Capítulo 25
Cuando llegamos al palacete, contemplamos atónitos el seriado de números que habían dibujado en el fresco. Lo hicimos bajo la mirada atenta de uno de los vigilantes y los lamentos del conserje, que no paraba de mostrar su pesar en cuanto al estado de mi esposa y la barbarie que se había cometido con la pintura renacentista:
—El dueño cree que esos gamberros grafiteros conocían la entrada del subterráneo —dijo, señalando los números que había sobre la pintura—, hay un túnel que la comunica con una de las tapas de la red de alcantarillado. Pensábamos que nadie lo sabía. Solo era conocido por los servicios de vigilancia, por el dueño y por mí. Debía estar cerrada con ladrillos, pero aún no se ha hecho la obra porque faltaban los permisos del ayuntamiento para ello, ya que parte del entramado no se sabe si es propiedad de la Generalitat o del dueño. Son cuevas antiquísimas. Lo cierto es que el dueño, por ser honesto y dar parte del pasadizo que había descubierto cuando compró el palacete, ha pagado las consecuencias de su honradez. No sabemos si el fresco podrá ser recuperado. Pero esto es lo de menos frente a lo que le ha sucedido a su esposa. Es una verdadera profesional; si lo viera no podría soportarlo…
Daniel se acercó y, tras mirar los números, dijo:
—No se preocupe, no es pintura plástica, es óleo. Se irá con facilidad. En manos de un buen restaurador no será algo muy complicado, sí lento, pero posible y de resultados satisfactorios. En el convento nos sucedió lo mismo y conseguimos recuperar el fresco afectado que se situaba en la capilla de uso público. Y entonces, no había los materiales ni disponíamos de los conocimientos que hay ahora sobre restauración. Es evidente que la persona que lo ha hecho quería llamar la atención sobre sus dibujos, pero nada más. No creo que quisiera dañar irreversiblemente la pintura, de lo contrario lo habría hecho de otra forma. Le garantizo que no es spray —dijo Daniel mirando de cerca el fresco.
Mientras él hablaba con el conserje, yo observaba el seriado numérico. Nada más verlo supe que era una clave. Seguía la misma estructura que los mensajes que había recibido con anterioridad. En un principio pensé apuntarlo, tomar nota de los números y descifrarlo en casa, pero la mirada inquisitoria y desconfiada del vigilante me impidió hacerlo. Por ello tuve que descifrarlo sobre la marcha, disimulando, fingiendo que estaba contemplando horrorizado aquella descabellada acción. Cuando tuve todas las letras completas en mi cabeza, el mensaje se proyectó claro sobre el fresco. La sensación fue tan fuerte que tuve que apoyarme en la pared:
—Entiendo que le impresione, es una aberración —dijo el conserje acercándose a mí—. Sé, por su esposa, que usted ama el arte; ella siempre lo comentaba orgullosa. Hablaba de su admiración por la pintura renacentista. Para los amantes de estas obras presenciar esto es como ver una imagen de guerra, terrible. ¿Quiere un vaso de agua? —preguntó.
—No, se lo agradezco.
—Salgamos, te sentará bien el aire libre —dijo Daniel cogiéndome del brazo. Y dirigiéndose al conserje—: Lleva un día muy duro, acabamos de salir del hospital. Le agradecemos su amabilidad, que rogamos transmita al dueño del palacete de nuestra parte. Esta es la dirección y el teléfono del convento al que pertenecí. Désela a su jefe. El prior le facilitará la dirección de uno de nuestros hermanos restauradores, les será de gran ayuda.
