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Un rato después, no puedo dejar de pensar en lo ocurrido. No solo en Kellin, que ni siquiera ha sido capaz de entrar a ver qué era lo que pasaba. Supongo que tampoco le importa, en cierto modo no debería hacerlo. Me pongo los cascos y algo de música, puedo sentir cómo el ritmo entra en mí, alegrando cada uno de mis músculos, y deshaciendo todos mis resquemores. Echo de menos bailar, hacerlo igual que antes, con un buen grupo. Nati entra, acalorada, me quita el auricular para que pueda escuchar lo que dice.

—¿Qué? —espeto.

—¿Qué ha sido eso?

—¿El qué?

—Lo de Kellin.

Desvío la mirada hacia las pastas, cojo un cruasán y me lo llevo a la boca. Solo un dulce es capaz de arreglar mis problemas, bueno uno o dos, quién sabe.

—Cuando venía hacia aquí casi me atropella ese idiota, con el coche de Collins.

—¿El de Collins?

—Sí, lo conducía él.

—Vaya…, tendré que hablar con él.

—Ese estiradillo no tiene bien controlado a su perro.

—No le llames así —gruñe.

—¿Perro?

—Estiradillo.

Dejo ir una sonora carcajada y sonrío. Nunca le ha gustado que llame a Collins estiradillo, a pesar de que llevo haciéndolo desde que le conocimos. Aún recuerdo cuando tuve que sonsacarle a Marc su nombre. Pobrecito, suerte que es más manso que un oso de peluche, que si no, no habría sido tan sencillo.

—No te rías, anda.

—Si quieres lloro. —Añado.

Hace una mueca, abre el horno y saca las cañas recién hechas. Deja la bandeja sobre la mesa metálica y se lleva a la sala los cruasanes. Salgo tras ella, y Collins entra por la puerta principal. Sin cortarse ni un ápice, Nati se echa a sus brazos y empieza a besuquearlo.

—Anda que no…

Ya me gustaría a mí tener un dios olímpico como el estiradillo rendido a mis pies y dispuesto a cumplir todos y cada uno de mis deseos. «¡Tengo a Marc! Pero, ¿qué voy a hacer con un hombre tan tranquilo como él?» Marc es un amor, es dulce y bueno como ninguno, pero le falta algo. Una chispa que haga arder mi interior. «Ojalá lo consiga», pienso. Suspiro, hay veces que anhelo tener a alguien con quien compartirlo todo, como lo hacen ellos.

—Bueno, venga, ¡que corra el aire! —exclamo—. Si no a un hotel, majos.

Nati me lanza una de sus miradas fulminantes con la que sería capaz de amedrentar hasta a Chuck Norris, y no exagero. Collins deja ir una sonora carcajada, este hombre lo tiene todo bonito, hasta la risa, eso no podemos negarlo. Cuando se separan este se marcha a una de las mesas, tirando de su maleta. Nuestra clienta favorita, la pequeña Natalia, y su yaya, Carmen, entran en la cafetería.

—Buenos días, mi niña guapa —digo abrazándola.

—¿Qué haces con los patines? —pregunta señalando los pies.

—Me gusta ir con ellos. —Sonrío.

—¿Y por qué?

—Porque así voy más rápido.

—Vaya…, venimos a desayunar. —Cambia de tema—. Voy a invitar a la yaya. —Sonríe—. Mira cuánto dinero tengo.

Saca un pequeño monedero de trapo del bolsillo de su chaqueta y lo abre para que vea cuántos ahorros hay.

—¡Vaya! —exclamo—. ¡Tienes más dinero que yo!

—¿Sí?

Asiento con una sonrisa de oreja a oreja, entonces la niña esboza una mueca de tristeza en su boca.

—Toma —dice abriendo el monedero otra vez y sacando un par de monedas para dármelas.

—No, no, pequeña, eso guárdalo para ti.

—No, quiero dártelo. —Frunce el ceño.

Me coge de la mano, tira de esta, y me guardo el par de monedas entre ellas.

—Quédatelas —me pide.

—Bueno, vale…

Las meto en el mandil, para ponerlos luego cuando Carmen vaya a pagar el desayuno.

—¿Pasáis a la mesa?

—Sí —dice la pequeña alargando la vocal.

—Adelante, pues.

Un ratillo después, antes de irse Collins se acerca a mí, cuando Nati no nos ve, porque está haciendo algo más de bollería y limpiando lo que hemos ido ensuciando durante la mañana.

—Lucy —me dice en voz baja.

—Dime.

Seco una de las tazas que acaban de salir del lavavajillas que se han quedado algo húmedas, mientras me acerco a la zona de la barra a la que se ha acercado él.

—Oye, he hablado con Kellin —dice en voz baja—. ¿Qué ha pasado?

—Por Dios, vaya chivato —murmuro, algo molesta.

—Quiere que vayas a hablar con él. —Fija sus ojos en los míos—. Confío en que lo arregléis.

—Yo no tengo nada que arreglar.

Esos hermosos ojos verdes que tiene, acaban cautivándome, no puedo evitarlo, que me mire con esa carilla de cachorrillo que sabe poner, termina menguando mis defensas como si ni siquiera existieran.

—Iré.