EL nuevo Ayuntamiento de Castro fue de lo más extraordinario y pintoresco que pudiera imaginarse. El doctor Ortigosa presentó proposiciones que causaron el mayor asombro y estupefacción no sólo en el pueblo, sino en toda la provincia. Se le ocurrían planes magníficos y cosas extravagantes. Pedía que se enseñara de otra manera, que se suprimieran las fiestas religiosas y se crearan otras, que se aboliera la propiedad, que se instalaran baños públicos, que Castro Duro rompiera con Roma.

El doctor era un tipo nacido para alternar con esos hombres águilas de las revoluciones, como Robespierre o como Saint-Just y condenado a vivir en un miserable gallinero.

Un día que César trabajaba en su despacho vio, con asombro, que entraba el Padre Martín.

El Padre Martín saludó a César como a un antiguo conocido; iba a pedirle un favor. César, desconfiado, se dispuso a escucharle. Después de hablar de sus asuntos, el fraile comenzó a censurar al Ayuntamiento de Castro y a decir que era un verdadero manicomio.

—Sus amigos de usted —dijo el padre, sonriendo— están desatados. Quieren cambiarlo todo en tres días. El doctor Ortigosa, que es un loco…

—Para mí es el único hombre que me merece estimación en Castro.

—¿Si?

—Sí.

—Ese energúmeno dice que para él las tradiciones no tienen valor ninguno.

—¡Oh!, yo pienso lo mismo —dijo César.

—¿Es usted antihistórico?

—Sí, señor.

—No lo creo.

—En absoluto. Para mí la tradición no tiene tampoco valor.

—La base de la tradición —contestó el fraile, argumentando como el que lleva toda la ciencia humana en el bolsillo del hábito— es la confianza que tenemos todos en la experiencia de los antepasados. Yo, labrador o pastor, aunque haya vivido cincuenta años, puedo tener, con relación a mi oficio y a la vida, una experiencia grande, pero nunca será tan grande como la experiencia reunida de todos los que me precedieron ¿Puedo yo desdeñar ese cúmulo de saber que nos van legando las generaciones pasadas?

—Si quiere usted que le diga la verdad, para mí su argumento no tiene ninguna fuerza —contestó fríamente César.

—¿No?

—No. Es cierto que hay una suma de conocimientos que van de padres a hijos, de un labriego a otro y de un pastor a otro. ¿Pero qué valor tienen esas experiencias rudimentarias, oscuras, con las experiencias unidas de todos los hombres de ciencia que ha habido en el mundo? Es como si me dijera usted que el caudal de conocimientos de un curandero es mayor y mejor que el del médico sabio.

—Cierto —contestó el padre—; yo no hablo de la ciencia pura, yo hablo de la ciencia aplicada. ¿Es que alguno de los sabios universales se va a ocupar de la manera de sembrar o de trillar en Castro?

—Sí, se ha ocupado ya, porque se ha ocupado de la manera de sembrar o de trillar general, y, además, de las variaciones en los procedimientos que debe ocasionar la clase de tierra, el clima, etc.

—¿Y cree usted que ese pragmatismo científico puede substituir al pragmatismo natural, salido de la entraña del pueblo, creado por él en siglos y siglos de vida?

—Sí; es decir, creo que puede depurarlo; que puede echar de ese pragmatismo, como usted le llama, todo lo malo, lo absurdo y lo falso, y quedarse con lo que haya de bueno.

—Y para usted lo absurdo y lo falso es la moral católica.

—Eso es.

—Usted no quiere discutir si el catolicismo es verdad o es mentira; lo considera usted como una doctrina ruinosa y que produce la decadencia. Eso me han dicho que ha afirmado usted varias veces.

—Es cierto, eso he dicho.

—Pues no estamos conformes. El catolicismo es útil, el catolicismo es eficaz.

—¿Para qué? ¿Para vivir?

—Sí.

—No. ¡Ca! Será para morir. Allí donde hay catolicismo hay ruinas y hay miseria.

—Sin embargo, en Bélgica no hay miseria.

