guardar sus mensajes, mensajes que hablaban del proyecto. Un nicho, el muy cabrón los guardaba en un nicho que ni tan siquiera era de él. Lo que demuestra que nunca se fio de mí, de las intenciones de la organización. Incluso tuvo la osadía de insertar mi nombre en aquella copia manuscrita del Quijote, aquella que tú me viste descifrar en casa. En sus líneas piratas me calificaba de loco excéntrico y de peligro para la humanidad. El muy cretino daba mi nombre y apellidos y las claves para localizar a la organización de la que él, irónicamente, también era miembro. Nos engañó a todos, lo hizo hasta que intercepté uno de sus correos a través de Josep. Gracias a Josep todo siguió como debería.
—Por eso todos los forenses eran sordos —dije—, para que no percibieran el sonido que podían producir las ondas.
—Los forenses no fueron elegidos por su sordera, sino por sus características personales y familiares: hombres solitarios, introvertidos, con actividades extrañas, me refiero a poco comunes, y, sobre todo, sin ascendientes ni descendientes vivos. Aquellas características, en el caso de ser necesario, nos daban la oportunidad de poder deshacernos de ellos sin que nadie se interesara en exceso por los hechos que rodearan sus muertes, como desgraciadamente tuvo que suceder —le miré con expresión de repulsa y él puntualizó una vez más—. Sí, no pongas esa cara; por desgracia, he dicho por desgracia porque yo nunca quise llegar a donde se llegó. Como te decía, las frecuencias no son perceptibles por el oído, sino por el cerebro. Los sordos también las perciben —dijo volviendo a sonreír con aquel aire de supremacía diabólica.
—Entonces, el aparato que sor Vasallo tenía, el que le regaló Salas, ¿qué era?
—Ese aparato era un emisor de ondas Schumann. Evitaba que las frecuencias que nosotros emitíamos por las noches llegaran a nuestro cerebro. Salas no debió darle aquel aparato a la religiosa, le salvó la vida, y ella también tuvo responsabilidad en lo que ha sucedido, guardó información que no debía haber guardado. Todos los forenses teníamos uno igual —dijo, sacando de uno de los cajones de la mesa una cajita en la que había varios y enseñándomelos.
—¿Cómo descubrió Salas que estabais experimentando con las religiosas, que lo que les sucedía era producto de un aparato que tú habías introducido en las cocinas del convento? —dije mirando los emisores de frecuencias.
—Sabía demasiado del proyecto. Pero nunca jamás pensé que se echaría atrás si el experimento salía mal. Pensé que aun no queriendo probarlo en personas, llegado el momento, haría una excepción a favor de los avances científicos. Siempre estuvo a favor de la investigación, pero cambió sus premisas morales cuando le hablé de cómo había llegado a los comienzos de mi hipótesis, antes de entrar en la organización, y le di la información sobre las cartas del santo. Entonces quiso verlas. Aquello, tengo que confesar, también era de interés para mí. Pensé que si él podía descodificar, si era capaz de leer el epílogo, algo que yo no había conseguido, tal vez en él encontraría más detalles sobre el proyecto, que en aquellos años no estaba tan avanzado como ahora, solo en fase de comienzo. Pero él sabía más que nosotros. Él había avanzado en ello antes de entrar al convento, antes de que las religiosas enfermaran, y lo había ocultado. Como ves, Salas no era tan humano, tan desinteresado. No le importó participar en la farsa que montamos sobre lo desconocido de la enfermedad que mataba a las religiosas, al contrario, le sirvió para indagar más, para hacerse con mi confianza total y absoluta. Quería ver de dónde habían salido aquellas hipótesis anteriores a las investigaciones de Schumann. Quería saber cómo yo podía tener aquella información antes de que el doctor Schumann diera con ello por pura casualidad durante una de sus clases. Y cuando lo consiguió, cuando tuvo acceso a las cartas del santo y al epílogo, no soltó una sola palabra. Cuando tuvo la información necesaria, decidió boicotear el proyecto. Fue mi mentor, pero me menospreció, era un soberbio, ya te dije que la soberbia le podía, y eso no le permitió ver que mi inteligencia era superior a la suya. Le intercepté todos sus mensajes cifrados, menos esas malditas cartas dirigidas a su amante.
