NO HAY DRAMA
CÉSAR comenzó sus explicaciones sobre la traza de la iglesia. El canónigo pasaba la mano por todas las piedras y decía:
—Esto también es mármol —y añadía—: ¡Qué riqueza!
—¿A usted le gusta esto, don Calixto? —le preguntó César.
—¡Hombre, qué pregunta!
—Sí; claro que es muy rico y muy suntuoso; pero a un fanático que venga aquí desde lejos, le debe dar la misma impresión que a uno que esté acatarrado y pida una bebida caliente, y le den un vaso de horchata helada.
—Que no le oiga a usted don Justo —dijo don Calixto, como si aquel secreto de la horchata tuvieran que guardarlo entre los dos.
Vieron la estatua de San Pedro, y César dijo que era costumbre que los forasteros la besaran el pie. El canónigo lo hizo con devoción; pero don Calixto, que no las tenía todas consigo, frotó disimuladamente con el pañuelo el pie desgastado de la estatua y besó después.
César se abstuvo de besar, porque dijo que la eficacia del beso era principalmente para los forasteros.
Luego fueron viendo los tres los sepulcros de los papas; César se equivocó varias veces en sus explicaciones, pero sus amigos no notaron la equivocación.
Al canónigo le chocó, más que nada, el sepulcro de Alejandro VII, porque hay en él un esqueleto. Don Calixto se detuvo con más curiosidad ante la tumba de Pablo III, en la cual se ven dos mujeres desnudas. César dijo que la leyenda popular asegura que una de estas estatuas, la que representa la Justicia, es Julia Farnesio, hermana del Papa Pablo III y amante del Papa Alejandro VI; pero tal suposición parece inverosímil.
—Completamente —afirmó el canónigo con gravedad—; esas son cosas inventadas por los librepensadores.
Don Calixto se permitió decir que la mayoría de los papas tenían tipo de alabarderos.
Don Justo siguió valorando todo lo que veía con un criterio de maestro de obras. César se dedicó a contar a don Calixto sus observaciones, mientras el canónigo marchaba solo.
—Le advierto a usted —le dijo— que el sábado se puede subir a la cúpula, pero sólo las personas decentemente vestidas. Así lo advierte un cartel que hay en esa puerta. Si por casualidad resucitara un apóstol y tuviera el capricho de hacer un poco de gimnasia y de ver Roma desde una altura, como probablemente estaría sucio y mal vestido, se fastidiaría, no le dejarían subir. Y entonces podría decir él: «Invente usted una religión como la cristiana para que luego no le dejen a uno subir a la cúpula».
—Sí, claro, claro —repuso don Calixto—. Son absurdos. Pero que no le oiga a usted el canónigo. Ciertamente, no parece esto muy religioso; pero es magnífico.
—Sí, este es un hermoso escenario, pero no hay drama —dijo César.
—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó don Calixto.
—Que esto es una cosa vacía. Un templo tan grande, tan claro, estaría bien que se hubiese levantado en honor de la ciencia, que es la gran construcción de la humanidad. Esas estatuas, en vez de ser de un Papa estólido o guerrero, debieran ser del inventor de la vacuna o del cloroformo. Entonces se comprendería bien esta frialdad y hasta ese aire de reto que aquí tiene todo. Que la gente tenga confianza en la verdad y en el trabajo, está bien; pero una religión basada en misterios, en obscuridades, que hace un templo claro, desafiador y petulante, es ridículo.
—Sí, sí —dijo don Calixto, siempre preocupado con que no les oyera el canónigo—. Usted habla como un hombre moderno. Yo, en el fondo, también… ¿sabe usted?… Creo que me comprende usted, ¿verdad?
—Sí, hombre.
—Pues yo entiendo que esto ya no tiene trascendencia… es decir…
—No la tiene, no; puede usted afirmarlo, don Calixto.
—Pero la ha tenido, eso no se puede dudar, ¡eh!, y grande. Eso es indiscutible.