Capítulo 33
—Como ve, los acontecimientos que giraron en torno a la enfermedad que padecieron las hermanas de la congregación, el asesinato de Salas y posteriormente el de su padre están, en apariencia, relacionados. Es evidente que ello no tiene por qué delimitar razonamientos, pero sí lleva a establecer hipótesis sobre una posible vinculación, aunque esta fuese circunstancial.
—¿La congregación sopesó, como usted manifiesta, la posibilidad de que existiera una relación directa entre los asesinatos y la enfermedad de las religiosas?
—Sí. Y así lo hicimos saber a las autoridades. Pero no se nos tuvo en cuenta. Sabemos que se nos ocultaron datos. Los motivos de esa ocultación son desconocidos para nosotras. Aún le quedan a usted muchas cosas por saber, pero antes, si no le importa, podríamos caminar unos minutos. Mi circulación es tan pesada. Le enseñaré el laberinto de arizónicas, allí, entre sus paredes vegetales, el calor de este estío infrahumano apenas si se percibe y la hinchazón de mis pies se atenúa considerablemente —dijo frotándose los tobillos, visiblemente inflamados y enrojecidos…
Como bien había manifestado sor Laudelina, el laberinto de arizónicas era un reducto de frescor y sombras. Los arbustos leñosos alcanzaban una altura de aproximadamente tres metros. La densidad de su follaje no solo le daba a los pasillos umbrosos una insonorización extraña, sino que los anegaba del fuerte olor que caracteriza a esa especie.
—Como le decía, su padre y el señor Salas procedieron a la autopsia de los cuerpos de las hermanas fallecidas. Es evidente que estos no se encontraban en las condiciones más idóneas para tal fin y que los datos no fueron lo esclarecedores que habrían sido de haberse efectuado antes los análisis forenses. Sin embargo, tuvieron que encontrar algo de relevancia en aquellos restos o en sus investigaciones dentro del convento pues, tras los exámenes, su padre solicitó la ayuda de diez forenses más.
—¿Sabe usted por qué mi padre seleccionó a esos diez hombres?
—Evidentemente para ampliar el campo de investigación. Los doce miembros, incluido él, eran forenses, y a su vez expertos en delitos de sangre. Aparte de su profesión, algunos de ellos ejercían actividades profesionales independientes. Salas era especialista en vidrio, tanto en soplarlo como en tallarlo y darle color, de ello dejó una buena muestra; doce cuadros con marco de cristal. Confeccionó uno para cada miembro del grupo. Los marcos eran de cristal de Murano, material que le fue enviado al convento. Era descendiente directo de italianos por línea materna. Todos los cuadros tenían un dibujo de un escarabajo egipcio. Concretamente el Jepri (Scarabeus sacer). Confeccionó también una vidriera que no sabemos dónde fue a parar. Sor Vasallo fue la única persona que la vio terminada. La hermana comentó la desaparición de la vidriera con los investigadores, pero, al no encontrarse ni haber sido vista por nadie, no hicieron el menor caso a sus palabras. Ella pensaba que en la vidriera, en su desaparición, podían estar algunas claves del homicidio del señor Salas.
—¿Qué le llevó a pensar eso a la hermana Vasallo? —inquirí.
—El dibujo. Representaba el pasaje más conocido de la historia que escribió Ovidio en su obra La metamorfosis sobre Dédalo e Icaro: la representación de la caída de este. Una reproducción exacta de la obra de Cario Saraceni que se exhibe en el Museo e Gallerie Nazionali di Capodimonte, en Nápoles, al sur de Italia. Adonde es posible que se dirigiera su esposa. No sé si iría allí, pero es probable que quisiera contemplar esa vidriera in situ. A ella le llamó mucho la atención este aspecto.
—Pero ¿qué información podían barajar que fuese tan importante como para que los asesinaran?
—Ese es el gran misterio. Un día antes de que Salas fuese asesinado, el grupo había decidido disolverse. En apariencia todo estaba concluido, al menos el motivo por el que los forenses se habían reunido en el convento. Sor Vasallo, como ya le dije, madre superiora y última víctima de la enfermedad, había sobrevivido; estaba curada. La enfermedad le había dejado secuelas que se cronificaron, entre ellas una sordera irreversible, pero no la mató. Ninguno de los forenses enfermó, y el mal se dio por erradicado.
—Y el resto de los miembros del grupo, ¿qué fue de ellos? —pregunté.
—El día antes de que Salas fuese asesinado, todos viajaron hacia Toledo, al igual que aquel tenía previsto hacer al día siguiente. Habían quedado en reunirse en la casa que uno de los miembros del grupo, el orfebre, tenía en la capital. Pero ninguno llegó a su destino. Su padre, antes de dirigirse a aquella ciudad, fue a visitar a su esposa, ya que la reunión del grupo duraría al menos una semana y tenía el deseo de verles antes, pues había permanecido mucho tiempo recluido. Pero su padre, desgraciadamente, al igual que Salas, nunca llegó a esa reunión. La misma noche que emprendió viaje a su residencia desapareció. Su madre, al no tener noticias suyas y recibir el comunicado del hallazgo del cuerpo de Salas, se puso en contacto con la residencia del orfebre en Toledo, pensando que tal vez su esposo estuviera allí. Los diez miembros restantes del grupo no fueron encontrados nunca. Ninguno de ellos llegó a la casa del orfebre. Desaparecieron sin dejar rastro, como si la tierra se los hubiera tragado.
