20
Llego al Jubilee, y solo está Ángela, yendo y viniendo de un lado a otro, casi con la lengua fuera. Pongo mis cosas tras la barra, ni siquiera me preocupo por dejarlas en el cuartillo.
—¿En qué te ayudo?
—Ay, chocho —dice en ese andaluz tan suyo que solo ella tiene por aquí—. Échame una mano con la mesa cuatro y la seis.
—¡Voy! —exclamo.
Me acerco primero a las seis, ya que es la más cercana. Acabo de atarme el mandil y saco libreta y bolígrafo a la vez que me doy cuenta de que hay algunos vasos sobre la mesa, por lo que me tocará venir con el trapo antes de traerle nada.
—Buenas tardes, bienvenido al Jubilee —le saludo amistosamente—. ¿Qué va a querer tomar? —pregunto.
—A buenas horas —responde molesto el hombre.
—Lo siento, pero estamos hasta arriba.
—No lo sientes, mentirosa.
—¿Qué es lo que quiere tomar? —pregunto de nuevo.
—Aire, ¿puede ser? —dice de mala gana.
—¿Sí? ¿Quiere aire? Pues ahí está la puerta —contesto entre dientes—. ¡Así que aire! —exclamo.
El hombre hace una mueca de asco, se pone en pie y, sin decir nada más, se marcha por donde había venido.
—Ale, uno menos —gruño cuando me acerco a la barra.
—¿Qué ha pasado, niña? —me pregunta Ángela, quien cada vez parece más sociable.
—Nada, un hombre. Al parecer no quería nada de lo que tenemos en la cafetería, por lo que le he invitado a irse.
No entiende muy bien por qué lo he echado, aunque la verdad es que no me importa, la cafetería es mía y haré lo que quiera.
—No te preocupes, tú tira a hacer lo demás. —Sonrío—. ¿Has comido?
—Que va, tía.
Hago una mueca, mira que es tarde y la pobre no ha podido ni siquiera comer. Seguro que Nati se ha ido antes de tiempo, sin pensar en cómo le afectaba a Ángela, aunque seguro que ha sido esta quien le ha dicho que no pasaba nada si se marchaba antes.
—Bueno, hagamos una cosa, ve a por algo de comer mientras yo sigo atendiendo a la gente que falta por servir y voy recogiendo, ¿vale?
—No hace falta, de verdad, cuando acabemos.
—Soy tu jefa, haz lo que digo.
—Haré lo que me saga del toto, morena —espeta sin más—. Pero voy a ir a comer, y que conste que lo hago porque me da la gana.
—Porque te sale del toto, ¿no?
—Eso es, no porque tú lo digas.
Asiento, y me río, cada vez me va cayendo mejor esta muchacha, dice las cosas como las piensa y eso me gusta, prefiero las personas sinceras antes que aquellas que te dicen una cosa a la cara y piensan otra, y acaban criticándote por la espalda.
—Vamos, tira.
—Gracias —dice en voz baja.
Sale corriendo casi de la cafetería, y es que ya son pasadas las tres, por lo que seguramente se esté muriendo de hambre, la pobre. Si yo fuera ella le habría pegado un mordisco a alguien tarde o temprano porque vamos… Yo no puedo pasar más de tres horas sin comer nada, necesito tener siempre algo en mi barriga o parece que no sea yo, acabo pareciendo un zombie.
Me acerco a la mesa que antes no había atendido. Es una pareja de ancianos, a los cuales he visto alguna que otra vez, y siempre piden lo mismo, una infusión de tomillo doble con sacarina y un café con leche de soja, descafeinado. Me acerco a ellos, con una amplia sonrisa.
—Buenas tardes, ¿qué van a tomar?
—Buenas tardes, guapísima —dice la mujer amablemente—. Yo quiero una infusión de tomillo doble con sacarina. —Sonríe.
—Y yo un café con leche de soja, y que sea descafeinado, por favor.
—Claro, ahora mismo os lo traigo.
Limpio con un trapito la mesa, la seco, y vuelvo hacia la barra para poder prepararles lo que han pedido. Mientras la cafetera va calentándose, voy a recoger otra de las mesas, así voy avanzando algo. Preparo el café y la infusión que me han pedido.
La noche cae sobre la tarde, apenas hay nadie en la calle, y todo se ha tornado oscuro, cada vez las noches son más cerradas. Suspiro, ya no queda ningún cliente en el Jubilee, tan solo Ángela y yo seguimos en la cafetería. Estoy tan cansada que cuando pille la cama voy a partirla. Ángela se ocupa de acabar de barrer la sala, mientras saco el lavavajillas. Me agacho para poder colocar las copas y tazas en la parte de abajo de la barra. Al levantarme un chico con una capucha puesta y una braga algo alta, entra en la cafetería y, de repente, saca una navaja enorme con la cual me amenaza.