—Muy amable, lo haré de su parte, aunque no le aseguro que él quiera saber nada, dijo que esperaría a que la señorita Jana se pusiera bien. Confía en que su estado sea transitorio. La señorita es una gran persona y aquí se la tiene en alta estima…
Daniel sujetaba con fuerza mi brazo y, sin mirarme, encaminaba sus pasos y los míos en dirección a la salida del palacete. El vigilante venía tras nosotros como lo hacen los funcionarios de prisión tras los reos; marcando con su mirada negra y fría cada uno de nuestros gestos y movimientos. Ya en la puerta, Daniel se dirigió al conserje para expresarle, una vez más, su agradecimiento por habernos dejado contemplar el fresco, pero este, como si en una impronta hubiera recordado algo importante, le interrumpió y mirándome dijo:
—El señor Bonet se puso como usted, blanco. Fue como si el dolor de ver la barbarie que se había cometido le hubiera aumentado su desviación de columna bruscamente. Se encorvó más de lo que estaba cuando entró. En las ocasiones en que intento explicar el amor al arte a gente que no sabe apreciar estas cosas, siento una tremenda sensación de impotencia. Sin embargo, cuando uno se encuentra con personas como ustedes, eruditos en toda regla, se siente satisfecho, más aún cuando todos son miembros de una misma familia.
—El señor Bonet, ¿qué señor Bonet? —pregunté desconcertado—. ¿Quién ha venido a ver el fresco?
—El padre de la señorita Jana. Vino ayer por la tarde, casi cuando mi jornada terminaba. Llamó unas horas después de que usted lo hiciera preguntando por su esposa, ¿recuerda? —asentí mirándole—. Cuando aún no sabíamos dónde estaba. Él me comunicó que su esposa había sufrido un accidente en el aeropuerto cuando se dirigía a Italia y que estaba en el hospital en estado crítico. Preguntó si usted ya había visitado el palacete, si había llamado. Le dije que no había venido por aquí, y él me solicitó venir en ese momento. Aunque mi jornada estaba a punto de concluir, dadas las circunstancias, esperé para que pudiera verlo, ya que me dijo que no le sería posible en otro momento. Pensaba permanecer con la señorita todo el tiempo posible, a los pies de su cama, dijo. Su reacción fue muy parecida a la suya. ¿Hay algún problema? —preguntó con evidente curiosidad ante mis preguntas y mi expresión de desconcierto.
—Mi esposa no tiene padre; quiero decir que falleció hace años —respondí.
—No me diga usted eso —contestó nervioso—. Si he dejado pasar a una persona ajena, mi puesto puede estar en peligro —dijo murmurando, al tiempo que de soslayo miraba al vigilante, que seguía junto a nosotros en la misma actitud de acecho—. Le ruego que no dé la voz de alarma, quiero decir que no lo haga público. Si era un periodista y la noticia sale a la luz tendré problemas. Sé que no pudo hacer fotos, de eso estoy seguro. Si usted no dice nada, lo que salga en prensa no me será imputable, puede haberlo sacado de cualquier sito. ¡Se lo ruego!
—No se preocupe; creo que no era un periodista, pero tampoco el padre de mi esposa. Desgraciadamente imagino quién puede ser. ¿Podría describírmelo con más exactitud? —dije mirando a Daniel, que escuchaba con expresión de intranquilidad.
—Era un hombre de mediana estatura y lo cierto es que cuando le vi, y ahora que lo dice, no se parecía a la señorita Jana en absoluto, pero a veces eso es algo normal. Su columna estaba inclinada; ya le he dicho que tenía una visible desviación. Pero su chepa no fue lo que llamó mi atención. Fueron sus zapatos. Estaban relucientes, como sus manos blancas y de dedos muy alargados, con las uñas limadas y finas. Tenía unas manos extrañas, tanto como su olor. Olía a piel, a piel de calzado, y pensé que era consecuencia de algún producto de limpieza para zapatos. Por ese motivo le miré los pies instintivamente, por el olor. Llevaba los zapatos relucientes y, a pesar de que la piel de estos era vieja, daban un aspecto buenísimo. Me llamó mucho la atención este punto, porque los zapatos son la parte de nuestra indumentaria más descuidada; casi no les prestamos atención, ¿verdad?
—Muchas gracias por todo, y no se preocupe —dije en el mismo tono bajo que él me había estado hablando—, nadie sabrá lo sucedido.
—Si no era el padre de su esposa, ni un periodista, ¿quién era? —preguntó acercándose a mí.
—No se preocupe, era un amigo común; es posible que diera el nombre del padre de mi esposa para no tener problemas para entrar, hablaré con él.