—No entiendo nada.
—La policía sopesó la posibilidad de que todos hubieran sido víctimas del mismo asesino y que este fuese uno de ellos. No era una hipótesis descabellada. Los investigadores siguieron los últimos pasos de los forenses, teniendo en cuenta la posibilidad de que el grupo hubiera sido engañado por el orfebre y que la reunión en su casa fuese una excusa para conducirles a una trampa. La reputación del orfebre, Hilario Ruiz, era dudosa, y se supo que en la capital era considerado por sus vecinos como un hombre taciturno y extraño, que apenas se relacionaba con nadie. Los rumores hablaban de que le visitaban individuos de otras nacionalidades que venían buscando las joyas que el forense confeccionaba y de las que no rendía cuentas a la autoridad competente. Algo en lo que también involucraron a Salas. Él era un magnífico vidriero, tanto que era capaz de simular piedras preciosas con sus vidrios y confundir a más de un incauto. En la casa del orfebre no se encontró ninguna pieza de valor, ni tan siquiera las herramientas o el material necesarios para la confección de aquellas supuestas alhajas toledanas, por lo que las actividades clandestinas de Hilario Ruiz quedaron como una leyenda.
—Y los familiares, ¿cómo reaccionaron ante las desapariciones? —pregunté.
—Todos eran solteros y no tenían familiares cercanos. Las desapariciones no fueron denunciadas por nadie, ni tan siquiera los bienes fueron reclamados y pasaron sin más preámbulo que el legal a manos del Estado. Eran personas, en cuanto a las relaciones sociales, diferentes al resto de los ciudadanos. Su profesión de forenses y la incapacidad de comunicarse con fluidez a través del lenguaje oral acentuaron aquella falta de relación social que todos padecían.
—¿A qué se refiere con lo del lenguaje oral?
—Todos los miembros del grupo eran sordomudos. Todos, excepto Salas y su padre, el señor Fonseca. Como le decía, su profesión, junto a la deficiencia física que padecían, en aquel entonces, les hacía muy diferentes al resto de sus conciudadanos. Es evidente que los problemas que tendrían para comunicarse, unidos a su profesión un tanto discriminada, rodeada de un halo oscuro y vinculada de forma estrecha con la muerte, fueron uno de los motivos para propiciar su manifiesta falta de relación social y sentimental. Su padre era coadjutor directo de la colectividad católica a la que ellos pertenecían. Dicha corporación estaba formada por forenses y su peculiaridad era precisamente el que todos sus miembros fuesen sordomudos. Su padre se reunía con ellos para dar cuenta de los avances habidos en su campo. Era uno de los pocos forenses en España que dominaba el lenguaje de signos a la perfección sin ser sordomudo.
»Cuando desaparecieron, cada miembro del grupo de investigación llevaba su cuadro y una llave con forma de cruz de Ankh. Sin embargo, todas las llaves aparecieron junto al cadáver de Salas, una de ellas en su estómago. Todo, absolutamente todo el material y objetos personales que les pertenecieron y de los que hicieron uso durante su estancia en el convento, se lo llevaron ellos en aquel viaje, y con ellos se perdió. Cabe la posibilidad de que desaparecieran voluntariamente. Que huyeran o que tuvieran algo que ver en las muertes.
—Es muy probable que tenga usted razón —dije, recordando todo lo que Josep me había dicho sobre mi padre y sus actividades. Relacionando incluso su desaparición de Barcelona con la de los forenses—. Mirado desde ese ángulo es la hipótesis más razonable. Y, dígame hermana, si Salas iba a ir a Toledo, ¿por qué no hizo ese viaje con los forenses, junto al grupo? —pregunté.
—Salas retrasó su viaje porque, según le manifestó a sor Vasallo, había quedado con un biólogo en el pueblo para hacerle entrega de unas muestras de las especias que se cultivaban en el invernadero del convento. Había plantas originarias de América del Sur que, según él, mostraban un crecimiento irregular para el medio donde se cultivaban y quería saber a qué era debido. Pero, como ya sabe, nunca llegó a aquella cita. La orden siempre ha creído que hubo algo más que la enfermedad de las hermanas para que los forenses se reunieran. Algo tuvo que suceder ajeno a la enfermedad de las religiosas, algo que aún se nos escapa. Ahora, si me disculpa, debo dejarle, los oficios religiosos me reclaman.