—¡Manos arriba! —grita—. Dame todo el dinero de la caja.
Mi corazón se vuelve loco, no deja de latir con fuerza, con tanta que me va a dar una taquicardia en un momento.
—Pero si tengo las manos arriba, ¿cómo te voy a dar el dinero de la caja? —mi verborrea ataca.
El chaval se queda pensando, hasta que se le cae la braga que le cubría casi todo el rostro, le miro, sé que es alguien a quien conozco, me suena demasiado… Mucho. Me muerdo el labio, intentando recordar quién es.
—¡Que me des el dinero! —vocifera.
Entonces es cuando caigo, sé quién es, estoy al noventa por ciento segura de que es él, el hombre que atacó a Joel tiempo atrás cuando salíamos de la Tagliatella. Es él. Segura, segurísima.
—¡Hazlo o…!
Antes de que pueda acabar de hablar, aparece Ángela, y como ve que sujeta una navaja, lo golpea con el palo de la escoba con fuerza, tanta que el chaval cae desplomado al suelo como si hubiera perdido el conocimiento.
—¡Lo has matado, bruta! —grito.
—Calla, calla —dice a la vez que se agacha a su lado, para comprobar que sigue vivo— coge unos trapos, rápido.
—¿Trapos?
—Haz lo que te digo, y tráelos.
—Qué mandona eres…
—Osú, chocho, qué lenta eres.
Se pone en pie, como el torbellino que es, me aparta de un manotazo echándome hacia atrás, entra en el cuartillo, y rápidamente aparece con cuatro trapos. Los va atando entre ellos, hasta que consigue una larga cuerda. Coge al chico por el cuello de la sudadera, y me mira.
—¿Vas a ayudarme o a quedarte ahí como un pasmarote?
—Pues…
—¡Ayúdame, venga!
Aguanto al chico, ella le rodea para poder atarle las manos con fuerza a una de las patas de la mesa, y luego las piernas, como si fuera una profesional.
—Madre mía, pero… ¿tú cuántas veces has hecho esto?
—Ninguna, pero he visto demasiadas veces Mentes criminales y esas cosas. —Sonríe orgullosa.
—Pues no veas…
—Te ha molado, yo lo sé. —Me guiña un ojo—. Llama a la policía, anda.
Llamo a la policía, y poco después se presentan en la cafetería, tan tranquilamente, como si no hubiera pasado nada. Ángela no debería de haberle atizado con la escoba, por lo que, antes de que se despierte y ellos lleguen, lo metemos en el cuartillo, sin atar y sin nada, pero hemos cerrado con llave, por suerte, Nati y yo instalamos la cerradura nada más abrir por temor a que pudieran entrar y llevarse nuestro material, el cual es bastante… caro.
—Buenas noches, ¿Lucía Palacios? —pregunta el agente.
—Sí, soy yo.
—¿Dónde está el agresor?
—En el cuartillo, encerrado.
El hombre asiente, saca la porra que lleva colgada en el cinturón, y se dirige hacia el cuartillo/cocina.
—¿Qué es lo que ha ocurrido?
—Estábamos recogiendo, para cerrar y marcharnos a casa, como todos los días, pero entonces ha aparecido. Me ha amenazado con una navaja grande y ha intentado atacarme… —miento un poco, dramatizando la situación—. En un momento de despiste, gracias a que Ángela estaba detrás de él, hemos conseguido encerrarle en el cuartillo, así le hemos podido retener.
—¿No os ha agredido?
—Por suerte, no le ha dado tiempo —dice Ángela.
—Ajá. —Va apuntando otro a su espalda.
Miro al hombre que lo va escribiendo, sonrío al ver cómo hace una mueca, igual que lo hacía mi hermana cuando era pequeña, sacando la lengua, creía que eso le haría tener más concentración.
—Muy bien, tomaremos todos sus datos, y nos llevaremos al chico a comisaría.
Le acompaño a la puerta, hasta que escuchamos un fuerte golpe. El chico grita enfurecido, entonces los policías se miran entre ellos, asienten, y poco después, abrimos con mucho cuidado, dejando que sean ellos los que pasen delante.
—Queda usted arrestado —escucho que ambos dicen, solapándose entre ellos— cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra —siguen hablando.
Los agentes se llevan al chaval, y poco después se marchan, sin decir mucho más, dejándonos sus nombres y los números de teléfono.
—Vaya tarde… —murmuro.
—Pues ya ves.
—Ahora toca volver a casa. —Añado resoplando.