—Me deja usted más tranquilo. Si es así, no tengo por qué preocuparme, pero dígale que la próxima vez no tiene más que decirlo, los amigos de la señorita Jana siempre son bien recibidos aquí. De esa forma nos evitaremos sobresaltos…
Cuando estuvimos a unos metros de la puerta de salida del palacete, y los rasgos faciales del conserje, que se quedó mirando cómo nos alejábamos en el rellano, con expresión de desconcierto y desconfianza, se hicieron casi imperceptibles a nuestros ojos, Daniel se paró en seco y dijo:
—¿No piensas decirme qué había en el seriado numérico? ¿Crees que soy idiota? Sé que tu queridísimo amigo Josep es el que estuvo ayer por la tarde aquí. Estoy seguro de que según salimos de su casa vino al palacete. Es evidente que el zapatero no perdió el tiempo —dijo enfatizando el sustantivo—. No me gustó, nada más verlo me produjo desconfianza, es la viva imagen humana de un topo y los topos son traicioneros, solitarios y de comportamiento imprevisible. ¿Dime, es un código numérico como los que utilizaba tu padre? Sé que lo es, dime qué pone, qué mensaje hay encriptado.
—«Josep es una célula dormida. Serc». Eso es lo que pone.
—¿Una célula dormida? ¿Qué significa Serc, es un nombre?
—No tengo ni idea, no lo sé, estoy igual que tú. No puedo entender por qué está el nombre de él encriptado en ese seriado, no lo sé —dije alzando el tono de voz, llevado por la impotencia que sentía y el desconcierto que me había producido aquel descubrimiento.
—Pero ahora sí sabes que Josep te ha engañado. Al menos estarás de acuerdo en que el zapatero te ha ocultado información sobre lo que había hecho. No hay duda de que fue él el que estuvo aquí antes que nosotros. Sus rasgos son inconfundibles y no pasan desapercibidos. Si sus intenciones fueran buenas nos lo habría dicho, te lo habría dicho a ti. ¿O no?
—Quiero hablar con él antes de hacer hipótesis, sé que habrá una explicación razonable para todo esto, lo sé —dije.
Durante el trayecto que recorrimos hasta llegar a casa de Josep, Daniel no volvió a comentar nada sobre lo sucedido. Parecía sumergido en sus pensamientos al igual que lo estaba yo, que me negaba a aceptar nada que enturbiara los actos del que había sido durante casi toda mi vida mi mejor amigo y aliado.
Antes de llegar a la casa le llamé varias veces por teléfono, pero en ninguna ocasión recibí respuesta. Esperaba a que la señal de llamada se agotara para dejarle el mensaje de voz, en el que le pedía que nos viéramos de inmediato. Pero el contestador debía de estar sin activar. Cuando estuvimos en una de las calles adyacentes miré a Daniel y dije:
—Te ruego que seas benévolo en cuanto a tus actos y palabras con Josep, no quiero que Josep se sienta intimidado. Es posible que esté en peligro. No puedo ni tan siquiera pensar que me haya estado mintiendo todos estos años. Si lo ha hecho, estoy seguro de que ha sido para protegerme. Él es una victima más, como lo ha sido mi esposa. La persona que puso ese código en el fresco quería involucrarle directamente en algo en lo que no ha participado. Fue al palacete porque yo le comenté lo que había sucedido, le llamé. Recuerda que le llamé y se lo dije, debió de olvidar comentármelo. Él no sabía nada de esas claves, no pudo ver lo que había encriptado, es imposible. Tú mismo comprobarás que tengo razón. Si no hubiera dicho que era el padre de Jana, no habría entrado al palacete, por eso le mintió al conserje.
—No puedo cambiar mi opinión sobre él, y lo siento, lo siento por ti. No ha contestado a tus llamadas, eso es algo que yo había sopesado nada más saber el significado que escondía el seriado numérico. Tendrás problemas para hablar con él y creo que incluso para localizarlo —dijo con gesto de preocupación ante mi expresión de enfado—. El único motivo que pudo tener para ir al palacete y no decírtelo es la sospecha de que en el seriado podría haber algo relacionado con él, como así ha sido. De lo contrario, te lo habría dicho o habría venido con nosotros hoy. Él sabía que visitaríamos el palacete.