—Me gustaría poder continuar la conversación, hay algunos puntos que no me quedaron claros del todo y querría preguntarle sobre ellos. Si usted no tiene inconveniente, por mi parte puedo esperar a que termine sus rezos.
—Creo que el padre Daniel le podrá dar la información que le falte, todo lo que he omitido es conocido por él a la perfección. Del mismo modo que conoce las instalaciones. Aunque le está vetada la entrada en el convento, hubo un tiempo en que fue casi su residencia habitual, prácticamente dormía en la biblioteca. El cementerio era su lugar de meditación, se pasaba las horas muertas sobre la colina. Tienen mi permiso para visitarlo. Dígale que haremos una excepción por esta vez, solo por usted, pero que únicamente puede pisar el camposanto. El convento le sigue estando vetado. Sospecho que el padre Daniel le habrá contado la historia a su antojo. Es evidente que la narración que él le haya dado de los hechos nada tendrá que ver con lo que yo le he relatado. Aunque por su expresión me atrevería a afirmar que le ha engañado y no le ha dicho absolutamente nada sobre su vinculación con nuestra orden —dijo sonriendo con cierto aire de malicia infantil.
—Pues no, hermana, no sé de qué me está hablando —dije contrariado.
—El padre Daniel es un experto embaucador. Exíjale que le dé todas las explicaciones sobre su permanencia en el convento y la relación que esta tuvo con su padre y los forenses. Pensé que le acompañaba por esos motivos, que a tenor de lo sucedido con su esposa habría tenido la honestidad de hablarle con sinceridad. Veo que no ha sido así, y es una verdadera pena, porque ello me indica que aún sigue con sus propósitos, que no ha abandonado la senda del mal y, lo más grave, que no se ha arrepentido.
—He de confesarle que desde que conocí al padre Daniel tuve dudas y recelé de su comportamiento.
—El padre Daniel debe explicarle sus intereses en este asunto. A mí me cuesta repetir sus palabras, son una blasfemia y no pienso hacerlo. El cementerio es aquel; las hermanas tuvieron que improvisarlo cuando la enfermedad comenzó a llevárselas —dijo, señalando una parcela que se ubicaba a unos metros, en la ladera de la colina que parecía proteger la parte trasera del edificio del viento que bajaba por las montañas—. Allí están enterrados los restos mortales del señor Salas, junto a los de las hermanas que murieron. Como ya le comenté, nadie los reclamó y la orden les dio sepultura en agradecimiento a su labor cristiana. Quizás le sea interesante ver la disposición que se les dio a las sepulturas según fueron falleciendo las religiosas. Me refiero a que, una vez que el señor Salas y su padre estuvieron establecidos aquí, las hermanas que infortunadamente fenecieron fueron enterradas según Salas dispuso, ya que él era el encargado de tan triste menester. Su disposición es un tanto extraña. La ubicación forma una cruz. Aunque el padre Daniel siempre se haya empeñado en demostrar que no lo es. Salas era un católico practicante y fiel devoto, y la exhumación a la que procedió correspondía a religiosas, por ello, el símbolo más apropiado era la cruz de nuestro Señor. Lo único que llama mi atención poderosamente, e imagino que también lo hará con la suya, son los rosetones de cristal azul marino que el señor Salas puso en el centro de las cruces. Es una verdadera lástima que falten algunos. La barbarie humana es indescriptible, inenarrable. El cementerio ha sido víctima de expolios durante mucho tiempo, y últimamente más, por ello hemos pensado trasladar los restos mortales de las hermanas a un lugar más seguro, pues queremos evitar más profanaciones. Como verá, todo lo sucedido es tan razonable y al tiempo tan ilógico que uno no sabe en qué lado de la historia quedarse. ¿No cree?
—Cierto, hermana, pero estará de acuerdo conmigo en que tiene más de irracional que otra cosa. Hubo poca investigación sobre lo sucedido, muy poca.
—Solo nosotras y nuestra orden hemos estado interesadas en esclarecer lo ocurrido. Únicamente nosotras.
—Creo que Daniel también está interesado —apostillé con cierto temor.
—El padre Daniel ha mancillado con sus investigaciones el nombre de la Iglesia católica, nuestra fe y nuestra conducta cristiana. Él no ha investigado nada, jamás ha tenido otro interés que manchar nuestro honor y nuestra fe. Dígale que le hable de sus conocimientos sobre criptografía, seguro que tampoco se los ha mencionado.
—No se ofenda, pero… ¿Está segura de que Daniel es la misma persona a la que usted se refiere? Daniel no conoce la criptografía, lo he comprobado.
—¿Cómo puede dudar de mis palabras? —inquirió. Yo me encogí de hombros—. Por supuesto que me refiero al hombre que le espera en su coche. Las hermanas lo vieron bajarse con usted, las ventanas del convento están muy bien ubicadas —dijo socarrona—; el padre debe de haber olvidado ese aspecto. Usted debe de poseer algo que él necesita para alcanzar sus fines, por eso le acompañó hasta el convento…