Capítulo 64
Al día siguiente regresé. Reyes se quedó en el pueblo, organizando todo lo que habíamos ido averiguando, y se puso en contacto con Julián y Rosalía para transmitirles los seriados numéricos que habíamos fotografiado en la cueva y que Daniel no había conseguido interpretar. Confiábamos en que él fuese capaz de hacerlo. Daniel me acompañó y permaneció en el exterior del convento recabando información sobre Piamonte.
La sor no quiso dejarme solo recorriendo las instalaciones. Ella y una de las religiosas, sor Isabel, permanecían detrás de mí, mientras yo inspeccionaba la fuente al tiempo que hablaba con Daniel a través del teléfono móvil.
Durante la noche habíamos sopesado la posibilidad de que Salas hubiera escondido las siete cartas y el epílogo de Loyola. Él tenía acceso al cofre y al lugar en donde este se encontraba, y si en ellas había algo relevante era evidente que Salas habría intentado, con todos los medios a su alcance, sacarlas del convento o ponerlas a buen recaudo dentro de él. Era probable que hubiera cogido los textos para esconderlos en un lugar seguro ya que, según todos los acontecimientos y datos de los que disponíamos, las cartas del santo eran el origen de todo lo sucedido. De no ser cierta nuestra hipótesis, si el contenido de las cartas era independiente de lo que les sucedió a las religiosas y nada tenían que ver con la muerte de los forenses, de todos los forenses menos el décimo, las cartas contenían algo que se emparentaba con lo sucedido o con el experimento o investigación que aquellos desarrollaban para la organización. Fuese como fuese, su contenido debía de tener algo de relevancia en los hechos, ya que fueron el origen de la primera visita de mi padre al convento cuando él era clérigo y, tras su lectura, siete eclesiásticos perdieron la cordura y posteriormente murieron. O, como sugirió Reyes, se dejaron morir. Inspeccioné la fuente durante varias horas, sin encontrar nada en ella a excepción de las piedras que contenían los cristales alfanuméricos y que proyectaban los dígitos del pi y la palabra «cítara» al golpe del reflejo del sol sobre el mosaico. Aquel era un trabajo excepcional, y por ello la sor y yo nos empeñábamos en encontrar en la fuente algo más que aquellos dígitos y la palabra que los acompañaba. Estábamos convencidos de que la fuente tenía que ocultar algo más:
—Es probable que esté en el interior de la fuente —dijo la religiosa—. Si el señor Salas escondió algo en ella, estará dentro de la escultura y habría que romperla. Para hacerlo tendré que pedir permiso. Un permiso que estoy segura que me será denegado. Es una barbaridad destrozar esta obra —concluyó poniendo sus manos sobre ella.
—Podemos hacerlo sin solicitar el beneplácito de sus superiores. Decir que ha sido consecuencia de un accidente —sugerí con cierto temor a su respuesta.
—Yo creo que todo es más fácil —dijo la hermana que nos acompañaba—. El señor Salas era demasiado inteligente, al menos eso es lo que indican todos sus trabajos, y por ello no creo que escondiera nada en el interior de la fuente. En su elaboración participaron varios forenses y cuando la confeccionó, si no me equivoco, ya estaba siendo vigilado, ya le habían sustraído la copia que él estaba haciendo a mano de los ocho primeros capítulos del Quijote y en la que evidentemente tuvo que escribir algo, de no ser así, no se hubiera visto obligado a mandar los mensajes que envió en las cartas que escribió para la madre de la señora Reyes.
Miré a sor Laudelina asombrado.
—¿Qué quiere decir, hermana? —le pregunté.
Ella miró a sor Laudelina, como solicitando su permiso para hablar. Tras recibir el beneplácito de su superiora, la religiosa nos miró y dijo:
—Ninguno de los rastros que dejó el señor Salas eran sencillos o de transcripción común. No podían serlo porque estaba rodeado de personas que tenían los mismos conocimientos que él sobre criptografía. Teniendo en cuenta estos datos, insertar algo dentro de la escultura no estaría entre las posibilidades a sopesar, es algo demasiado común y previsible. Yo, más bien, me inclinaría porque dejara un mensaje metafórico que nos conduciría al lugar en donde puede estar, y no creo que sea la misma fuente. Le hubiera bastado con señalarla con un simple rayo de sol.
—Y, usted, hermana Isabel, ¿qué mensaje cree ver en las proyecciones de la fuente? —inquirí.
—Pues verá, no es tan fácil de interpretar, y tal vez me equivoque, pero creo que desde el primer momento todo está muy claro. El centro de todo está en el sonido —dijo sonriendo.
—¿En el sonido? ¡Explíquese! —exclamé.
—Todo tiene que ver con el sonido y en él está el mensaje. Hemos olvidado algo muy importante, ellos —dijo señalándome con la mirada— y nosotras. Durante todos estos años, hemos pasado por alto una característica muy singular del grupo de forenses, todos eran sordos, al menos diez de ellos eran sordomudos. Puede que los motivos para que ellos fuesen llamados por el señor Enrique Fonseca, su padre —dijo mirándome—, fuesen los que siempre se han cotejado, que pertenecían a la fundación que su padre dirigía y con la que colaboraba, aparte de sus conocimientos sobre la ciencia forense, pero también pudo ser que su padre los seleccionara y llamase porque no podían oír. Si hace memoria, si ambos la hacen —puntualizó volviendo a mirarme—, recordarán que, cuando los forenses llegaron al convento, las religiosas que habitaban en él seguían enfermando una tras otra, pero ellos no. Ninguno de ellos lo hizo. Aun comiendo los mismos productos, relacionándose de cerca con ellas, haciéndoles las pruebas y las autopsias correspondientes, ninguno enfermó. La única que salió casi indemne de la misteriosa enfermedad fue la hermana Vasallo y esta perdió la audición casi en su totalidad. Estarán conmigo en que es algo extraño. Las alteraciones que tuvieron en la actualidad pueden enclavarse en trastornos psiquiátricos más que en físicos propiamente dichos. Me refiero a que el ruido, algunos tipos de sonido, de frecuencias, siendo invisibles e imperceptibles por el cerebro, son absorbidos por nuestros órganos y pueden producirnos daños imprevisibles. Uno de los más terribles es el psiquiátrico, ya que este siempre degenera en alteraciones físicas de las que es imposible encontrar el origen.
—No se sorprenda por las palabras de la hermana Isabel, está doctorada en medicina general y ha cursado estudios de psiquiatría —dijo sor Laudelina mirándome—. Tiene una tesis doctoral que está estudiando la Santa Sede sobre el efecto de las palabras en la conciencia, sobre lo que se puede conseguir pronunciando vocablos, imperceptibles para nosotros porque no entendemos el código utilizado, pero cuyos sonidos pueden producirnos desazón e incluso irritabilidad.
—¿Está usted sugiriendo que las religiosas pudieron verse afectadas por algún tipo de frecuencia que les causó alteraciones mentales y físicas tan graves que les condujeron a la muerte? —pregunté asombrado.