16
Me despierto a media noche, en mi cama, sola y tapada con el edredón. Miro hacia todas partes, pero no está, no le encuentro y no me gusta. Ruedo por la cama, hasta que mis pies acaban tocando el frío suelo. Los resguardo en las zapatillas, abro la puerta de la habitación y me encuentro a Marc tumbado en el sofá, dormido y con la televisión aún encendida. Sonrío, es la mayor expresión de dulzura que he visto jamás, como un niño pequeño que, tras un largo día lleno de juegos, se ha quedado dormido en el salón viendo los dibujos. Voy hacia la cocina, miro la hora del reloj, el cual marca las tres de la mañana. Me siento en el reposabrazos junto al que queda la cabecita de Marc, paso mis dedos por su rizado cabello y le beso en la mejilla.
—Marc —le digo en voz baja, a la vez que me arrodillo frente a su rostro.
No me acerco mucho, tampoco quiero que salga huyendo, espero que no lo hiciera, sino…, ya sería lo que me faltaba. Paso mis manos de nuevo por su pelo, hasta que va abriendo esos ojillos que tiene, me encanta.
—Hola —murmura a la vez que sonríe y se estira.
—¿Cómo has dormido?
—Bien…
—Debes de tener el cuello… Deberías ir a la cama o acabarás destrozándotelo.
Parece un niño, cierra de nuevo los ojos, negando con la cabeza. Aún no está muy lúcido como para pensar, la verdad es que yo no sé cómo lo estoy consiguiendo, porque vamos… Normalmente suelo ser un zombie y de los buenos, tan buena que no sé cómo aún no me han llamado para salir en The Walking Dead. Cojo una de sus manos y tiro de ella levemente.
—Vamos —susurro.
—¿A dónde, nena?
—Ven conmigo —le pido.
Fija sus ojos en los míos, pero ahora no hay dulzura sino un deseo que pocas veces antes había visto. Mis mejillas se encienden, y unas terribles ganas nacen en mí. Pero no, no debo hacerlo. Tiro de su mano, esta vez con algo más de fuerza, la suficiente como para que se ponga en pie. Pega su pecho a mi espalda, puedo notar cómo su abultado paquete roza contra mi cintura, lo que provoca que todo aumente. Se abalanza sobre mí, pasando sus brazos por encima de mis hombros, los besa con cuidado, luego hace lo mismo con el cuello, al cual ataca sin piedad. Mi vello se eriza, y mi cuerpo arde. Pero yo… No debería de estar haciendo esto, no debería de involucrarme así con él después de haberse marchado Kellin… Debería…, debería… «¡A la mierda con lo que deberías, Lucía!», me grita mi demonio interior. Pero… me escabullo de sus brazos, doy la vuelta, para no perderle de vista, no quiero que me tome por sorpresa en ningún otro momento, por lo menos ahora. Mis nervios empiezan a nacer, lo que hace que esté algo incómoda. Cuando llega a donde me encuentro retrocedo un par de pasos, hasta que la parte trasera de mis piernas se topan con la cama. Posa sus grandes manos a ambos lados de mi rostro, con una delicadeza innata. Adoro como se comporta, como me trata. Es como si pensara que soy una flor a la que no debe dañar, una escultura de cerámica que no debe romper… Y eso me cautiva. Me besa lentamente, con ternura. Mis ojos se llenan de lágrimas.
—¿Por qué lloras, pequeña?
—Yo…
—¿Tú qué?
Me dejo caer en la cama, me siento y él hace lo mismo, despertándose por completo. Pasa su brazo por encima de mi hombro, me besa la coronilla y tras eso me da un golpecito con su barbilla en mi cabeza.
—Cuéntame —me pide, o mejor dicho, me ruega.
—Yo… —Ni siquiera sé cómo debería de empezar esto.
¿Cómo se le puede decir al chico con el que vives y con el que se supone que hay un tonteo que te has acostado con el mejor amigo del futuro marido de tu mejor amiga? Es todo tan sumamente de mierda que ni siquiera sé cómo hablar.
—Marc…, yo…
—Dime —me pide—. Dilo ya.
—Me he acostado con Kellin Lund.
—¿Cómo?
Se queda perplejo, callado, mirando el suelo, sin entender muy bien nada. Suspiro, cierro los ojos con fuerza a la vez que siento cómo una amarga lágrima se desliza por mi mejilla, pero poco después, Marc la captura con uno de sus dedos.
—Lo siento.
—No sientas nada, Lucy.
—Claro que lo siento, Marc, eso no debería haber ocurrido, por respeto a ti.
—Tú y yo no tenemos nada —dice tajante, con una frialdad que me asusta—. Pero quiero que lo tengamos, no me importa nada, Lucía, solo tú.
Trago saliva, mis ojos se abren de golpe, y las lágrimas caen como si fueran una cascada, no puedo dejar de llorar.
—Ahora mismo solo quiero reparar cada una de las heridas que ha dejado ese en ti… Yo solo quiero que todo el mundo se muera de envidia, que se corroan al ver que no pueden conseguirte, quiero que seas mía, cuidarte, quererte y protegerte de todo mal que la vida pueda ponerte por delante.
—Pero…
—Ni pero ni nada.
Su expresión es seria, muy seria, pero a la vez compasiva y tierna, veo que solo quiere protegerme, cómo cada una de sus palabras son ciertas, ni una de ellas falla. No sé qué es lo que él siente por mí ahora mismo, pero es tan sincero que consigue aturdirme con tan solo hablar.
—No te preocupes —me pide—. Ahora, vamos a dormir, mañana hablaremos de esto.
Me coge con cuidado de las piernas, metiéndome bajo el edredón, me tapa, y se pone en pie para salir de la habitación.
—No te marches —le suplico.
Sin pensarlo ni un solo segundo, sale a parar la televisión, y vuelve a la habitación. Se mete en la cama, y yo me limito a recostarme contra su pecho, encontrando una paz extraña, la única que es capaz de tranquilizarme.