Prólogo

Madre mía, cómo está el tío. Me apoyo en la barra, sin apartarle la vista. Desde que ha entrado no puedo dejar de mirarle. Vaya culo que tiene, en realidad… ¡Vaya todo! Está para hacerle todos los favores que quiera y más, aunque siendo tal monumento no creo que necesite que los hagan. Sin poder evitarlo me llevo el dedo índice a la boca y lo muerdo, cierro los ojos, y solo puedo imaginarme haciendo mil cosas con él.

Nada más abrirlos se me seca todo, bueno…, todo no, porque me encuentro con esos ojos marrones como el chocolate penetrando en mi alma. Parpadeo rápidamente, y este se limita a sonreír de medio lado, lo que hace que mi corazón se dispare.

—Hola, cariño. —Me dice en ingles a la vez que me sonríe—. ¿Cómo está yendo tu mañana? Creo que ahora será mejor, ¿qué te parece?

Hago una mueca, es verdad que nunca he sido una gran entendedora del inglés, es más, sé lo justo y necesario para poder insultar a alguien, y decir que me llamo Lucía. No sé qué debería decir, no he entendido ni papa. ¿Qué puñetas está diciendo?

—¿Entonces? —añade en su idioma.

Carraspeo nerviosa mirando hacia otro lado, pero no puedo evitar volver a perderme en esos pozos oscuros que tanto me atraen.

—Ahm… Me llamo lucía. —Sonrío.

—Es un placer conocerte, Lucía.

Mierda, otra vez… ¿Es que no puede decir algo más sencillo? Así en plan: «Hola, ¿cómo estás? ¿De dónde eres?». Lo que aprendes en el colegio, o tal vez debería ser allí donde enseñaran algunas otras cosas que no fueran tan solo números, horas del día…

Pongo los ojos en blanco, ¡ay, madre!, como siga hablando así… Me da algo, se me cae la cara de vergüenza, no entiendo lo que dice y me está poniendo de los nervios. Se pasa la mano derecha por ese tupé del color de la miel que tan grácilmente ha peinado, y vuelve a sonreír de medio lado, haciendo que su mandíbula quede incluso más marcada de lo que ya está. Sonrío como una tonta, porque no es muy normal que me pase esto.

Saco el móvil, abro el WhatsApp, y le escribo a Natalia. Collins se la ha llevado, y hace horas que no sé nada de ella, lo que me inquieta. Le miro de reojo a la vez que le escribo, no puedo evitar tenerlo vigilado, algo me dice que este hombre es como un lobo: salvaje y astuto.

Sigue hablando, pero ya ni siquiera le presto atención, no le entiendo, ¿para qué intentarlo? Al ver que paso de lo que dice, se echa a reír y, por alguna razón esa risa que tiene me embriaga, dejándome atontada.

—¿De qué te ríes, guiri estirado? —espeto molesta—. ¿Qué te crees?, ¿que todos vamos a entender lo que dices?

Dejo ir un bufido, no me hace ninguna gracia que se rían de mí, además, es lo que más odio en el mundo, y no estoy para bromas. Por muy guapo que sea, no se lo voy a pasar por alto.

—Es solo una broma —contesta, sonriente—, guapita.

¿Cómo? ¿Sabía hablar español y me lo ha hecho pasar mal? Tiene un marcado acento inglés que llama mucho la atención. Entonces, soy yo la que empieza a reírse, madre mía… Esto solo me pasa a mí.

—Así que guiri… —murmura dándole vueltas al móvil.

—Sí —contesto entrecerrando los ojos.

Vuelve a sonreír de la misma forma, prendiendo esa mecha que intenta resistirse a brillar como el fuego que quiere nacer en mí a causa de ese gesto.

—¿Me pones un café? —pregunta.

—Claro…

Pongo la tacita con su plato y su azucarillo encima de la cafetera, le doy al botón para que vaya haciéndose el café. Saco el móvil y abro el WhatsApp, necesito hablar con Natalia. Pero parece que al inglesito no le hace ninguna gracia que no le preste atención.

—¿A todos tus clientes les hablas igual?

—¿Disculpa?

—Disculpada estás —contesta—. Ahora responde, ¿a todos los extranjeros los tratas así, o es porque no entiendes mi lengua?

Resoplo, encima va de listillo. La verdad es que no sé si me cae bien o no. Aprieto la mandíbula, y dejo ir un bufido. Lo miro con mis centelleantes ojos, moviendo las pestañas como si fueran las alas de una mariposa.

—Soy Kellin Lund.

—Vaya nombre… —Le miro de arriba abajo, dándole un buen repaso y dejo ir una carcajada al ver la cara que pone.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Tú —espeto aguantando la risa.

No puedo evitar reírme, esa mueca que está poniendo cuando me ve reír hace que todavía sea peor.

—Tu cara me hace gracia.

Cojo el móvil, y vuelvo a abrir el WhatsApp, sé que no debería, pero necesito retransmitir a Nat lo que va ocurriendo. Debería estar aquí para poder disfrutar de este monumento.

—Interesante —dice fijando sus ojos chocolate en los míos—. ¿Mi café?

La cafetera empieza a hacer un extraño ruido, lo que provoca que me dé la vuelta, tan rápido como puedo, asustada. ¡Agh! Todo el café se está saliendo. Cojo uno de los trapos, y le doy al botón para que deje de salir.

—Mierda, me he equivocado al pulsarlo.

Corro hacia el cuartillo, necesito parar este río de café que empieza a descender por los muebles y a empapar el suelo. Tomo el enorme rollo de papel, hago una gran bola de este y entonces, ¡zasca! Al suelo de culo. Madre mía, vaya golpe. El golpazo ha hecho incluso que me sienta ligeramente mareada. Me paso la mano por la nuca y luego por el pelo. La cabeza de Kellin aparece tras la barra, permanece en silencio, solo me mira. Cierro los ojos y entonces es cuando siento cómo sus fuertes manos me agarran y me ponen en pie con cuidado.

—¿Te has hecho daño? —me pregunta al oído, erizando todo mi vello.

Durante un instante permanezco callada y quieta, sintiendo cómo el calor de su pecho abrasa mi espalda, creando un profundo furor entre mis piernas. Posa sus manos sobre mi cintura, provocando que mi respiración se agite.

—No… —murmuro—. ¡No, estoy bien!

Me aparto de él, igual que si sus manos me quemaran. Me alejo tanto como puedo, hasta que mi espalda se topa con una de las cámaras frigoríficas. Hay algo en Kellin, algo que hace que todo mi cuerpo se encienda de una manera sobrenatural y eso no acaba de gustarme.