—Ciertamente no la hay, pero en este país el catolicismo no es lo que es en España.

—Claro que no lo es —exclamó el fraile a gritos—, porque el catolicismo español lo caracteriza España, España pobre y fanática, no el catolicismo.

—Creo que no nos vamos a entender —replicó César—; para usted es efecto lo que a mí me parece causa… Además, nos desviamos de la cuestión. A usted le parece bien el estado moral e intelectual de Castro, ¿no es eso?

—Sí.

—Pues a mí me parece horrendo. Vicio sórdido, adulterios oscuros, juego, matonería, usura, hambre… Usted cree que debe seguir así, como estaba antes de que yo fuera diputado por el distrito. ¿No es eso?

—Eso es.

—Que yo he sido un perturbador, un enemigo de la tranquilidad pública.

—Exactísimo.

—Pues a mí ese estado que usted encuentra admirable me parece de un fanatismo bestial, de una inmoralidad repugnante, de una vileza repulsiva.

—Claro, usted es pesimista de todo lo actual, como buen revolucionario. Usted cree que va a mejorar la vida de Castro. ¿Usted solo?

—Yo, unido a otros.

—Y mientras tanto, lleva usted la anarquía a la ciudad.

—¡Yo la anarquía! No. Yo llevo el orden. Yo quiero acabar con la anarquía que reina en Castro y someterla a un pensamiento, a un pensamiento digno y noble.

—¿Y con qué derecho se arroga usted esa facultad?

—Con el derecho de ser el más fuerte.

—¡Ah! Bueno. Si llega usted a ser el más débil, no se quejará si nosotros abusamos de la fuerza.

—¡Quejarme! ¡Si llevan ustedes abusando miles de años! Ahora mismo, nosotros hablamos, nosotros protestamos, pero ustedes mandan.

—Nosotros impedimos sus locuras. Nos ponernos enfrente de sus utopías. ¿Es que creen ustedes que van a resolver el problema de la tierra y del capital? ¿Van ustedes a resolver la cuestión sexual? ¿Van ustedes a instaurar una sociedad sin desigualdades y sin injusticias, como ha dicho el otro día en La Libertad el doctor Ortigosa? Me parece muy difícil.

—A mí también. Pero eso es lo que hay que intentar.

—¿Y cuándo llegarán ustedes a una ordenación tan perfecta, a una armonía tan grande como la católica, creada en veinte siglos? ¿Cuándo?

—Llegaremos a otra armonía mejor.

—¡Oh! Lo dudo.

—Claro, eso mismo dirían los paganos a los cristianos, y con mayor razón quizá, porque el cristianismo, al lado del paganismo, era un retroceso.

—En ese punto no podemos discutir —dijo el Padre Lafuerza, levantándose.

César hizo lo mismo.

—A pesar de todo esto, yo le estimo a usted, porque creo que es usted un convencido —dijo el Padre Martín—. Ahora le creo peligroso y me alegraría extraerle de Castro.

—A mí me pasa lo mismo con relación a usted, y también me alegraría extraerle de allá, como un elemento malsano.

—De manera que somos enemigos claros y leales.

—¡Leales! ¡Psch! Estamos dispuestos a hacernos todo el daño posible.

—Yo, por mi parte, sí, y por todos los medios —afirmó el padre con energía.

—Yo también —contestó secamente César; y levantó las cortinas del despacho.

—No se moleste usted —dijo el Padre Martín.

—No, no hay molestia.

—Recuerdos a la Amparito.

—Gracias.

El fraile vaciló al salir, como si quisiera volver a la carga.

—Luego, si se arrepiente usted… —dijo.

—No, no me arrepiento —replicó César fríamente.

—Yo le brindo a usted la paz.

—Si, si me someto; yo le brindo a usted la paz también, si se somete.

—Va usted a jugar una partida peligrosa.

—No será menos peligrosa para usted que para mí.

—Se juega usted la cabeza.

—¡Psch! La jugaremos y la ganaremos.

El fraile se inclinó, y sonriendo de una manera forzada salió de casa.

César o nada
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