—Pero si las cartas son tan importantes, si contienen lo que afirmas, cómo no las incautaste, tuviste varias oportunidades para hacerlo —dije.
—Ya había sustraído lo que necesitaba, el secreto de las frecuencias, el verdadero secreto de la Creación. Las frecuencias son la vida en sí misma. Sin esas frecuencias la vida no es posible, ¡qué más quería! En mis manos estaba el único poder, el poder más grande sobre la Tierra, un poder que puede cambiar el clima, provocar terremotos, movimientos sísmicos y, lo más importante y menos peligroso para el planeta: cambiar el pensamiento de toda la humanidad, hacer que el hombre actúe como queremos que lo haga. Crear múltiples realidades dentro de una realidad única creada por nosotros. Ahora sabemos que es posible, antes lo intuíamos, lo imaginábamos. Aún no está perfeccionado lo suficiente, pero no tardaremos en hacerlo. Si en aquellos años hubiéramos tenido estos avances, los forenses no habrían muerto, no habría sido necesario, tampoco Salas. Él propició su muerte, la muerte de todos ellos. En el momento en que les hizo partícipes de sus conocimientos, de los propósitos reales de la organización, firmó su sentencia. Todos le ayudaron en sus propósitos, en su empeño por boicotear el proyecto, por darlo a conocer, y con ello se condenaron. Él les condenó. Es una lástima, una verdadera lástima, la irresponsabilidad que algunas personas tienen en sus manos. Como te dije, a tus amigos no les ha sucedido nada gracias a nuestro proyecto, de no existir, de no haberlo tenido tan perfeccionado, hoy estarían muertos.
—Hablas como si fueras Dios —dije en tono de repulsa, con expresión de asco—, no imagino el alcance que puede tener, el poder que podéis tener en vuestras manos, pero si es lo que intuyo debe de ser demasiado peligroso para utilizarlo como lo estáis haciendo.
—Es el proyecto más grande que la humanidad haya imaginado nunca. Es el arpa de Dios —dijo, mostrándome unas imágenes en las que se apreciaba un campo repleto de antenas gigantescas.
Las antenas metálicas tenían forma de aspas de molinos de viento puestas hacia arriba, en dirección al cielo. Nada más contemplar la fotografía sobre la pantalla del ordenador recordé el número que había visto como un fogonazo en el epílogo de Loyola: 999. Pero rememoré algo más que no había recordado cuando hablé con Daniel de ello, el dibujo que había al lado del número, un dibujo hecho con los tres nueves invertidos, con el número 666, y a su lado un aspa de un molino de viento mirando hacia el cielo. En cada una de sus aspas un número. En el extremo superior el 9 y en el inferior el 6. Si el aspa se colocaba en la posición vertical que suelen tener los molinos de viento, el número era el 9, pero si se ponía en dirección al cielo, horizontal, el número era el 6. Las aspas de los dibujos que miraban hacia el cielo mostraban el 666, y las que miraban hacia abajo el 999.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, pero, a pesar del temor que sentí, no dije nada. Seguí mirando aquel campo de antenas, que emitían frecuencias capaces de cambiar el rumbo de la humanidad tan poderosas como destructivas.
Recordé la frase que desencripté del manuscrito de Salas, el que él hacía a espaldas de mi padre y en el que encriptó el mensaje que yo descodifiqué:
De viento que no de piedra fueron hechos los molinos. Gigantes son, tal como el caballero andante dijo. No fueron los libros que leyó sino el ruido de sus aspas lo que llenó sus horas de dolor y desatino.