Capítulo 22

El sótano ocupaba toda la superficie de la casa. Estaba dividido en dos partes, una para el almacenamiento de los materiales que Josep utilizaba para la reparación del calzado y otra donde se amontonaban los artilugios de relojería, piezas electrónicas y de radio, en una veintena de estanterías de metal. El suelo seguía siendo de tierra, sin enlosar, tal y como era treinta años atrás. Daniel comenzó a recorrer el habitáculo ensimismado. Mientras, Josep lo seguía sonriendo con malicia, encorvado en exceso, como si el techo no le diese para estirar su columna maltrecha y desviada desde siempre.

—Veamos qué tenemos dentro de este bicho de cristal —dijo, poniéndolo sobre la mesa de trabajo, bajo la luz de un potente foco, al tiempo que se colocaba una lente de aumento en su ojo derecho—. Parece una grabadora, pero no estoy seguro.

—¿Una grabadora?, pensé que era un transmisor —dije.

—Es una grabadora y en apariencia creo que es de este siglo. Aunque quizás, cuando lo saquemos, cambie. El tamaño del grabador es demasiado pequeño, y los aparatos a esta escala se construyeron recientemente. Los primeros que se hicieron fueron para los servicios de inteligencia. Pero este, este casi se podría calificar de nanotecnología. Para saber con exactitud de qué se trata tendré que romper el cuerpo de la libélula. No te puedo garantizar que al hacerlo el aparato no se destruya, es un riesgo. Si se rompe quizás no podamos saber para qué sirve, tú decides.

—Adelante —dije.

—Es un aparato muy sofisticado de grabación, y la forma en que ha sido confeccionado indica que está hecho con el fin de que nadie lo saque intacto si lo encuentra. Será difícil desmontarlo sin que sufra daños, pero lo intentaré. En el caso de que lo extraiga en buenas condiciones, no sé si podremos oír la grabación. Todo indica que para hacerlo debemos tener el macho.

—¿El macho? —inquirí desconcertado.

—Un aparato que recibe lo grabado aquí —dijo, señalando la cabeza del insecto—. No es una grabadora normal, tecnología punta —concluyó sonriente.

—¿Estás diciendo que una parte sin la otra no funciona? —pregunté.

—Exactamente. Pero no solo eso, también se debe conocer la clave del macho para que este funcione. ¿Sabe Daniel lo relacionado con la grafía del número pi? —preguntó mirándole.

—Le he contado parte de lo que me sucede —respondí.

—¡Parte! —exclamó—. No creo que con una parte tenga suficiente para saber dónde está metido. El símbolo del número pi está estrechamente relacionado con una organización que surgió en los años cuarenta, y esta, con Enrique y su padre. Se dice que su fundador tomó el número como nombre de su grupo porque sus primeros dígitos coincidían con la fecha de su nacimiento: 3,1415. Catorce de marzo de 1915. No se sabe si 3,1415 era de nacionalidad española o extranjera. Sí, que operaba en la Península. Lo apodaban «el italiano». Se había introducido dentro de la mayor red clandestina de experimentación científica tecnológica mundial. Los miembros de esta red eran mercenarios de la ciencia, trabajaban sin preguntar ni conocer los límites o los fines de los proyectos o investigaciones para las que les contrataban, sin importarles las consecuencias de sus investigaciones, sin saber para quién. Eran piezas dentro de un engranaje; al núcleo del proyecto que se llevaba a cabo solo accedían los últimos de la cadena. Se dice que 3,1415 descubrió algo demasiado trascendental y peligroso, tanto que quiso darlo a conocer al mundo. Pero localizaron algunos de sus mensajes de alarma antes de que consiguiera su objetivo. Mensajes que encriptó en textos y objetos. Se dio por hecho que lo mataron, pero nunca se supo con certeza, ya que su identidad era desconocida. Entre nosotros corrió el rumor de que algunos de sus mensajes no habían sido localizados y que permanecían aún encriptados.

—Cuando dice que corrió el rumor entre nosotros, ¿se refiere a que usted formaba parte del grupo? —preguntó Daniel con gesto de asombro, sentándose en una de las cajas que había en el suelo como si de sopetón el cansancio, o la trascendencia de las palabras de Josep, le hubiera hecho desplomarse sobre ella.

—Así es —respondió mirando a Daniel—. Cuando la organización descubrió lo que estaba sucediendo perdimos contacto con las personas que nos encargaban los trabajos, y desapareció como si nunca hubiera existido.

—¿Me está diciendo que usted trabajó en los años sesenta para una red que contrataba científicos e investigadores que se hacían cargo de proyectos amorales y peligrosos y que no sabe para quién o para qué Estado eran esos proyectos?

—Exactamente he querido decir eso.

—Una red internacional de científicos mercenarios, sin pudor, sin moral, que solo actuaban por dinero, sin tener en cuenta la repercusión de sus investigaciones, ¡increíble!

—Sí, una red que evidentemente aún existe, solo que ahora ellos están en instalaciones preparadas para sus fines y controlados por sofisticados sistemas de vigilancia. Los tiempos cambian. Antes éramos los parias de la investigación, los mercenarios de la ciencia, ahora ellos son parte de las estructuras de los servicios de inteligencia de un país.

—¿Usted a qué se dedicaba? —preguntó Daniel.

—Los comienzos de la nanotecnología.

—¿Nanotecnología? Eso es imposible, ¡en aquella época!

—En aquella época. Aunque le parezca imposible es así. Desde que una investigación comienza hasta que se da a conocer al ciudadano de a pie, pasan muchos años, sin contar lo que nunca se divulga, bien porque no interesa porque los resultados no son económicamente rentables, o porque estos han sido monstruosos. Las primeras investigaciones en clonación hace años que se pusieron en marcha. Hubo muchos clones que no vieron la luz pública; lo de ahora es el resultado de unos estudios que llevan años haciéndose. Una célula madre está al alcance de la mano, aunque esto le parezca aterrador, porque lo es, le aseguro que es totalmente cierto. ¿No se ha preguntado nunca de dónde sacó Adolf Hitler su obsesión por la raza pura? No crea que fue algo casual.

—Y el padre de Enrique, ¿qué tiene que ver con todo eso? —preguntó.

—En la tinaja donde se encontró su cuerpo estaba escrita la grafía del número pi. La muerte del padre de Enrique salió en la prensa de aquella época. Fue poca la publicidad que se le dio al homicidio, pero la suficiente como para que todos los que trabajábamos para la red tuviéramos conocimiento de que lo habían matado; ese, supuestamente, fue el fin que ellos perseguían, hacernos saber que 3,1415 había muerto. Era forense, un reputado forense y un reconocido criptógrafo a nivel mundial. Los bienes que poseía eran demasiados para los beneficios que le reportaba su profesión; gran parte de sus ingresos debían proceder de otra fuente diferente al trabajo por el que se le conocía. El que fuese un acaudalado forense y un gran criptógrafo, y que en la tinaja donde fue encontrado su cuerpo apareciese el guarismo, era la prueba más evidente de que él era 3,1415. Al menos eso era lo que se pretendía hacernos creer y lo que todos pensamos. Quisieron que lo supiéramos, que lo tuviéramos en cuenta por si decidíamos hablar, así lo entendimos. No hubo más investigaciones sobre lo sucedido y, como imaginará, ninguno de nosotros quiso saber más de lo que decían los periódicos y lo que de boca a oreja se fue transmitiendo. La red se disolvió y todo quedó como siempre había estado, en el limbo, para el ciudadano.